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lunes, octubre 25, 2010

LA MUJER ALTA -- Pedro Antonio de Alarcón

LA MUJER ALTA
Pedro Antonio
de Alarcón

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I
—¡Qué sabemos! Amigos míos... ¡qué sabemos! —exclamó Gabriel, distinguido
ingeniero de Montes, sentándose debajo de un pino y cerca de una fuente, en la cumbre
del Guadarrama, a legua y media de El Escorial, en el límite divisorio de las provincias de
Madrid y Segovia; sitio y fuente y pino que yo conozco y me parece estar viendo, pero
cuyo nombre se me ha olvidado.
—Sentémonos, como es de rigor y está escrito.. en nuestro programa —continuó
Gabriel—, a descansar y hacer por la vida en este ameno y clásico paraje, famoso por la
virtud digestiva del agua de ese manantial y por los muchos borregos que aquí se han
comido nuestros ilustres maestros don Miguel Bosch, don Máximo Laguna, don Agustín
Pascual y otros grandes naturistas; os contaré una rara y peregrina historia en
comprobación de mi tesis..., reducida a manifestar, aunque me llaméis oscurantista, que en
el globo terráqueo ocurren todavía cosas sobrenaturales: esto es, cosas que no caben en la
cuadrícula de la razón, de la ciencia ni de la filosofía, tal y como hoy se entienden (o no se
entienden) semejantes palabras, palabras y palabras, que diría Hamlet...
Enderezaba Gabriel este pintoresco discurso a cinco sujetos de diferente edad, pero
ninguno joven, y sólo uno entrado ya en años; también ingenieros de Montes tres de ellos,
pintor el cuarto y un poco literato el quinto; todos los cuales habían subido con el orador,
que era el más pollo, en sendas burras de alquiler, desde el Real Sitio de San Lorenzo, a
pasar aquel día herborizando en los hermosos pinares de Peguerinos, cazando mariposas
por medio de mangas de tul, cogiendo coleópteros raros bajo la corteza de los pinos
enfermos y comiéndose una carga de víveres fiambres pagados a escote.
Sucedía esto en 1875, y era en el rigor del estío; no recuerdo si el día de Santiago o el
de San Luis... Inclínome a creer el de San Luis. Como quiera que fuese, gozábase en
aquellas alturas de un fresco delicioso, y el corazón, el estómago y la inteligencia
funcionaban allí mejor que en el mundo social y la vida ordinaria...
Sentado que se hubieron los seis amigos, Gabriel continuó hablando de esta manera:
—Creo que no me tacharéis de visionario... Por fortuna o desgracia mía soy,
digámoslo así, un hombre a la moderna, nada supersticioso, y tan positivista como el que
más, bien que incluya entre los datos positivos de la Naturaleza todas las misteriosas
facultades y emociones de mi alma en materias de sentimiento... Pues bien: a propósito de
fenómenos sobrenaturales o extranaturales, oíd lo que yo he oído y ved lo que yo he visto,
aun sin ser el verdadero héroe de la singularísima historia que voy a contar; y decidme en
seguida qué explicación terrestre, física, natural, o como queramos llamarla, puede darse a
tan maravilloso acontecimiento.
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
—El caso fue como sigue... ¡A ver! ¡Echad una gota, que ya se habrá refrescado el
pellejo dentro de esa bullidora y cristiana fuente, colocada por Dios en esta pinífera
cumbre para enfriar el vino de los botánicos!
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
II
—Pues, señor, no sé si habréis oído hablar de un ingeniero de Caminos llamado
Telesforo X... que murió en 1860...
—Yo no...
—¡Yo sí!
—Yo también: un muchacho andaluz, con bigote negro, que estuvo para casarse con
la hija del marqués de Moreda... y que murió de ictericia...
—¡Ése mismo! —continuó Gabriel—. Pues bien: mi amigo Telesforo, medio año antes
de su muerte, era todavía un joven brillantísimo, como se dice ahora. Guapo, fuerte,
animoso, con la aureola de haber sido el primero de su promoción en la Escuela de
Caminos, y acreditado ya en la práctica por la ejecución de notables trabajos,
disputábanselo varias empresas particulares en aquellos años de oro de las obras públicas,
y también se lo disputaban las mujeres por casar o mal casadas, y, por supuesto, las viudas
impenitentes, y entre ellas alguna muy buena moza que... Pero la tal viuda no viene ahora
a cuento, pues a quien Telesforo quiso con toda formalidad fue a su citada novia, la pobre
Joaquinita Moreda, y lo otro no pasó de un amorío puramente usufructuario...
