Cuentos de Julio
Cortázar
COMERCIO
Los famas habían puesto una fábrica de
mangueras, y emplearon a numerosos cronopios para el enrollado y depósito.
Apenas los cronopios estuvieron en el lugar del hecho, una grandísima alegría.
Había mangueras verdes, rojas, azules, amarillas y violetas. Eran transparentes
y al ensayarlas se veía correr el agua con todas sus burbujas y a veces un
sorprendido insecto. Los cronopios empezaron a lanzar grandes gritos, y querían
bailar tregua y bailar catala en vez de trabajar. Los famas se enfurecieron y
aplicaron en seguida los artículos 21, 22 y 23 del reglamento interno. A fin de
evitar la repetición de tales hechos.
Como los famas son muy descuidados, los
cronopios esperaron circunstancias favorables y cargaron muchísimas mangueras
en un camión. Cuando encontraban una niña, cortaban un pedazo de manguera azul
y se la obsequiaban para que pudiese saltar a la manguera. Así en todas las
esquinas se vieron nacer bellísimas burbujas azules transparentes, con una niña
adentro que parecía una ardilla en su jaula. Los padres de la niña aspiraban a
quitarle la manguera para regar el jardín, pero se supo que los astutos
cronopios las habían pinchado de modo que el agua se hacía pedazos en ellas y
no servía para nada. Al final los padres se cansaban y la niña iba a la esquina
y saltaba y saltaba.
Con las mangueras amarillas los
cronopios adornaron diversos monumentos, y con las mangueras verdes tendieron
trampas al modo africano en pleno rodela, para ver cómo las esperanzas caían
una a una. Alrededor de las esperanzas caídas los cronopios bailaban tregua y
bailaban catala, y las esperanzas les reprochaban su acción diciendo así:
- Crueles cronopios cruentos. ¡Crueles!
Los cronopios, que no deseaban ningún
mal a las esperanzas, las ayudaban a levantarse y les regalaban pedazos de
manguera roja. Así las esperanzas pudieron ir a sus casas y cumplir el m s
intenso de sus anhelos: regar los jardines verdes con mangueras rojas.
Los famas cerraron la fábrica y dieron
un banquete lleno de discursos fúnebres y camareros que servían el pescado en
medio de grandes suspiros. Y no invitaron a ningún cronopio, y solamente a las
esperanzas que no habían caído en las trampas del rosedal, porque las otras se
habían quedado con pedazos de manguera y los famas estaban enojados con esas
esperanzas.
LA CONSERVACION DE LOS RECUERDOS
Los famas para conservar sus recuerdos
proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con
pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan
parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: "Excursión a
Quilmes", o: "Frank Sinatra".
Los cronopios, en cambio, esos seres
desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres
gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician
con suavidad y le dicen: "No vayas a lastimarte", y también:
"Cuidado con los escalones." Es por eso que las casas de los famas
son ordenadas y silenciosas, mientras en las de los cronopios hay una gran
bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y
los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están
todas en su sitio.
Había empezado a leer la novela unos días
antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en
tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de
los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y
discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la
tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado
en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una
irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una
y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su
memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas;
la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso
de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su
cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales
danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por
la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se
concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en
la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el
amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente
restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no
había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por
un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su
pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por
las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido
desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como
queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro
cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares,
posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo
minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para
que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la
tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía
seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un
instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose
en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo
la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron.
El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del
porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras
de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera
alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en
la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los
ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del
hombre en el sillón leyendo una novela.
A un señor se le caen al suelo los
anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se
agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caro, pero
descubre con asombro que por milagro no se le han roto.
Ahora este señor se siente
profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia
amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un
estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una
hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud
descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato
comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en
realidad el milagro ha ocurrido ahora.
Piensa en esto: cuando te regalan un
reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo
de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos
que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan
solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo.
Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo
pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo,
que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado
colgándose de tu muñeca.
Te regalan la necesidad de darle cuerda
todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te
regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las
joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el
miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa.
Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te
regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan
un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
This is very disgusting. Donald
Duck
Apenas desembarcado en el planeta
Faros, me llevaron los farenses a conocer el ambiente físico, fitogeográfico,
zoogeográfico, político-económico y nocturno de su ciudad capital que ellos
llaman 956.
