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sábado, diciembre 27, 2008

FRANZ KAFKA -- CUENTOS COMPLETOS

CUENTOS COMPLETOS
(TEXTOS ORIGINALES)





CUENTOS COMPLETOS -- (TEXTOS ORIGINALES)


1. EL DESEO DE SER UN INDIO
Si pudiera ser un indio, ahora mismo, y sobre un caballo a todo
galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire, estremeciéndome
sobre el suelo oscilante, hasta dejar las espuelas, pues no tenía
espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas, y sólo viendo
ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la
cabeza del caballo.
2. LA NEGATIVA
Si me encuentro a una muchacha bonita y le pido: «Sé buena, ven
conmigo», y pasa de largo sin decir una palabra, su actitud significa:
«Tú no eres un duque con apellido rimbombante; ningún americano
atlético con la estatura de un indio, con ojos horizontales y contemplativos,
con una piel acariciada por el aire de las praderas y de los
ríos que fluyen por ellas. No has viajado a los Grandes Lagos, ni los has
surcado, aunque no sé ni dónde se encuentran. Así que dime, por qué
yo, una muchacha bonita, tendría que ir contigo».
«Olvidas que no te llevan en automóvil por la calle, balanceándote
con sus sacudidas; no veo ir detrás de ti a los señores pertenecientes a
tu séquito, embutidos en sus trajes y murmurándote piropos. Tus
pechos quedan bien comprimidos por el corsé, pero tus muslos y caderas
se resarcen por esa sobriedad. Llevas un vestido de tafetán con pliegues,
como el que nos alegró tanto a todos el pasado otoño y, sin
embargo, con ese peligro mortal en el cuerpo, sólo te ríes de vez en
cuando».
«Sí, los dos tenemos razón y, para no ser conscientes de ello de un
modo irrefutable, preferimos irnos solos a casa, ¿verdad?»

3. LOS ÁRBOLES
Pues somos como troncos de árbol en la nieve. Aparentemente
yacen en un suelo resbaladizo, así que se podrían desplazar con un
pequeño empujón. Pero no, no se puede, pues se hallan fuertemente
afianzados en el suelo. Aunque fíjate, incluso eso es aparente.

4. VESTIDOS
A menudo, cuando veo vestidos con múltiples pliegues, volantes
y adornos, que tan bellamente lucen sobre bonitos cuerpos, no puedo
dejar de pensar en que no permanecerán así mucho tiempo, sino que
se arrugarán, perderán su lisura, quedarán cubiertos de tanto polvo
que será imposible limpiarlos. Y también pienso que nadie querrá
mostrar una imagen tan triste y ridícula al ponerse todos los días por la
mañana temprano el mismo traje costoso y quitárselo por la noche.
Sin embargo, veo muchachas bastante bonitas, que poseen músculos
excitantes, huesecillos, una piel tersa y un cabello fino, pero que,
no obstante, cubren a diario su cuerpo con este disfraz natural y siempre
tapan el mismo rostro con las mismas palmas de las manos, dejándose
reflejar así por su espejo.
Sólo algunas veces, por la noche, cuando regresan tarde de una
fiesta, ese traje les parece usado, dado de sí, polvoriento, demasiado
visto y lo consideran indigno de ponerse.
5. EL COMERCIANTE
Es posible que algunos me tengan compasión, pero yo no advierto
nada. Mi pequeño negocio me abruma de preocupaciones que me
provocan dolores internos en las sienes y en la frente, pero sin darme la
más mínima perspectiva de satisfacción, pues mi negocio, como he
dicho, es pequeño.
Tengo que tomar decisiones por adelantado, mantener despierta
la memoria de los empleados, advertir de los errores que temo y prever
en una temporada la moda de la siguiente, y no la que dominará entre
gente de mi clase, sino en la población inaccesible de las provincias.
Mi dinero lo tiene gente extraña. Sus recursos no me resultan del
todo claros; no logro sospechar la desgracia que puede caer sobre esas
personas. ¡Cómo puedo entonces defender mi dinero! Tal vez se han
vuelto derrochadores y dan una fiesta en el jardín de una hostería, y
otros se quedan un rato en la fiesta en plena huida a América.
Cuando cierro el comercio la noche de un día laborable y de
repente veo ante mí horas en las que no trabajaré para las incesantes
exigencias de mi negocio, entonces se arroja sobre mí la excitación ya
anticipada por la mañana, como si fuera la subida de una marea, pero
no soporta quedarse en mi interior y me arrebata sin objetivo alguno.
Y, sin embargo, no puedo utilizar ese estado de ánimo, sólo
puedo irme a casa, pues tengo el rostro y las manos sucios y sudorosos,
el traje lleno de manchas y polvoriento, la gorra del negocio en la cabeza
y las botas arañadas por las esquinas de las cajas. Entonces me desplazo
como si fuera sobre olas, hago chascar los dedos y acaricio el pelo
de los niños que vienen a mi encuentro.
Pero el camino es demasiado corto. Llego en seguida a mi casa,
abro la puerta del ascensor y entro.
Ahora compruebo de repente que estoy solo. Otros, que tienen
que subir las escaleras, se cansan algo al hacerlo, tienen que esperar con
la respiración acelerada hasta que alguien les abre la puerta de la casa,
así que tienen un motivo para enfadarse y para mostrar una actitud
impaciente. Luego entran en el recibidor, donde cuelgan el sombrero,
y al llegar a su habitación, después de atravesar el pasillo pasando por
algunas puertas de cristal, es cuando se encuentran solos.
Yo, sin embargo, ya estoy solo en el ascensor y, apoyándome en la
rodilla, contemplo el delgado espejo. Cuando el ascensor comienza a
elevarse, digo:
«Permaneced tranquilos, retroceded, ¿queréis ir bajo la sombra de
los árboles, detrás de las cortinas de las ventanas, en la cúpula de follaje?»
Hablo entre dientes, y las barandillas de la escalera se deslizan
hacia abajo por el cristal opalino como una catarata.