—¡Señor don Gabriel, al orden!
—Sí..., sí, voy al orden, pues ni mi historia ni la controversia pendiente se prestan a
chanzas ni donaires. Juan, échame otro medio vaso... ¡Bueno está de verdad este vino!
Conque atención y poneos serios, que ahora comienza lo luctuoso.
Sucedió, como sabréis los que la conocisteis, que Joaquina murió de repente en los
baños de Santa Águeda al fin del verano de 1859... Hallábame yo en Pau cuando me
dieron tan triste noticia, que me afectó muy especialmente por la íntima amistad que me
unía a Telesforo... A ella sólo le había hablado una vez, en casa de su tía la generala López,
y por cierto que aquella palidez azulada, propia de las personas que tienen una aneurisma,
me pareció desde luego indicio de mala salud... Pero, en fin, la muchacha valía cualquier
cosa por su distinción, hermosura y garbo; y como además era hija única de título, y de
título que llevaba anejos algunos millones, conocí que mi buen matemático estaría
inconsolable... Por consiguiente, no bien me hallé de regreso en Madrid, a los quince o
veinte días de su desgracia, fui a verlo una mañana muy temprano a su elegante
habitación de mozo de casa abierta y de jefe de oficina, calle del Lobo... No recuerdo el
número, pero sí que era muy cerca de la Carrera de San Jerónimo.
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
Contristadísimo, bien que grave y en apariencia dueño de su dolor, estaba el joven
ingeniero trabajando ya a aquella hora con sus ayudantes en no sé qué proyecto de
ferrocarril, y vestido de riguroso luto. Abrazóme estrechísimamente y por largo rato, sin
lanzar ni el más leve suspiro; dio en seguida algunas instrucciones sobre el trabajo
pendiente a uno de sus ayudantes, y condújome, en fin, a su despacho particular, situado
al extremo opuesto de la casa, diciéndome por el camino con acento lúgubre y sin
mirarme:
—Mucho me alegro de que hayas venido... Varias veces te he echado de menos en el
estado en que me hallo... Ocúrreme una cosa muy particular y extraña, que sólo un amigo
como tú podría oír sin considerarme imbécil o loco, y acerca de la cual necesito oír alguna
opinión serena y fría como la ciencia... Siéntate... —prosiguió diciendo, cuando hubimos
llegado a su despacho—, y no temas en manera alguna que vaya a angustiarte
describiéndote el dolor que me aflige, y que durará tanto como mi vida... ¿Para qué? ¡Tú te
lo figurarás fácilmente a poco que entiendas de cuitas humanas, y yo no quiero ser
consolado ni ahora, ni después, ni nunca! De lo que te voy a hablar con la detención que
requiere el caso, o sea tomando el asunto desde su origen, es de una circunstancia
horrenda y misteriosa que ha servido como de agüero infernal a esta desventura, y que
tiene conturbado mi espíritu hasta un extremo que te dará espanto
—¡Habla! —respondí yo, comenzando a sentir, en efecto, no sé qué arrepentimiento
de haber entrado en aquella casa, al ver la expresión de cobardía que se pintó en el rostro
de mi amigo.
—Oye... —repuso él, enjugándose la sudorosa frente.
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III
No sé si por fatalidad innata de mi imaginación, o por vicio adquirido al oír alguno
de aquellos cuentos de vieja con que tan imprudentemente se asusta a los niños en la cuna,
el caso es que desde mis tiernos años no hubo cosa que me causase tanto horror y susto, ya
me la figurara mentalmente, ya me la encontrase en realidad, como una mujer sola, en la
calle, a las altas horas de la noche.