Los farenses son lo que aquí
denominaríamos insectos; tienen altísimas patas de araña (suponiendo una araba
verde, con pelos rígidos y excrecencias brillantes de donde nace un sonido
continuado, semejante al de una flauta y que, musicalmente conducido,
constituye su lenguaje); de sus ojos, manera de vestirse, sistemas políticos y
procederes eróticos hablaré alguna otra vez. Creo que me querían mucho; les expliqué,
mediante gestos universales, mi deseo de aprender su historia y costumbres; fui
acogido con innegable simpatía.
Estuve tres semanas en 956; me bastó
para descubrir que los farenses eran cultos, amaban las puestas de sol y los
problemas de ingenio. Me faltaba conocer su religión, para lo cual solicité
datos con los pocos vocablos que poseía -pronunciándolos a través de un silbato
de hueso que fabriqué diestramente-. Me explicaron que profesaban el
monoteísmo, que el sacerdocio no estaba aún del todo desprestigiado y que la
ley moral les mandaba ser pasablemente buenos. El problema actual parecía
consistir en Illi. Descubrí que Illi era un farense con pretensiones de
acendrar la fe en los sistemas vasculares ("corazones" no sería
morfológicamente exacto) y que estaba en camino de conseguirlo.
Me llevaron a un banquete que los
distinguidos de 956 le ofrecieron a Illi. Encontré al heresiarca en lo alto de
la pirámide (mesa, en Faros) comiendo y predicando. Lo escuchaban con atención,
parecían adorarlo, mientras Illi hablaba y hablaba.
Yo no conseguía entender sino pocas
palabras. A través de ellas me formé una alta idea de Illi. Repentinamente creí
estar viviendo un anacronismo, haber retrocedido a las épocas terrestres en que
se gestaban las religiones definitivas. Me acordé del Rabbi Jesús. También el
Rabbi Jesús hablaba, comía y hablaba, mientras los demás lo escuchaban con
atención y parecían adorarlo.
Pensé: Y si éste fuera también Jesús?
No es novedad la hipótesis de que bien podría el Hijo de Dios pasearse por los
planetas convirtiendo a los universales. Por qué iba a dedicarse con
exclusividad a la tierra? Ya no estamos en la era geocéntrica; concedámosle el
derecho a cumplir su dura misión en todas partes.
Illi seguía adoctrinando a los
comensales. Más y más me pareció que aquel farense podía ser Jesús. "Qué
tremenda tarea", pensé. "Y monótona, además. Lo que falta saber es si
los seres reaccionan igualmente en todos lados. Lo crucificarían en Marte, en
Júpiter, en Plutón..?"
Hombre de la Tierra, sentí nacerme una
vergüenza retrospectiva. El Calvario era un estigma coterráneo, pero también
una definición. Probablemente habíamos sido los únicos capaces de una villanía
semejante ¡Clavar en un madero al hijo de Dios..!
Los farenses, para mi completa confusión,
aumentaban las muestras de su cariño; prosternados (no intentaré describir el
aspecto que tenían) adoraban al maestro. De pronto, me pareció que Illi
levantaba todas las patas a la vez (y las patas de un farense son diecisiete).
Se crispó en el aire y cayó de golpe sobre la punta de la pirámide (la mesa).
Instantáneamente quedó negro y callado; pregunté, y me dijeron que estaba
muerto.
Parece que le habían puesto veneno en
la comida.
No sin trabajo un cronopio llegó a
establecer un termómetro de vidas. Algo entre termómetro y topómetro, entre
fichero y curriculum vitae.
Por ejemplo, el cronopio en su casa
recibía a un fama, una esperanza y un profesor de lenguas. Aplicando sus
descubrimientos estableció que el fama era infra-vida, la esperanza para-vida,
y el profesor de lenguas inter-vida. En cuanto al cronopio mismo, se
consideraba ligeramente super-vida, pero m s por poesía que por verdad.
A la hora del almuerzo este cronopio
gozaba en oír hablar a sus contertulios, porque todos creían estar refiriéndose
a las mismas cosas y no era así. La inter-vida manejaba abstracciones tales
como espíritu y conciencia que la para-vida escuchaba como quien oye llover,
tarea delicada. Por supuesto la infra-vida pedía a cada instante el queso
rallado, y la super-vida trinchaba el pollo en cuarenta y dos movimientos,
método Stanley-Fitzsmmons. A los postres las vidas se saludaban y se iban a sus
ocupaciones, y en la mesa quedaban solamente pedacitos sueltos de la muerte.