«Volad lejos; que vuestras alas, jamás vistas, os lleven hasta el valle
de vuestra aldea, o a París, si es allí hacia donde os impulsan.
»Pero disfrutad de la vista que os ofrece la ventana cuando las procesiones
vienen por las tres calles, y no se evitan, sino que se confunden
y dejan de nuevo espacio libre entre sus últimas filas. Saludad con los
pañuelos, horrorizaos, conmoveos, alabad a la bella dama que pasa de
largo.
»Id hacia el puente de madera sobre el arroyo, saludad a los niños
que se bañan y asombraos por los “hurras” de los miles de marineros en
el lejano acorazado.
»Perseguid sólo al hombre modesto y cuando lo hayáis empujado
hacia la puerta de una cochera, robadle y luego contemplad con qué
tristeza continúa su camino por la calle de la izquierda, con las manos
en los bolsillos.
»La policía, galopando dispersa sobre sus caballos, frena a los animales
y os hace retroceder. Dejadlos, las calles vacías les harán infelices,
lo sé. Ya cabalgan en parejas torciendo lentamente las esquinas y volando
sobre las plazas».
Entonces tengo que abandonar el ascensor, tocar el timbre, y la
muchacha abre la puerta mientras saludo.
6. EL CAMINO A CASA
¡Se ve la fuerza de convicción del aire después de la tormenta!
Aparecen mis méritos y me dominan, aunque tampoco me resisto.
Marcho y mi ritmo es el ritmo de esta acera de la calle, de esta
calle, de este barrio. Soy responsable, y con razón, de todos los golpes
contra las puertas, contra las tablas de las mesas, soy responsable de
todos los brindis, de todas las parejas en sus camas, en los andamios de
las nuevas construcciones, apretadas contra la pared en las oscuras
callejuelas, en las otomanas de los burdeles.
Aprecio mi pasado en detrimento de mi futuro; aunque encuentro
excelentes ambos, no puedo otorgar primacía a ninguno, y sólo
debo censurar la injusticia de la providencia que tanto me favorece.
Sólo después de entrar en mi habitación me torno algo pensativo,
aunque sin haber encontrado nada durante la subida de las escaleras
que me pareciera digno de ser pensado. No me ayuda mucho que abra
la ventana del todo y que aún se toque música en un jardín.
7. CONTEMPLACIÓN DISPERSA
¿Qué haremos en los días de primavera que ya llegan? Hoy por la
mañana estaba el cielo gris, pero si alguien va ahora a la ventana, se
quedará sorprendido y apoyará la mejilla en su picaporte.
Abajo se puede ver cómo la luz del sol, que ya comienza a ocultarse,
se refleja en el rostro infantil de una muchacha, que anda y mira
alrededor, y al mismo tiempo se ve la sombra de un hombre que viene
rápidamente detrás de ella.
El hombre la ha pasado y el rostro de ella reluce de claridad.

8. GENTE QUE VIENE A NUESTRO ENCUENTRO
Cuando alguien sale a pasear por la noche, y un hombre, ya visible
desde lejos –pues la calle se empina ante nosotros y hay luna llena–,
viene a nuestro encuentro, no lo agarraremos violentamente, aunque
sea débil y desarrapado, ni siquiera en el caso de que alguien corra
detrás de él y grite, sino que lo dejaremos pasar de largo.
Pues es de noche, y no podemos evitar que la calle se empine ante
nosotros con luna llena; además, tal vez esos dos han organizado la
persecución para divertirse, o a lo mejor persiguen los dos a un tercero,
tal vez persiguen al primero, que es inocente, tal vez el segundo lo asesinará
y seríamos cómplices del crimen. A lo mejor no saben nada el
uno del otro, y cada uno corre hacia su cama, a lo mejor son sonámbulos,
quizás el primero lleva un arma.
Y, finalmente, ¿no podemos estar cansados, no hemos bebido
mucho vino? Nos alegramos de que ya tampoco veamos al segundo.

9. EL PASAJERO
Permanezco de pie en la plataforma del tranvía, completamente
inseguro respecto a mi situación en este mundo, en esta ciudad, en mi
familia. Ni siquiera podría precisar las pretensiones que estaría en condiciones
de alegar con derecho. Me es absolutamente imposible defender
que esté aquí de pie, agarrado al asidero, que me deje llevar por este
vagón, que la gente evite el tranvía o pase de largo en silencio o que
descanse frente a la ventana. Nadie lo reclama de mí, es cierto, pero eso
es indiferente.
El tranvía se aproxima a una parada; una muchacha se acerca al
peldaño, dispuesta a subir. Aparece ante mí con tal claridad que me
parece haberla tocado. Está vestida de negro, los pliegues de la falda
apenas se mueven, la blusa, que acaba en cuello de punta de redecilla
blanco, se ciñe al cuerpo, la palma de la mano izquierda se apoya en la
pared, el paraguas, en la mano derecha, permanece apoyado en el
segundo escalón. Posee un rostro moreno; la nariz, débilmente aplastada
en los laterales, termina en una forma redondeada y ancha. Tiene
pelo castaño abundante y algunos cabellos cubren la mejilla derecha.
Su oreja pequeña queda pegada a la cabeza; no obstante, como estoy
cerca, puedo ver la parte trasera del lóbulo y la sombra en la raíz.
En aquel instante me pregunté: ¿cómo es posible que no quede
maravillada ante sí misma, que permanezca con la boca cerrada y no
diga nada que exprese su asombro?

10. PARA MEDITACIÓN DE LOS JINETES
Nada, si se piensa con detenimiento, puede inducirnos a querer
ser los primeros en una carrera.
La gloria de ser reconocido como el mejor jinete de un país alegra
demasiado cuando la orquesta comienza a tocar como para que al día
siguiente pueda evitarse el remordimiento.
La envidia del contrincante, de gente más astuta e influyente, nos
aflige al atravesar las estrechas barreras hacia aquella planicie que pronto
quedará vacía ante nosotros, si no es por la presencia de algunos
jinetes aventajados que, diminutos en la distancia, cabalgan hacia la
línea del horizonte.