Te consta que nunca he sido cobarde. Me batí en duelo, como cualquier hombre
decente, cierta vez que fue necesario, y recién salido de la Escuela de Ingenieros, cerré a
palos y a tiros en Despeñaperros con mis sublevados peones, hasta que los reduje a la
obediencia. Toda mi vida, en Jaén en Madrid y en otros varios puntos, he andado a
deshora por la calle, solo, sin armas, atento únicamente al cuidado amoroso que me hacía
velar, y si por acaso he topado con bultos de mala catadura, fueran ladrones o simples
perdonavidas, a ellos les ha tocado huir o echarse a un lado, dejándome libre el mejor
camino... Pero si el bulto era una mujer sola, parada o andando, y yo iba también solo, y
no se veía mas alma viviente por ningún lado... entonces (ríete si se te antoja, pero créeme)
poníaseme carne de gallina; vagos temores asaltaban mi espíritu; pensaba en almas del
otro mundo, en seres fantásticos, en todas las invenciones supersticiosas que me hacían
reír en cualquier otra circunstancia, y apretaba el paso, o me volvía atrás, sin que ya se me
quitara el susto ni pudiera distraerme ni un momento hasta que me veía dentro de mi
casa.
Una vez en ella, echábame también a reír y avergonzábame de mi locura,
sirviéndome de alivio el pensar que no la conocía nadie. Allí me daba cuenta fríamente de
que, pues yo no creía en duendes, ni en brujas, ni en aparecidos, nada había debido temer
de aquella flaca hembra, a quien la miseria, el vicio o algún accidente desgraciado tendrían
a tal hora fuera de su hogar, y a quien mejor me hubiera estado ofrecer auxilio por si lo
necesitaba, o dar limosna si me la pedía... Repetíase, con todo, la deplorable escena
cuantas veces se me presentaba otro caso igual, y cuenta que ya tenía yo veinticinco años,
muchos de ellos de aventurero nocturno, sin que jamás me hubiese ocurrido lance alguno
penoso con las tales mujeres solitarias y trasnochadoras...! Pero, en fin, nada de lo dicho
llegó nunca a adquirir verdadera importancia, pues aquel pavor irracional se me disipaba
siempre tan luego como llegaba a mi casa o veía otras personas en la calle, y ni tan siquiera
lo recordaba a los pocos minutos, como no se recuerdan las equivocaciones o necedades
sin fundamento ni consecuencia.
Así las cosas, hace muy cerca de tres años... (desgraciadamente, tengo varios motivos
para poder fijar la fecha: ¡la noche del 15 al 16 de noviembre de 1857!) volvía yo, a las tres
de la madrugada, a aquella casita de la calle de Jardines, cerca de la calle de la Montera, en
que recordarás viví por entonces. Acababa de salir, a hora tan avanzada, y con un tiempo
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feroz de viento y frío, no de ningún nido amoroso, sino de... (te lo diré, aunque te
sorprenda), de una especie de casa de juego, no conocida bajo este nombre por la Policía,
pero donde ya se habían arruinado muchas gentes, y a la cual me habían llevado a mí
aquella noche por primera... y última vez. Sabes que nunca he sido jugador, entré allí
engañado por un mal amigo, en la creencia de que todo iba a reducirse a trabar
conocimiento con ciertas damas elegantes, de virtud equívoca (demi—monde puro), so
pretexto de jugar algunos maravedíes al Enano, en mesa redonda, con faldas de bayeta; y
el caso fue que a eso de las doce comenzaron a llegar nuevos tertulios, que iban del teatro
Real o de salones verdaderamente aristocráticos, y mudóse de juego, y salieron a relucir
monedas de oro, después billetes y luego bonos escritos con lápiz, y yo me enfrasqué poco
a poco en la selva oscura del vicio, llena de fiebres y tentaciones, y perdí todo lo que
llevaba, y todo lo que poseía, y aun quedé debiendo un dineral... con el pagaré
correspondiente. Es decir, que me arruiné por completo, y que, sin la herencia y los
grandes negocios que tuve en seguida, mi situación hubiera sido muy angustiosa y
apurada.
Volvía yo, digo, a mi casa aquella noche, tan a deshora, yerto de frío, hambriento, con
la vergüenza y el disgusto que puedes suponer, pensando, más que en mi mismo, en mi
anciano y enfermo padre, a quien tendría que escribir pidiéndole dinero, lo cual no podría
menos de causarle tanto dolor como asombro, pues me consideraba en muy buena y
desahogada posición... cuando, a poco de penetrar en mi calle por el extremo que da a la
de Peligros, y al pasar por delante de una casa recién construida de la acera que yo
llevaba, advertí que en el hueco de su cerrada puerta estaba de pie, inmóvil y rígida, como
si fuese de palo, una mujer muy alta y fuerte, como de sesenta años de edad, cuyos
malignos y audaces ojos sin pestañas se clavaron en los míos como dos puñales, mientras
que su desdentada boca me hizo una mueca horrible por vía de sonrisa...