Cuando los cronopios cantan sus
canciones preferidas, se entusiasman de tal manera que con frecuencia se dejan
atropellar por camiones y ciclistas, se caen por la ventana, y pierden lo que
llevaban en los bolsillos y hasta la cuenta de los días.
Cuando un cronopio canta, las
esperanzas y los famas acuden a escucharlo aunque no comprenden mucho su
arrebato y en general se muestran algo escandalizados. En medio del coro el
cronopio levanta sus bracitos como si sostuviera el sol, como si el cielo fuera
una bandeja y el sol la cabeza del Bautista, de modo que la canción del
cronopio es Salomé desnuda danzando para los famas y las esperanzas que
est n ahí boquiabiertos y preguntándose si el señor cura, si las conveniencias.
Pero como en el fondo son buenos (los famas son buenos y las esperanzas bobas),
acaban aplaudiendo al cronopio, que se recobra sobresaltado, mira en torno y se
pone también a aplaudir, pobrecito.
Un cronopio pequeñito buscaba la llave
de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el
dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues
para salir a la calle precisaba la llave de la puerta.
Un cronopio va a abrir la puerta de
calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una
caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que
si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se
hubiera desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos están donde la llave,
puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera
llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de
música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los
floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos
de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse
al espejo, pero como el espejo esta algo ladeado lo que ve es el paragüero del
zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas
y junta sus manecitas no sabe para que. Los famas vecinos acuden a consolarlo,
y también las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su
desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de beber,
no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro de
Samuel Smiles.
En los departamentos de ahora ya se
sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel
Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de
que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado
que naturalmente en nuestra sociedad encogida est apenas a tres metro del lugar
donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a
pesar de los esfuerzos que ha el invitado ausente para no manifestar sus
actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en
algún momento reverberar uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las
circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético
de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo
rosa o verde.
Si el invitado que va al baño es Lucas,
su horror sólo puede compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a
encerrarse en el ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos,
sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que
todo empezar lo mas bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la
misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una
detonación más bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus
soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha.
Nada puede hacer Lucas para evitarlo;
ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la
cabeza, echarse hacia atrás al punto de que los pies rozan la pared de
enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y
separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso.
Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos
todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa;
prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable
transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.
Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas
sufre por él pues está seguro que de un segundo a otro resonar el primer halalí
de la ignominia; lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse
demasiado por cosas así, aunque es evidente que no están desatentas de lo que
ocurre e incluso lo cubren con choques de cucharitas en las tazas y
corrimientos de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas
se siente feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por
traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y
angustiado mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias. Cuán
distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la
mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a
continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se
proclama que No hay placer más exquisito que cagar bien despacito ni placer más
delicado que después de haber cagado.
Para remontarse a tales alturas ese
señor debía estar exento de todo peligro de ventosidad intempestiva o
tempestuosa, a menos que el baño de su casa estuviera en el piso de arriba o
fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una buena
distancia.
Ya instalado en el terreno poético,
Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul
fatto trombetta, y con esta remisión mental a la más alta cultura se considera
un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está
diciendo el doctor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.
El frío complica siempre las cosas, en
verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis
y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento,
ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul,
cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y
sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras
se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a
ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa
que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco
a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de
lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y
metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se
arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero
ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja
caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro
brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo
es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la
camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía
más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse
siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no
conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo,
agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que
mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente
con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve
parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara
aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la
cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por
más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha
equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha
hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el
cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero
aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos
manos, aunque en cambio, parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso
porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y
la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a
respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca,
probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo
momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay
una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su
mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el
cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en
cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro
lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando
escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar
perfectamente, salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana
del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese
gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad
del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque
si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro
de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le
gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de
ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará
impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es
concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del
pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio
de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta
aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a
ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que
aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el
pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que
encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte
del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del
pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe
haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él
tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva
prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la
otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las
mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica
que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano
sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha
que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga
hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo.
Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y
respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la
orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia
eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene
algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a
una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo
la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido
ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la
cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y
viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en
algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba
sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa
gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano
tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran
arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la
mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso
con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la
manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los
movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida
en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos
que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano
prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que
debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse
el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del
cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el
cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la
habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la
ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere
detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del
pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los
dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco
a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del
pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele
demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar
inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está
haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda
impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído
de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más
del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos,
absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa
materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera
un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el
tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que
poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la
lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas
apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y
tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano
izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda
desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la
baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra
parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente
haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie doce pisos.
Vea lo que pasa cuando se confía en los
cronopios. Apenas lo habían nombrado Director General de Radiodifusión, este
cronopio llamó a unos traductores de la calle San Martín y les hizo traducir
todos los textos, avisos y canciones al rumano, lengua no muy popular en la
Argentina.
A las ocho de la mañana los famas
empezaron a encender sus receptores, deseosos de escuchar los boletines así
como los anuncios del Geniol y del Aceite Cocinero que es de todos el primero.
Y los escucharon, pero en rumano, de
modo que solamente entendían la marca del producto. Profundamente asombrados,
los famas sacudían los receptores pero todo seguía en rumano, hasta el tango
Esta noche me emborracho, y el Tel‚fono de la Dirección General de
Radiodifusión estaba atendido por una señorita que contestaba en rumano a las
clamorosas reclamaciones, con lo cual se fomentaba una confusión padre.
Enterado de esto el Superior Gobierno
mandó fusilar al cronopio que así mancillaba las tradiciones de la patria. Por
desgracia el pelotón estaba formado por cronopios conscriptos, que en vez de
tirar sobre el ex Director General lo hicieron sobre la muchedumbre congregada
en la Plaza de Mayo, con tan buena puntería que bajaron a seis oficiales de
marina y a un farmacéutico. Acudió un pelotón de famas, el cronopio fue
debidamente fusilado, y en su reemplazo se designó a un distinguido autor de
canciones folklóricas y de un ensayo sobre la materia gris. Este fama
restableció el idioma nacional en la radiotelefonía, pero pasó que los famas
habían perdido la confianza y casi no encendían los receptores.
Muchos famas, pesimistas por
naturaleza, habían comprado diccionarios y manuales de rumano, así como vidas
del rey Carol y de la señora Lupescu. El rumano se puso de moda a pesar de la
cólera del Superior Gobierno, y a la tumba del cronopio iban furtivamente
delegaciones que dejaban caer sus lágrimas y sus tarjetas donde proliferaban
nombres conocidos en Bucarest, ciudad de filatelistas y atentados.
Nadie habrá dejado de observar que con
frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto
con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este
plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en
espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y
poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la
horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o
escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se
sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido
a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más
bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un
primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues
hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural
consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza
erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente
superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una
escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha
abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe
exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar
llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada
pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la
altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo
cual en ‚este descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los
primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación
necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la
explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el
pie).
Llegado en esta forma al segundo
peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el
final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón
que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso
Cuando los famas salen de viaje, sus
costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y
averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de
las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando
los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de
sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de
guardia y sus especialidades.
Terminadas estas diligencias, los
viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus
observaciones, y entran en el café‚ a beber un aperitivo. Pero antes se toman
de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de "Alegría de
los famas".
Cuando los cronopios van de viaje,
encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos,
y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios
no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y
a la hora de dormir se dicen unos a otros: "La hermosa ciudad, la
hermosísima ciudad".
Y sueñan toda la noche que en la ciudad
hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos,
y así es como viajan los cronopios.
Las esperanzas, sedentarias, se dejan
viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a
verlas porque ellas ni se molestan.
Un fama descubrió que la virtud era un
microbio redondo y lleno de patas. Instantáneamente dio a beber una gran
cucharada de virtud a su suegra. El resultado fue horrible: esta señora
renunció a sus comentarios mordaces, fundó un club para la protección de
alpinistas extraviados, y en menos de dos meses se condujo de manera tan
ejemplar que los defectos de su hija, hasta entonces inadvertidos, pasaron a
primer plano con gran sobresalto y estupefacción del fama. No le quedó más
remedio que dar una cucharada de virtud a su mujer, la cual lo abandonó esa
misma noche por encontrarlo grosero, insignificante, y en un todo diferente de
los arquetipos morales que flotaban rutilando ante sus ojos.