Muchos de nuestros amigos, ansiosos por recoger las ganancias,
gritan «hurras» hacia nosotros por encima de los hombros y desde la
alejada ventanilla de cobros; los mejores amigos, sin embargo, no han
apostado por nuestro caballo, pues temen que si pierden podrían enfadarse
con nosotros, pero como nuestro caballo ha sido el primero y
ellos no han ganado nada, se dan la vuelta cuando pasamos y prefieren
mirar hacia las tribunas.
Los contrincantes, detrás, bien sujetos sobre la silla de montar,
intentan comprender la desgracia que les ha caído, así como la injusticia
que, de algún modo, se ha cometido con ellos. Adoptan una expresión
de frescura, como si fuera a comenzar otra carrera, y una expresión
seria después de ese juego de niños.
A muchas damas el ganador les parece ridículo porque se ufana, y,
sin embargo, no sabe qué hacer con el continuo apretar de manos, con
los saludos, las reverencias, las salutaciones y los saludos a la lejanía,
mientras que los vencidos tienen la boca cerrada y dan palmadas en el
cuello de los caballos, la mayoría de los cuales relinchan.
Finalmente, el cielo se pone turbio y comienza a llover.

11. SER INFELIZ
Cuando ya se volvió insoportable –una noche de noviembre–,
corrí sobre la estrecha alfombra de mi habitación como en una pista de
carreras y, asustado por la visión de la calle iluminada, me di la vuelta,
encontré un nuevo objetivo en la base del espejo, y grité, sólo para
escuchar el grito, al que nada responde y al que nada mitiga la fuerza
del gritar y que, por consiguiente, se eleva sin contrapeso alguno, sin
cesar, aun cuando enmudece; entonces se desencajó la puerta de la
pared, deprisa, pues la prisa era necesaria, y hasta los caballos del
coche, abajo, en el empedrado, se irguieron como bestias que se tornan
salvajes en la batalla, ofreciendo las gargantas.
Como si fuera un pequeño espectro, un niño salió del oscuro
pasillo, en el que aún no ardía la lámpara, y permaneció de puntillas
sobre una tabla de madera que se balanceaba imperceptiblemente.
Cegado por la luz crepuscular de la habitación, quiso taparse rápidamente
el rostro con las manos, pero se tranquilizó de improviso al
mirar hacia la ventana, cuando comprobó que el reflejo de la iluminación
callejera, impulsado hacia arriba, no lograba desplazar del todo a
la oscuridad. Apoyado en el codo derecho, se mantuvo erguido ante la
puerta abierta, pegado a la pared de la habitación, y dejó que la
corriente de aire procedente del exterior acariciase las articulaciones de
los pies, y también que recorriese el cuello y las mejillas.
Lo miré durante un rato, luego dije «buenos días» y retiré la chaqueta
de la pantalla de la estufa, ya que no quería permanecer medio
desnudo. Durante un tiempo mantuve la boca abierta, para que la
excitación me abandonase por la boca. Tenía una saliva desagradable,
los párpados me vibraban, en suma, lo único que me faltaba era esa
visita inesperada.
El niño estaba todavía junto a la pared, en el mismo sitio, presionaba
la mano derecha contra el muro y, con las mejillas coloradas,
nunca quedaba saciado de frotar la blanca pared con la punta de los
dedos, pues era granulada. Dije:
–¿Realmente ha querido venir a mi casa? ¿No se trata de un error?
No hay nada más fácil que equivocarse en esta casa tan grande. Yo me
llamo «fulano», vivo en el tercer piso. ¿Es a mí a quien quiere visitar?
–¡Silencio! ¡Silencio! –dijo el niño hablando sobre el hombro–.
Todo es correcto.
–Entonces entre en la habitación, quisiera cerrar la puerta.
–Acabo de cerrar la puerta. No se preocupe. Tranquilícese de una
vez.
–No hable de «preocuparme». Pero en ese pasillo vive mucha
gente, todos son, naturalmente, conocidos míos; la mayoría regresan
ahora de sus negocios; si usted escucha que hablan en una habitación,
¿cree usted tener el derecho de abrir y mirar lo que ocurre? Esa gente ha
dejado a sus espaldas el trabajo diario; ¡a quién se habrán sometido en
su efímera libertad vespertina! Por lo demás, usted ya lo sabe. Déjeme
cerrar la puerta.
–Sí, ¿y qué? ¿Qué quiere usted? Por mí puede venir toda la casa.
Y, además, se lo repito, ya he cerrado la puerta, ¿o acaso cree que sólo
usted puede cerrarla? He cerrado con llave.
–Entonces está bien. No quiero más. No era necesario que cerrase
con llave. Y ahora póngase cómodo, ya que está aquí. Es usted mi
huésped, confíe en mí. Siéntase como en su casa, sin miedo. No le
obligaré ni a quedarse ni a irse. ¿Debo decirlo? ¿Me conoce tan mal?
–No, realmente no era necesario que lo dijera. Aún más, no lo
debería haber dicho. Soy un niño; ¿por qué tantos problemas por mi
causa?
–No, no pasa nada. Naturalmente, un niño. Pero usted no es tan
pequeño. Ya está usted bastante crecido. Si fuera una muchacha, seguro
que no podría encerrarse conmigo así, sin más, en la habitación.
–Sobre eso no tenemos que preocuparnos. Yo sólo quería decir
que el conocerle tan bien no me protege de nada, sólo le libera del
esfuerzo de tener que mentirme. No obstante, me hace cumplidos.
Déjelo, se lo pido, déjelo. A ello se añade que no le conozco en todas
partes y en todo el tiempo, y menos en estas tinieblas. Sería mejor que
encendiese la luz. No, mejor no. De todos modos le tengo que advertir
que ya me ha amenazado.