El propio terror o delirante miedo que se apoderó de mí instantáneamente diome no
sé qué percepción maravillosa para distinguir de golpe, o sea en dos segundos que
tardaría en pasar rozando con aquella repugnante visión, los pormenores más ligeros de
su figura y de su traje... Voy a ver si coordino mis impresiones del modo y forma que las
recibí, y tal y como se grabaron para siempre en mi cerebro a la mortecina luz del farol que
alumbró con infernal relámpago tan fatídica escena...
Pero me excito demasiado, ¡aunque no sin motivo, como verás más adelante!
Descuida, sin embargo, por el estado de mi razón... ¡Todavía no estoy loco!
Lo primero que me chocó en aquella que denominaré mujer fue su elevadísima talla
y la anchura de sus descarnados hombros; luego, la redondez y fijeza de sus marchitos
ojos de búho, la enormidad de su saliente nariz y la gran mella central de su dentadura,
que convertía su boca en una especie de oscuro agujero, y, por último, su traje de mozuela
del Avapiés, el pañolito nuevo de algodón que llevaba a la cabeza, atado debajo de la
barba, y un diminuto abanico abierto que tenía en la mano, y con el cual se cubría,
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
afectando pudor, el centro del talle.
¡Nada más ridículo y tremendo, nada más irrisorio y sarcástico que aquel abaniquillo
en unas manos tan enormes, sirviendo como de cetro de debilidad a giganta tan fea, vieja
y huesuda! Igual efecto producía el pañolejo de vistoso percal que adornaba su cara,
comparado con aquella nariz de tajamar, aguileña, masculina, que me hizo creer un
momento (no sin regocijo) si se trataría de un hombre disfrazado... Pero su cínica mirada y
asquerosa sonrisa eran de vieja, de bruja, de hechicera, de Parca..., ¡no sé de qué! ¡De algo
que justificaba plenamente la aversión y el susto que me habían causado toda mi vida las
mujeres que andaban solas, de noche, por la calle...! ¡Dijérase que, desde la cuna, había
presentido yo aquel encuentro! ¡Dijérase que lo temía por instinto, como cada ser animado
teme y adivina, y ventea, y reconoce a su antagonista natural antes de haber recibido de él
ninguna ofensa, antes de haberlo visto, sólo con sentir sus pisadas!
No eché a correr en cuanto vi a la esfinge de mi vida, menos por vergüenza o por
varonil decoro, que por temor a que mi propio miedo le revelase quién era yo, o le diese
alas para seguirme, para acometerme, para... ¡no sé! ¡Los peligros que sueña el pánico no
tienen forma ni nombre traducibles!
Mi casa estaba al extremo opuesto de la prolongada y angosta calle en que me
hallaba yo solo, enteramente solo, con aquella misteriosa estantigua, a quien creía capaz de
aniquilarme con una palabra... ¿Qué hacer para llegar hasta allí? ¡Ah! ¡Con qué ansia veía a
lo lejos la anchurosa y muy alumbrada calle de la Montera, donde a todas horas hay
agentes de la autoridad!
Decidí, pues, sacar fuerzas de flaqueza; disimular y ocultar aquel pavor miserable; no
acelerar el paso, pero ganar siempre terreno, aun a costa de años de vida y de salud, y de
esta manera, poco a poco, irme acercando a mi casa, procurando muy especialmente no
caerme antes redondo al suelo.
Así caminaba...; así habría andado ya lo menos veinte pasos desde que dejé atrás la
puerta en que estaba escondida la mujer del abanico, cuando de pronto me ocurrió un idea
horrible, espantosa, y, sin embargo, muy racional: ¡la idea de volver la cabeza a ver si me
seguía mi enemiga!
«Una de dos... —pensé con la rapidez del rayo—: o mi terror tiene fundamento o es
una locura; si tiene fundamento, esa mujer habrá echado detrás de mí, estará
alcanzándome y no hay salvación para mí en el mundo... Y si es una locura, una
aprensión, un pánico como cualquier otro, me convenceré de ello en el presente caso y
para todos los que me ocurran, al ver que esa pobre anciana se ha quedado en el hueco de
aquella puerta preservándose del frío o esperando a que le abran; con lo cual yo podré
seguir marchando hacia mi casa muy tranquilamente y me habré curado de una manía
que tanto me abochorna.»