El fama lo pensó largamente, y al final
se tomó un frasco de virtud. Pero lo mismo sigue viviendo solo y triste. Cuando
se cruza en la calle con su suegra o su mujer, ambos se saludan respetuosamente
y desde lejos. No se atreven ni siquiera a hablarse, tanta es su respectiva
perfección y el miedo que tienen de contaminarse.
Tres cronopios y un fama se asocian
espeleológicamente para descubrir las fuentes subterráneas de un manantial.
Llegados a la boca de la caverna un cronopio desciende sostenido por los otros,
llevando a la espalda un paquete con sus sándwiches preferidos (de queso). Los
dos cronopios-cabrestante lo dejan bajar poco a poco, y el fama escribe en un
gran cuaderno los detalles de la expedición. Pronto llega un primer mensaje del
cronopio: furioso porque se han equivocado y le han puesto sandwiches de jamón.
Agita la cuerda y exige que lo suban. Los cronopios-cabrestante se consultan
afligidos, y el fama se yergue en toda su terrible estatura dice: NO, con tal
violencia que los cronopios sueltan la soga y acuden a calmarlo. Están en eso
cuando llega otro mensaje, porque el cronopio ha caído justamente sobre las
fuentes del manantial, y desde ahí comunica que todo va mal, entre injurias y
lágrimas informa que los sandwiches son todos de jamón, que por más que mira y
mira, entre los sandwiches de jamón no hay ni uno solo de queso.
Inventaron un cristal que dejaba pasar
las moscas. La mosca venía, empujaba un poco con la cabeza y pop ya estaba del
otro lado. Alegría enormísima de la mosca.
Todo lo arruinó un sabio húngaro al
descubrir que la mosca podía entrar pero no salir, o viceversa, a causa de no
se sabe qué macana en la flexibilidad de las fibras de este cristal que era muy
fibroso. En seguida inventaron el cazamoscas con un terrón de azúcar adentro, y
muchas moscas morían desesperadas. Así acabó toda posible confraternidad con
estos animales dignos de mejor suerte.
Una esperanza creía en los tipos
fisonómicos, tales como los ñatos, los de cara de pescado, los de gran toma de
aire, los cetrinos y los cejudos, los de cara intelectual, los de estilo
peluquero, etc. Dispuesto a clasificar definitivamente estos grupos empezó, por
hacer grandes listas de conocidos y los dividió en los grupos citados más
arriba. Tomó entonces el primer grupo, formado por ocho ñatos, y vio con
sorpresa que en realidad estos muchachos se subdividían en tres grupos, a
saber: los ñatos bigotudos, los ñatos tipo boxeador y los ñatos estilo
ordenanza de ministerio, compuestos respectivamente por 3, 3 y 2 ñatos. Apenas
los separó en sus nuevos grupos (en el Paulista de San Martín, donde los había
reunido con gran trabajo y no poco mazagrán bien frappé) se dio cuenta de que
el primer subgrupo no era parejo, porque dos de los ñatos bigotudos pertenecían
al tipo carpincho, mientras el restante era con toda seguridad un ñato de corte
japonés. Haciéndolo a un lado con ayuda de un buen sandwich de anchoa y huevo
duro organizó al subgrupo de los dos carpinchos, y se disponía a inscribirlo en
su libreta de trabajos científicos cuando uno de los carpinchos miró para un
lado y el otro carpincho miró hacia el lado opuesto, a consecuencia de lo cual
la esperanza y los demás concurrentes pudieron percatarse de que mientras el
primero de los carpinchos era evidentemente un ñato braquicéfalo, el otro ñato
producía un cráneo mucho más apropiado para colgar un sombrero que para
encasquetárselo. Así fue cómo se le disolvió el subgrupo, y del resto no
hablemos porque los demás sujetos habían pasado del mazagrán a la caña quemada,
y en lo único que se parecían a esa altura de las cosas era en su firme
voluntad de seguir bebiendo a expensas de la esperanza.
Un cronopio se recibe de médico y abre
un consultorio en la calle Santiago del Estero. En seguida viene un enfermo y
le cuenta cómo hay cosas que le duelen y cómo de noche no duerme y de día no
come.
- Compre un gran ramo de rosas - dice
el cronopio.
El enfermo se retira sorprendido, pero
compra el ramo y se cura instantáneamente. Lleno de gratitud acude al cronopio,
y además de pagarle le obsequia, fino testimonio, un hermoso ramo de rosas.
Apenas se ha ido el cronopio cae enfermo, le duele por todos lados, de noche no
duerme y de día no come.
FIN
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