–¿Cómo? ¿Que le he amenazado? Pero se lo suplico. Estoy tan
contento de que por fin esté aquí. Digo «por fin», ya que es tarde. Me
resulta incomprensible por qué ha venido tan tarde. Es posible que yo
haya hablado de un modo confuso, debido a mi alegría, y que usted
me haya entendido mal. Que yo haya hablado de esa manera, lo reconozco
una y mil veces, sí, le he amenazado con todo lo que usted quiera.
Pero, por favor, ¡por el amor de Dios!, ninguna disputa. Aunque,
¿cómo puede creer usted algo semejante? ¿Cómo puede mortificarme
de esta manera? ¿Por qué quiere usted amargarme a toda costa el
pequeño rato de su estancia aquí? Un extraño sería más complaciente
que usted.
–Ya lo creo, eso no es ninguna novedad. Por naturaleza puedo
acercarme a usted tanto como un extraño. Eso ya lo sabe usted, ¿para
qué entonces esa melancolía? Diga directamente que quiere hacer
comedia y me iré al instante.
–¿Ah, sí? ¿También se atreve a decirme eso? Usted es audaz en
demasía. A fin de cuentas se halla en mi habitación y, además, no ha
parado un momento de frotar como un loco la pared con los dedos.
¡Mi habitación, mi pared! Y, por añadidura, todo lo que dice no es sólo
una frescura, sino ridículo. Usted dice que su naturaleza le obliga a
hablar conmigo de esa manera. ¿Realmente es así? ¿Su naturaleza le
obliga? Muy amable por parte de su naturaleza. Su naturaleza es mía, y
si yo me comporto amablemente, por naturaleza, con usted, usted no
puede sino hacer lo mismo.
–¿Eso es amabilidad?
–Hablo de antes.
–¿Sabe usted cómo seré más tarde?
–No sé nada.
Y me fui a la mesita de noche, donde encendí la vela. En aquel
tiempo, mi habitación no disponía de gas ni de luz eléctrica. Permanecí
un rato allí sentado, hasta que me cansé; luego me puse el abrigo,
cogí el sombrero del canapé y apagué la vela. Al salir tropecé con una
de las patas del sillón.
En la escalera me encontré con uno de los inquilinos del mismo
piso.
–Ya sale usted otra vez, ¿eh, granuja? –preguntó descansando sólidamente
sobre sus dos piernas abiertas.
–¿Qué puedo hacer? –dije yo–, acabo de tener a un fantasma en la
habitación.
–Lo dice tan insatisfecho como si hubiera encontrado un pelo en
la sopa.
–Usted bromea. Pero tenga en cuenta que un fantasma es un fantasma.
–Eso es verdad. Pero, ¿qué ocurre si no se cree en fantasmas?
–¿Quiere dar a entender que creo en fantasmas? ¿En qué me ayudaría
esa incredulidad?
–Muy fácil. Usted ya no debe tener miedo cuando le visita un
fantasma.
–Sí, pero ése es un miedo secundario. El miedo real es el miedo
que produce la causa que ha provocado la aparición. Y ese miedo permanece.
Precisamente lo tengo ahora, y enorme, en mi interior.
Comencé a registrar todos mis bolsillos por los nervios.
–¡Pero ya que no sintió propiamente miedo ante la aparición,
podría haberse planteado tranquilamente la pregunta acerca de su
causa!
–Resulta notorio que usted todavía no ha hablado con fantasmas.
De ellos no se puede recibir nunca una información clara. Todo es un
divagar aquí y allá. Esos fantasmas parecen dudar de su existencia más
de lo que nosotros lo hacemos, lo que, por lo demás, y debido a su abatimiento,
no produce ninguna sorpresa.
–Sin embargo, he oído que se les puede rellenar.
–Ahí está usted bien informado. Eso sí que se puede hacer, ¿pero
a quién le interesa?
–¿Por qué no? Si se trata, por ejemplo, de un fantasma femenino
–dijo, y subió un escalón más.
–¡Ah, ya! –dije–, pero aun así no está dispuesto.
Me despedí. Mi vecino estaba ya tan alto que para verme necesitaba
inclinarse bajo una bóveda formada por la escalera.
–No obstante –le grité–, si me quita a mi fantasma, hemos terminado
y para siempre.
–Pero si sólo fue una broma –dijo, y retiró la cabeza.
–Entonces está bien –dije.
Podría haber salido tranquilamente a pasear, pero me sentí tan
abandonado que preferí subir y acostarme.
12. LA EXCURSIÓN A LA MONTAÑA
«No sé», grité sin eco, realmente no lo sé. Si no viene nadie es que
precisamente viene «nadie». No le he hecho nada malo a nadie, nadie
me ha hecho a mí nada malo, sin embargo nadie me quiere ayudar.
Absolutamente nadie. Pero tampoco es así. Sólo que nadie me ayuda,
si no «nadie» sería muy hermoso. Me gustaría, por qué no, hacer una
excursión en compañía de un puro nadie. Naturalmente a la montaña,
¿adónde si no? ¡Cómo se aprietan uno al lado del otro, esos nadie,
todos esos brazos estirados y colgantes, todos esos pies, separados por
pasos diminutos! Se entiende que todos visten frac. Nosotros vamos
así, el viento atraviesa los espacios que nosotros y nuestros miembros
dejan abiertos. ¡Las gargantas se tornan libres en la montaña! Es un
milagro que no cantemos.
13. NIÑOS EN LA CARRETERA
Oí cómo pasaban los coches de caballos ante la verja del jardín, a
veces los veía también a través del casi estático follaje. ¡Cómo crujía la
madera bajo los rigores del verano en sus radios y troncos! Había trabajadores
que venían de los campos y reían que era una vergüenza.
Yo estaba sentado en mi pequeño columpio; en ese preciso instante
descansaba entre los árboles en el jardín de mis padres.
Ante la verja no había descanso. Acababan de cruzar niños con
paso rápido; carros con grano sobre los que iban hombres y mujeres
encima de gavillas y que oscurecían a su alrededor los arriates; por la
noche vi pasear lentamente a un señor con bastón, así como a dos
muchachas que, cogidas del brazo, iban a su encuentro, pisando el césped
mientras se saludaban.