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Formulado este razonamiento, hice un esfuerzo extraordinario y volví la cabeza.
¡Ah! ¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Qué desventura! ¡La mujer alta me había seguido con sordos
pasos, estaba encima de mí, casi me tocaba con el abanico, casi asomaba su cabeza sobre
mi hombro!
¿Por qué? ¿Para qué, Gabriel mío? ¿Era una ladrona? ¿Era efectivamente un hombre
disfrazado? ¿Era una vieja irónica, que había comprendido que le tenía miedo? ¿Era el
espectro de mi propia cobardía? ¿Era el fantasma burlón de las decepciones y deficiencias
humanas?
¡Interminable sería decirte todas las cosas que pensé en un momento! El caso fue que
di un grito y salí corriendo como un niño de cuatro años que juzga ver al coco, y que no
dejé de correr hasta que desemboqué en la calle de la Montera...
Una vez allí, se me quitó el miedo como por ensalmo. ¡Y eso que la calle de la
Montera estaba también sola! Volví, pues, la cabeza hacia la de Jardines, que enfilaba en
toda su longitud, y que estaba suficientemente alumbrada por sus tres faroles y por un
reverbero de la calle de Peligros, para que no se me pudiese oscurecer la mujer alta si por
acaso había retrocedido en aquella dirección, y ¡vive el cielo que no la vi parada, ni
andando, ni en manera alguna! Con todo, guardéme muy bien de penetrar de nuevo en mi
calle.
«¡Esa bribona —me dije— se habrá metido en el hueco de otra puerta...! Pero
mientras sigan alumbrando los faroles no se moverá sin que yo no lo note desde aquí...»
En eso vi aparecer a un sereno por la calle del Caballero de Gracia, y lo llamé sin
desviarme de mi sitio: díjele, para justificar la llamada y excitar su celo, que en la calle de
Jardines había un hombre vestido de mujer; que entrase en dicha calle por la de Peligros, a
la cual debía dirigirse por la de la Aduana; que yo permanecería quieto en aquella otra
salida y que con tal medio no podría escapársenos el que a todas luces era un ladrón o un
asesino.
Obedeció el sereno, tomó por la calle de la Aduana, y cuando yo vi avanzar su farol
por el otro lado de la de Jardines, penetré también en ella resueltamente.
Pronto nos reunimos en su promedio, sin que ni el uno ni el otro hubiésemos
encontrado a nadie, a pesar de haber registrado puerta por puerta.
—Se habrá metido en alguna casa —dijo el sereno.
—¡Eso será! —respondí yo abriendo la puerta de la mía, con firme resolución de
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mudarme a otra calle al día siguiente.
Pocos momentos después hallábame dentro de mi cuarto tercero, cuyo picaporte
llevaba también siempre conmigo, a fin de no molestar a mi buen criado José.
¡Sin embargo, éste me aguardaba aquella noche! ¡Mis desgracias del 15 al 16 de
noviembre no habían concluido!
—¿Qué ocurre? —le pregunté con extrañeza.
—Aquí ha estado —me respondió visiblemente conmovido—, esperando a usted
desde las once hasta las dos y media, el señor comandante Falcón, y me ha dicho que, si
venía usted a dormir a casa, no se desnudase, pues él volvería al amanecer...
Semejantes palabras me dejaron frío de dolor y espanto, cual si me hubieran
notificado mi propia muerte... Sabedor yo de que mi amadísimo padre, residente en Jaén,
padecía aquel invierno frecuentes y peligrosísimos ataques de su crónica enfermedad,
había escrito a mis hermanos que en el caso de un repentino desenlace funesto
telegrafiasen al comandante Falcón, el cual me daría la noticia de la manera más
conveniente... ¡No me cabía, pues, duda de que mi padre había fallecido!
Sentéme en una butaca a esperar el día y a mi amigo, y con ellos la noticia oficial de
tan grande infortunio, ¡y Dios sólo sabe cuánto padecí en aquellas dos horas de cruel
expectativa, durante las cuales (y es lo que tiene relación con la presente historia) no podía
separar en mi mente tres ideas distintas, y al parecer heterogéneas, que se empeñaban en
formar monstruoso y tremendo grupo: mi pérdida al juego, el encuentro con la mujer y la
muerte de mi honrado padre!
A las seis en punto penetró en mi despacho el comandante Falcón, y me miró en
silencio...
Arrojéme en sus brazos llorando desconsoladamente, y él exclamó acariciándome:
—¡Llora, sí, hombre, llora! ¡Y ojalá ese dolor pudiera sentirse muchas veces!
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IV
¡Mi amigo Telesforo —continuó Gabriel después que hubo apurado otro vaso de
vino— descansó también un momento al llegar a este punto, y luego prosiguió en los
términos siguientes:
—Si mi historia terminara aquí, acaso no encontrarías nada de extraordinario ni
sobrenatural en ella, y podrías decirme lo mismo que por entonces me dijeron dos
hombres de mucho juicio a quienes se la conté: que cada persona de viva y ardiente
imaginación tiene su terror pánico: que el mío eran las trasnochadoras solitarias, y que la
vieja de la calle de Jardines no pasaría de ser una pobre sin casa ni hogar, que iba a
pedirme limosna cuando yo lancé el grito y salí corriendo, o bien una repugnante
Celestina de aquel barrio, no muy católico en materia de amores...
También quise creerlo yo así; también lo llegué a creer al cabo de algunos meses; no
obstante lo cual hubiera dado entonces años de vida por la seguridad de no volver a
encontrarme a la mujer . ¡En cambio, hoy daría toda mi sangre por encontrármela de
nuevo!
—¿Para qué?
—¡Para matarla en el acto!
—No te comprendo...
—Me comprenderás si te digo que volví a tropezar con ella hace tres semanas, pocas
horas antes de recibir la nueva fatal de la muerte de mi pobre Joaquina...
—Cuéntame... cuéntame...
—Poco más tengo que decirte. Eran las cinco de la madrugada; volvía yo de pasar la
última noche, no diré de amor, sino de amarguísimos lloros y desgarradora contienda, con
mi antigua querida la viuda de T.... ¡de quien érame ya preciso separarme por haberse
publicado mi casamiento con la otra infeliz a quien estaban enterrando en Santa Águeda a
aquella misma hora!
Todavía no era día completo; pero ya clareaba el alba en las calles enfiladas hacia el
este. Acababan de apagar los faroles, y habíanse retirado los serenos, cuando, al ir a cortar
la calle del Prado, o sea a pasar de una a otra sección de la calle del Lobo, cruzó por
delante de mí, como viniendo de la plaza de las Cortes y dirigiéndose a la de Santa Ana, la
espantosa mujer de la calle de Jardines.
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No me miró, y creí que no me había visto... Llevaba la misma vestimenta y el mismo
abanico que hace tres años... ¡Mi azoramiento y cobardía fueron mayores que nunca! Corté
rapidísimamente la calle del Prado, luego que ella pasó, bien que sin quitarle ojo, para
asegurarme que no volvía la cabeza, y cuando hube penetrado en la otra sección de la calle
del Lobo, respiré como si acabara de pasar a nado una impetuosa corriente, y apresuré de
nuevo mi marcha hacia acá con más regocijo que miedo, pues consideraba vencida y
anulada a la odiosa bruja, en el mero hecho de haber estado tan próximo de ella sin que
me viese...
De pronto, y cerca ya de esta mi casa, acometióme como un vértigo de terror
pensando en si la muy taimada vieja me habría visto y conocido; en si se habría hecho la
desentendida para dejarme penetrar en la todavía oscura calle del Lobo y asaltarme allí
impunemente; en si vendría tras de mí; en si ya la tendría encima...
Vuélvome en esto.... y ¡allí estaba?. ¡Allí, a mi espalda, casi tocándome con sus ropas,
mirándome con sus viles ojuelos, mostrándome la asquerosa mella de su dentadura,
abanicándose irrisoriamente, como si se burlara de mi pueril espanto...
Pasé del terror a la más insensata ira, a la furia salvaje de la desesperación, y
arrojéme sobre el corpulento vejestorio; tirélo contra la pared, echándole una mano a la
garganta, y con la otra, ¡qué asco!, púseme a palpar su cara, su seno, el lío ruin de sus
cabellos sucios, hasta que me convencí juntamente de que era criatura humana y mujer.
Ella había lanzado entre tanto un aullido ronco y agudo al propio tiempo que me
pareció falso, o fingido, como expresión hipócrita de un dolor y de un miedo que no
sentía, y luego exclamó, haciendo como que lloraba, pero sin llorar, antes bien mirándome
con ojos de hiena:
—¿Por qué la ha tomado usted conmigo?