Luego revolotearon pájaros como si fueran llamaradas, yo los
seguí con la vista, vi cómo ascendían en un suspiro, hasta que ya no
creí que subían, sino que yo caía, y me así fuertemente de las cuerdas
por debilidad cuando comencé a balancearme ligeramente. Pronto me
balanceé con más fuerza, cuando el viento soplaba más frío y, en vez de
aparecer pájaros en el cielo, aparecían estrellas reverberantes.
Recibí la cena a la luz de la vela. A menudo apoyaba ambos brazos
sobre la tabla y, ya cansado, daba bocados al pan. Las cortinas, rasgadas
en muchos puntos, se henchían con el viento cálido y, a veces, uno de
los que pasaba las sujetaba con fuerza cuando quería verme mejor y
hablar conmigo. Normalmente la vela se apagaba pronto y los mosquitos
revoloteaban todavía un rato a su alrededor, en la oscuridad surcada
por el humo. Si alguien se dirigía a mí desde la ventana, lo miraba
como si mirase a la montaña o al aire, y tampoco él mostraba mucho
interés en una respuesta.
Saltaba alguno sobre el antepecho de la ventana y anunciaba que
los demás ya se encontraban ante la casa, entonces me levantaba, aunque
suspirando.
«No, ¿por qué suspiras así? ¿Qué ha ocurrido? ¿Alguna desgracia
especial e irreversible? ¿Jamás podremos recuperarnos? ¿Está realmente
todo perdido?»
Nada estaba perdido. Corrimos hasta la parte delantera de la casa.
«¡Gracias a Dios, por fin habéis llegado! ¡Casi siempre llegas demasiado
tarde!» «¿Por qué yo?» «Precisamente tú, permanece en casa si no quieres
venir. ¡Sin misericordia!» «¿Qué? ¿Sin misericordia? ¿De qué hablas?»
Atravesamos la noche con la cabeza. No había tiempo diurno ni
nocturno. Pronto comenzaron a rozarse los botones de nuestros chalecos
como si fueran dientes y, con fuego en la boca, como animales en
los trópicos, corrimos una distancia que permaneció invariable. Como
los coraceros en guerras pasadas, dando fuertes pisadas y bien alto en el
cielo, bajamos la corta calle, uno al lado del otro, y con el mismo ímpetu
en las piernas, subimos la carretera. Algunos penetraron en las cunetas;
apenas habían desaparecido ante el oscuro talud, aparecían como
gente extraña arriba del todo, en la senda, y miraban hacia abajo.
«¡Ven hacia abajo!» «¡Ven primero hacia arriba!» «¿Para que nos
empujéis hacia abajo?, ni pensarlo, todavía tenemos dos dedos de frente
». «¡Así sois de cobardes, queréis decir! ¡Atreveos a subir, atreveos!»
«¿Sí? ¿Vosotros? ¿Precisamente vosotros nos queréis echar abajo? No
sois capaces».
Atacamos, pero fuimos rechazados, y nos echamos por propia
voluntad en el césped de las cunetas. Todo estaba templado de un modo
uniforme, no sentíamos calor ni frío en la hierba, sólo cansancio.
Si nos apoyábamos sobre el costado derecho y poníamos la mano
bajo la oreja, nos hubiera gustado dormir. Es cierto que se quería hacer
un nuevo esfuerzo y elevar la barbilla, pero para caer en una cuneta
todavía más profunda. Luego, colocando el brazo atravesado hacia
adelante y las piernas oblicuas, queríamos arrojarnos contra el viento
para, así, caer de nuevo con seguridad en una cuneta aún más profunda.
Y nadie quería dejar de hacerlo.
Apenas se pensaba en cómo podría alguien estirarse en la última
cuneta para dormir, sobre todo qué se podría hacer con las rodillas;
simplemente yacíamos sobre la espalda, como un enfermo presto a llorar.
Se pestañeaba cuando un joven, con los codos en las caderas y
oscuras suelas saltaba sobre nosotros desde el talud hacia la calle.
Ya se podía ver la luna, un coche postal pasó de largo con su luz.
Se levantó un ligero viento, también percibido en las cunetas, y el bosque,
en las cercanías, comenzó a susurrar. Entonces no importaba
mucho estar solo.
«¿Dónde estáis? ¡Venid! ¡Todos juntos! ¿Por qué te escondes?
¡Deja de hacer tonterías! ¿No sabéis que el coche postal ya ha pasado?»
«¡Pero, no!, ¿ya ha pasado?» «Naturalmente, ha pasado mientras tú
dormías». «¿Que yo dormía? ¡Nada de eso!» «Cállate, se te nota a la
legua». «Pero, por favor». «¡Ven!»
Corrimos juntos y unidos, algunos se cogieron de las manos, la
cabeza no se podía mantener lo suficientemente elevada, ya que se iba
hacia abajo. Uno dio un grito de guerra indio y nuestras piernas cogieron
un galope como nunca. Al saltar, el viento nos alzaba por las caderas.
Nada podría habernos detenido. Alcanzamos tal ritmo en la carrera
que al adelantar cruzábamos tranquilamente los brazos y nos
podíamos mirar.
Nos detuvimos en el puente sobre el torrente. Los que habían
seguido, regresaron. El agua, abajo, golpeaba las rocas y las raíces como
si no fuera ya noche avanzada. No había ningún motivo que impidiera
saltar sobre la barandilla del puente.
Tras la maleza, en la lejanía, surgía un tren convoy, con todos los
compartimientos iluminados y las ventanas bajadas. Uno de nosotros
comenzó a cantar una canción de moda, pero todos queríamos cantar.
Cantamos mucho más deprisa cuando el tren pasó y balanceamos los
brazos, ya que la voz no bastaba. Alcanzamos con nuestras voces una
densidad en la que nos sentimos bien. Cuando se mezcla la voz con la
de otros es como si se nos hubiera capturado con un anzuelo.
Así cantamos, con el bosque a nuestras espaldas y los ya lejanos
viajeros en los oídos. Los adultos estaban todavía despiertos en el bosque,
las madres preparaban las camas para la noche.