Esta frase aumentó mi pavor y debilitó mi cólera.
—¡Luego usted recuerda —grité— haberme visto en otra parte!
—¡Ya lo creo, alma mía! —respondió sardónicamente—. ¡La noche de San Eugenio,
en la calle de Jardines, hace tres años...
Sentí frío dentro de los tuétanos.
—Pero ¿quién es usted? —le dije sin soltarla—. ¿Por qué corre detrás de mí? ¿Qué
tiene usted que ver conmigo?
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
—Yo soy una débil mujer... —contestó diabólicamente—. ¡Usted me odia y me teme
sin motivo...! Y si no, dígame usted, señor caballero: ¿por qué se asustó de aquel modo la
primera vez que me vio?
—¡Porque la aborrezco a usted desde que nací! ¡Porque es usted el demonio de mi
vida!
—¿De modo que usted me conocía hace mucho tiempo? ¡Pues mira, hijo, yo también
a ti!
—¡Usted me conocía! ¿Desde cuándo?
—¡Desde antes que nacieras! Y cuando te vi pasar junto a mí hace tres años, me dije a
mí misma: «¡Éste es!»
—Pero ¿quién soy yo para usted? ¿Quién es usted para mí?
—¡El demonio! —respondió la vieja escupiéndome en mitad de la cara, librándose de
mis manos y echando a correr velocísimamente con las faldas levantadas hasta más arriba
de las rodillas y sin que sus pies moviesen ruido alguno al tocar la tierra...
¡Locura intentar alcanzarla...! Además, por la Carrera de San Jerónimo pasaba ya
alguna gente, y por la calle del Prado también. Era completamente de día. La mujer siguió
corriendo, o volando, hasta la calle de las Huertas, alumbrada ya por el sol; paróse allí a
mirarme; amenazóme una y otra vez esgrimiendo el abaniquillo cerrado, y desapareció
detrás de una esquina...
¡Espera otro poco, Gabriel! ¡No falles todavía este pleito, en que se juegan mi alma y
mi vida! ¡óyeme dos minutos más!
Cuando entré en mi casa me encontré con el coronel Falcón, que acababa de llegar
para decirme que mi Joaquina, mi novia, toda mi esperanza de dicha y ventura sobre la
tierra, ¡había muerto el día anterior en Santa Águeda! El desgraciado padre se lo había
telegrafiado a Falcón para que me lo dijese... ¡a mí, que debí haberlo adivinado una hora
antes, al encontrarme al demonio de mi vida! ¿Comprendes ahora que necesito matar a la
enemiga innata de mi felicidad, a esa inmunda vieja, que es como el sarcasmo viviente de
mi destino?
Pero ¿qué digo matar? ¿Es mujer? ¿Es criatura humana? ¿Por qué la he presentido
desde que nací? ¿Por qué me reconoció al verme? ¿Por qué no se me presenta sino cuando
me ha sucedido alguna gran desdicha? ¿Es Satanás? ¿Es la Muerte? ¿Es la Vida? ¿Es el
Anticristo? ¿Quién es? ¿Qué es...?
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
V
—Os hago gracia, mis queridos amigos —continuó Gabriel—, de las reflexiones y
argumentos que emplearía yo para ver de tranquilizar a Telesforo; pues son los mismos,
mismísimos, que estáis vosotros preparando ahora para demostrarme que en mi historia
no pasa nada sobrenatural o sobrehumano... vosotros diréis más: vosotros diréis que mi
amigo estaba medio loco; que lo estuvo siempre; que, cuando menos, padecía la
enfermedad moral llamada por unos terror pánico y por otros delirio emotivo; que, aun
siendo verdad todo lo que refería acerca de la mujer alta, habría que atribuirlo a
coincidencias casuales de fechas y accidentes; y, en fin, que aquella pobre vieja podía
también estar loca, o ser una ratera o una mendiga, o una zurcidora de voluntades, como
se dijo a sí propio el héroe de mi cuento en un intervalo de lucidez y buen sentido...
—¡Admirable suposición! —exclamaron los camaradas de Gabriel en variedad de
formas—. ¡Eso mismo íbamos a contestarte nosotros!
—Pues escuchad todavía unos momentos y veréis que yo me equivoqué entonces,
como vosotros os equivocáis ahora. ¡El que desgraciadamente no se equivocó nunca fue
Telesforo! ¡Ah! ¡Es mucho más fácil pronunciar la palabra locura que hallar explicación a
ciertas cosas que pasan en la Tierra!
—¡Habla! ¡Habla!
—Voy allá; y esta vez, por ser ya la última, reanudaré el hilo de mi historia sin
beberme antes un vaso de vino.
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
VI
A los pocos días de aquella conversación con Telesforo, fui destinado a la provincia
de Albacete en mi calidad de ingeniero de Montes; y no habían transcurrido muchas
semanas cuando supe, por un contratista de obras públicas, que mi infeliz amigo había
sido atacado de una horrorosa ictericia; que estaba enteramente verde, postrado en un
sillón, sin trabajar ni querer ver a nadie, llorando de día y de noche con inconsolable
amargura, y que los médicos no tenían ya esperanza alguna de salvarlo. Comprendí
entonces por qué no contestaba a mis cartas, y hube de reducirme a pedir noticias suyas al
coronel Falcón, que cada vez me las daba más desfavorables y tristes...
Después de cinco meses de ausencia, regresé a Madrid el mismo día que llegó el
parte telegráfico de la batalla de Tetuán... Me acuerdo como de lo que hice ayer. Aquella
noche compré la indispensable Correspondencia de España, y lo primero que leí en ella
fue la noticia de que Telesforo había fallecido y la invitación a su entierro para la mañana
siguiente.
Comprenderéis que no falté a la triste ceremonia. Al llegar al cementerio de San Luis,
adonde fui en uno de los coches más próximos al carro fúnebre, llamó mi atención una
mujer del pueblo, vieja, y muy alta, que se reía impíamente al ver bajar el féretro, y que
luego se colocó en ademán de triunfo delante de los enterradores, señalándoles con un
abanico muy pequeño la galería que debían seguir para llegar a la abierta y ansiosa tumba.
A la Primera ojeada reconocí, con asombro y pavura, que era la implacable enemiga
de Telesforo, tal y como él me la había retratado, con su enorme nariz, con sus infernales
ojos, con su asquerosa mella con su pañolejo de percal y con aquel diminuto abanico, que
parecía en sus manos el cetro del impudor y de la mofa…
Instantáneamente reparó en que yo la miraba, y fijó en mí la vista de un modo
particular como reconociéndome, como dándose cuenta de que yo la reconocía, como
enterada de que el difunto me había contado las escenas de la calle de Jardines y de la del
Lobo, como desafiándome, como declarándome heredero del odio que había profesado a
mi infortunado amigo…
Confieso que entonces mi miedo fue superior a la maravilla que me causaban
aquellas nuevas coincidencias o casualidades. Veía patente que alguna relación
sobrenatural anterior a la vida terrena había existido entre la misteriosa vieja y Telesforo;
pero en tal momento sólo me preocupaba mi propia vida, mi propia alma, mi propia
ventura, que correrían peligro si llegaba a heredar semejante infortunio…
La mujer se echó a reír, y me señaló ignominiosamente con el abanico, cual si hubiese
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
leído en mi pensamiento y denunciase al público mi cobardía… Yo tuve que apoyarme en
el brazo de un amigo para no caer al suelo, y entonces ella hizo un ademán compasivo o
desdeñoso, giró sobre los talones y penetró en el campo santo con la cabeza vuelta hacia
mí, abanicándose y saludándome a un propio tiempo, y contoneándose entre los muertos
con no sé qué infernal coquetería, hasta que, por último, desapareció para siempre en
aquel laberinto de patios y columnatas llenos de tumbas…
Y digo para siempre, porque han pasado quince años y no he vuelto a verla…Si era
criatura humana, ya debe de haber muerto, y si no lo era, tengo la seguridad de que me ha
desdeñado…
¡Conque vamos a cuentas! ¡Decidme vuestra opinión acerca de tan curiosos hechos!
¿Los consideráis todavía naturales?
***
Ocioso fuera que yo, el autor del cuento o historia que acabáis de leer, estampase
aquí las contestaciones que dieron a Gabriel sus compañeros y amigos, puesto que, al fin y
a la postre, cada lector habrá de juzgar el caso según sus propias sensaciones y creencias…
Prefiero, por consiguiente, hacer punto final en este párrafo, no sin dirigir el más
cariñoso y expresivo saludo a cinco de los seis expedicionarios que pasaron juntos aquel
inolvidable día en las frondosas cumbres del Guadarrama.

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"GOTICO"

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