Ya era tiempo. Besé al que estaba a mi lado, a los tres más próximos
les alcancé la mano, comencé a desandar el camino, ninguno me
llamó. Llegado al primer cruce, donde ya no me podían ver, me desvié
y marché de nuevo por senderos a través del bosque. Pretendía ir a la
ciudad en el sur, de la que se dice en nuestro pueblo:
«¡Allí hay gente, pensad, que nunca duerme!
¿Y por qué no?
Porque nunca se cansan.
¿Y por qué no?
Porque están locos.
¿No se cansan acaso los locos?
¡Cómo podrían cansarse los locos!»
14. EL TIMADOR DESENMASCARADO
Finalmente, a eso de las diez de la noche, llegué ante la casa señorial
a la que había sido invitado, acompañado por un hombre al que
había conocido previamente de un modo pasajero, y que se había
unido a mí de improviso, callejeando a mi lado durante dos horas.
–Bien –dije, y di una palmada como signo de la absoluta necesidad
de despedirme. Durante el camino había realizado toda una serie
de intentos, aunque no tan específicos como éste. Ya estaba bastante
cansado.
–¿Sube usted ahora mismo? –preguntó. Y oí un ruido extraño
procedente de su boca, como de dientes que rechinan.
–Sí.
Yo estaba invitado, se lo acababa de decir. Pero estaba invitado a
entrar, no a permanecer frente a la puerta y a mirar por encima de las
orejas de mi acompañante. Y para colmo ahora permanecía mudo a su
lado, como si nos hubiéramos decidido a quedarnos largo tiempo en
aquel sitio. Las casas de alrededor tomaban parte, por añadidura, en
nuestro silencio, así como la oscuridad por encima de ellas hasta las
estrellas; además de las pisadas de paseantes invisibles, cuyo camino no
tenía ganas de adivinar, y el viento, que una y otra vez soplaba contra la
acera de enfrente; también un gramófono, que sonaba frente a la ventana
cerrada de una habitación cualquiera. Todos se dejaban oír a través
del silencio, como si éste fuera de su propiedad desde siempre y
para siempre.
Y mi acompañante se sumó en su nombre y, después de una sonrisa,
también en el mío, extendió el brazo derecho a lo largo del muro y
apoyó su rostro en él, cerrando los ojos.
Sin embargo, no pude ver esa sonrisa hasta el final, pues la vergüenza
me obligó a darme la vuelta. Después de esa sonrisa había reconocido
que se trataba de un timador, nada más. Y yo llevaba ya meses
en la ciudad, había creído conocer por completo a esos timadores,
cómo salían por la noche de las calles laterales, cómo rondaban alrede-

dor de las columnas de anuncios en las que nos parábamos, cómo, en
pleno juego del escondite, espiaban, al menos con un ojo, detrás de la
columna, cómo en los cruces, cuando nos asustábamos, aparecían sorpresivamente
ante nosotros en el borde de nuestra acera. Los comprendía
tan bien; en realidad habían sido mis primeros conocidos en la ciudad,
en las pequeñas tabernas, y les debía la primera visión de una
intransigencia que ahora me era tan imposible disociar de la tierra, que
ya prácticamente la empezaba a sentir en mi interior. ¡Cómo permanecían
todavía frente a uno, aun cuando ya se les había dado esquinazo,
es decir cuando ya no había nada que atrapar! ¡Cómo no se sentaban,
cómo no se caían, sino que dirigían miradas que siempre convencían,
aunque fuese desde la lejanía! Y sus tácticas eran siempre las mismas: se
plantaban ante nosotros, tan aplanados como podían; trataban de
apartarnos de nuestro destino; nos preparaban, como sustituto, una
vivienda en su propio corazón y, finalmente, surgía en nosotros un
sentimiento concentrado que era tomado como un abrazo, al que se
arrojaban con el rostro por delante.
Y esta vez sólo había podido reconocer todos esos viejos trucos
después de tanto tiempo de mutua compañía. Froté las puntas de los
dedos para hacer que aquella vergüenza no hubiese sucedido.
Mi hombre, sin embargo, se mantuvo apoyado como antes, se
tenía todavía por un timador, y la satisfacción con su destino le sonrojó
la mejilla libre.
–¡Te reconocí! –dije, y le di un ligero golpe en el hombro. Inmediatamente
después me apresuré a subir las escaleras, y los rostros fieles
del servicio, arriba, en el recibidor, me alegraron como una bella sorpresa.
Los miré a todos por turno, mientras me quitaban el abrigo y
limpiaban el polvo de las botas. Respiré profundamente y entré en la
sala bien erguido.
15. LA VENTANA QUE DA A LA CALLE
Quien vive solo y, sin embargo, desea en algún momento unirse a
alguien; quien en consideración a los cambios del ritmo diario, al
clima, a las relaciones laborales y a otras cosas semejantes quiere ver,
sin más, un brazo cualquiera en el que poder apoyarse, esa persona no
podrá seguir mucho tiempo sin una ventana que dé a la calle. Y le ocurre
que no busca nada, sólo aparece ante el alféizar de la ventana como
un hombre cansado, abriendo y cerrando los ojos entre el público y el
cielo, y tampoco quiere nada, e inclina la cabeza ligeramente hacia
atrás, así le arrastran hacia abajo los caballos con el séquito formado
por el coche y el ruido hasta que, finalmente, alcanza la armonía
humana.
16. EL MUNDO URBANO
Oscar M, un estudiante ya mayor –quien lo miraba de cerca, quedaba
aterrorizado ante sus ojos–, permanecía un mediodía invernal en
una plaza vacía en plena tormenta de nieve, con su abrigo de invierno,
una bufanda alrededor del cuello y un gorro de piel en la cabeza. Parpadeaba
pensativo. Se había sumido en sus pensamientos hasta tal
extremo que se quitó el gorro y frotó con la piel crespa su rostro. Finalmente,
pareció haber llegado a una conclusión y emprendió el camino
a casa con un giro de bailarín. Cuando abrió la puerta del salón paterno,
vio a su padre, un hombre con la cabeza rasurada y un rostro carnoso,
sentado a una mesa vacía y vuelto hacia la puerta.
–Por fin –dijo el padre, apenas Oscar había puesto el pie en la
habitación–. Permanece, por favor, junto a la puerta, pues estoy tan
furioso que no estoy seguro de poder dominarme.
–Pero padre –dijo Oscar, y nada más empezar a hablar se dio
cuenta de lo rápido que había caminado.
–¡Silencio! –gritó el padre, y al levantarse tapó con su cuerpo una
ventana–. ¡Te ordeno silencio! Y déjate de «peros», ¿entiendes?
Entonces tomó la mesa con ambas manos y la acercó un paso en
la dirección en la que se encontraba Oscar.
–No soporto más tu vida disipada. Soy un hombre viejo. Pensaba
que encontraría en ti un consuelo para mis últimos años, pero te has
convertido en algo más enojoso que mis enfermedades. ¡Vaya hijo!,
que con su pereza, su derroche, maldad y estupidez lleva a su padre a la
tumba.
Aquí enmudeció el padre, pero movió el rostro como si aún
siguiera hablando.
–Querido padre –dijo Oscar, y se acercó con precaución a la
mesa–, tranquilízate, todo saldrá bien. Hoy se me ha ocurrido algo que
hará de mí un hombre diligente, como tú deseas.
–¿Cómo? –preguntó el padre, y dirigió su mirada a una de las
esquinas de la habitación.
–Ten confianza en mí, te contaré todo durante la cena. En el
fondo siempre fui un buen hijo, sólo que no podía mostrarlo, así que
prefería enojarte ya que no podía alegrarte. Pero ahora déjame pasear
un poco para poder aclarar mis pensamientos.
El padre, que al principio, mientras prestaba atención, se había
sentado sobre el borde de la mesa, se levantó.
–No creo que lo que acabas de decir tenga mucho sentido, más
bien lo tengo por palabrería. Pero, a fin de cuentas, eres mi hijo.
Llega, pues, a la hora y cenaremos en casa. Así podrás contarme lo
que quieras.
–Esa pequeña confianza me basta, y te la agradezco de todo corazón.
Pero, ¿no descubres en mi mirada que me absorbe por completo
un asunto serio?
–Por ahora no noto nada –dijo el padre–. Pero puede ser culpa
mía, ya que he perdido la costumbre de mirarte.
Entonces, como era usual en él, golpeó con regularidad la tabla
de la mesa para llamar la atención de cómo transcurría el tiempo.
–Lo principal es, Oscar, que ya no tengo ninguna confianza en ti.
Cuando te grito alguna vez –te he gritado cuando has llegado, ¿verdad?–,
lo hago con la esperanza de que pueda mejorarte, lo hago sólo
pensando en tu buena y pobre madre, que ahora, tal vez, ya no siente
ningún dolor inmediato por ti, pero que sucumbe lentamente con el
esfuerzo por defenderse de ese dolor, ya que cree poder ayudarte así.
Pero todas éstas son cosas que tú ya conoces de sobra y de las que, en
consideración a mí mismo, no debería haberme acordado si no me
hubieras irritado con tus promesas.
Mientras pronunciaba las últimas palabras, entró la criada para
comprobar el fuego de la calefacción. Apenas había abandonado la
habitación, gritó Oscar:
–¡Pero padre, no lo había esperado de ti! Si hubiera tenido sólo
una pequeña ocurrencia, digamos una ocurrencia para mi tesis doctoral,
que ya descansa diez años en mi cajón y necesita tantas ocurrencias
como granos de sal, es posible, aunque no probable, que, como ha
ocurrido hoy, hubiera venido corriendo a casa y hubiese dicho: Padre,
he sido afortunado y he tenido tal y cual ocurrencia. Si con tu voz
digna me hubieras echado a la cara todos los reproches desde el principio,
mi ocurrencia se habría desvanecido y hubiera tenido que marcharme
de inmediato con cualquier disculpa. Pero, ahora, ¡todo lo
contrario! Todo lo que dices contra mí ayuda a mis ideas, no paran de
hacerse más fuertes y llenan mi cabeza. Me iré, porque sólo podré
ordenarlas en soledad.
Tomó una bocanada de aire en la templada habitación.
–Es posible que, si tienes algo en la cabeza, sólo sea una nadería
–dijo el padre abriendo desmesuradamente los ojos–, y creo que te ha
poseído. Pero si algo virtuoso se ha perdido en ti, déjalo escapar por la
noche. Te conozco.
Oscar hizo girar la cabeza como si lo sujetaran por el cuello.
–Déjame ahora. Intentas penetrar inútilmente en mi interior. La
simple posibilidad de que puedas predecir correctamente mi final, no
debería llevarte a perturbar mis buenos pensamientos. Quizá te otorgue
mi pasado el derecho a hacerlo, pero no deberías abusar. Ahora
puedes ver muy bien lo grande que es tu inseguridad cuando te obliga
a hablar contra mí de ese modo.
–Nada me obliga –dijo Oscar, y su cuello dio un respingo involuntario.
Se aproximó hasta casi llegar a la mesa, de tal modo que no se
sabía a quién pertenecía.
–Lo que dije, lo dije por respeto e, incluso, por amor a ti, como
verás luego, pues mis decisiones se han tomado principalmente en
deferencia a ti y a mamá.
–Entonces debo agradecértelo desde ahora –dijo el padre–, ya
que es muy improbable que tu madre y yo seamos capaces de hacerlo
en el momento oportuno.
–Por favor, padre, deja dormir al futuro como se merece. Si se le
despierta antes de tiempo se recibe un presente somnoliento. Que eso,
sin embargo, te lo tenga que decir tu hijo... Pero tampoco quería convencerte,
al menos aún no, sino anunciarte la novedad. Y eso ha resultado,
como debes reconocer.
–Ahora, Oscar, hay algo que me asombra: ¿por qué vienes precisamente
hoy con semejante asunto y no lo has hecho antes más a
menudo? Ese comportamiento corresponde a tu ser anterior. No, es
cierto, es en serio.
–Si en aquel entonces me hubieras dado una paliza en vez de
oírme. He venido corriendo, pongo a Dios por testigo, para darte una
alegría. No obstante, no puedo desvelarte mi plan hasta que lo tenga
completo. ¿Por qué me castigas por mis buenas intenciones y quieres
sonsacarme explicaciones que pudieran dañar la ejecución del plan?
–Cállate, no quiero saber más. Pero tengo que responderte con
rapidez, ya que te retiras hacia la puerta y es evidente que planeas algo
urgente: con tu habilidad has logrado suavizar mi enfado inicial, pero
ahora estoy más triste que antes y por eso te pido –si insistes puedo
doblar las manos– que no digas nada a tu madre de tus ideas. Deja que
por ahora sólo yo lo sepa.
–Ése no es mi padre, el que habla así –exclamó Oscar, que ya
había puesto la mano en el picaporte–. Algo ha sucedido contigo desde
el mediodía o eres un extraño con el que me encuentro por vez primera
en la habitación de mi padre. Mi padre verdadero –Oscar calló un instante
con la boca abierta– tendría que haberme abrazado, habría llamado
a madre. ¿Qué tienes, padre?
–Creo que deberías hablarlo con tu padre real. Sería todo más
placentero.
–Así lo haré. A fin de cuentas, no puede permanecer al margen. Y
madre deberá estar presente, así como Franz, al que voy a recoger.
Todos.
A continuación, Oscar empujó la puerta con el hombro como si
se hubiera propuesto hundirla.
Una vez en la casa de Franz, se inclinó hacia la pequeña casera con
las palabras siguientes:
–El señor Ingeniero duerme, ya lo sé, no importa –y sin preocuparse
de la mujer que, insatisfecha con la visita, iba inútilmente de un
lado a otro del recibidor, abrió la puerta de cristal, que al ser asida por
un lugar sensible tembló, y gritó despreocupado hacia el interior de la
oscura habitación:
–Franz, levántate. Necesito tu consejo de especialista. Pero no
resisto más en esta habitación, vayamos a pasear. También tú tienes
que tratarlo con nosotros. Así que date prisa.
–Encantado –dijo el Ingeniero desde su canapé de piel–, pero,
¿primero levantarme, tratar, pasear, aconsejar? Me he debido de perder
algo.
–Ante todo ninguna broma, Franz. Eso es lo más importante, lo
había olvidado.
–El favor te lo hago de inmediato. Pero eso de levantarme, preferiría
tratar dos veces contigo antes que levantarme una vez.
–¡Venga, arriba! Ninguna excusa.
Oscar agarró al hombre débil por la chaqueta y lo levantó.
–Estás rabioso, ¿lo sabes? Con todos mis respetos.
Se restregó los ojos cerrados con los dos dedos meñiques.
–Di, ¿te he sacado yo alguna vez de esta manera del canapé?
–Pero Franz –dijo Oscar con el rostro contraído–, vístete ya. No
soy un loco que te despierta sin motivo alguno.
–Yo tampoco estaba durmiendo sin motivo. Ayer tuve servicio
nocturno, luego vine a dormir mi siesta, también por ti. ¿Cómo?
Venga, hombre, ya empieza a fastidiarme el poco respeto que me tienes.
No es la primera vez. Naturalmente, eres un estudiante y puedes
hacer lo que te da la gana. No todos son tan afortunados. Caramba,
hay que tener una deferencia con los demás. Yo soy tu amigo, lo sabes
de sobra, pero no por eso me han quitado mi profesión.
Lo hizo patente agitando las palmas de las manos.
–Después de la labia que has gastado, acaso debo creer que no has
dormido lo suficiente –dijo Oscar, que se había subido a una de las
patas de la cama, desde donde ahora miraba al Ingeniero como si dispusiera
de más tiempo que antes.
–Bueno, ¿qué quieres realmente de mí? O, mejor dicho, ¿por qué
me has despertado? –preguntó el Ingeniero, y se rascó con fuerza el
cuello, bajo su barba de chivo, con esa estrecha relación que se tiene
con el cuerpo después del sueño.
–¿Qué quiero de ti? –dijo Oscar en voz baja, dando un golpe a la
cama con el tacón del zapato–. Muy poco, ya te lo he dicho desde el
recibidor: que te vistas.
–Si pretendes insinuar con eso, Oscar, que tus novedades me
interesan poco, tienes toda la razón. Eso es lo mejor, pues el fuego que
prenderán en tu interior, arderá por sí mismo sin mezclarse con nuestra
amistad.
–La información será todavía más clara, necesito una información
clara, eso lo tengo muy presente. Pero si buscas corbatas y cuellos,
están allí, sobre el sillón.
–Gracias –dijo el Ingeniero, y comenzó a ponerse el cuello y la
corbata–. En ti se puede confiar.
17. EL GRAN RUIDO
Estoy sentado en mi habitación, en el cuartel general del ruido de
toda la casa. Oigo cómo se cierran todas las puertas; el ruido que hacen
al cerrarse evita que oiga los pasos de los que las atraviesan, aunque
todavía oigo cómo se cierra el horno en la cocina. Padre echa abajo la
puerta de mi habitación y la atraviesa arrastrando su bata; en la habitación
contigua atizan las cenizas de la calefacción; Valli pregunta, gritando
desde el recibidor palabra por palabra, si ya se ha limpiado el
sombrero de padre; un borboteo, que me parece familiar, eleva el griterío
de una voz que responde. Llaman a la puerta de la casa y hace el
mismo ruido que una garganta acatarrada, se abre la puerta con el canturreo
de una voz femenina y se cierra con una sacudida despiadada.
Padre se ha ido, ahora comienza el ruido suave, disperso, desesperanzado,
iniciado por el canto de los dos canarios. Ya hace tiempo pensé,
con los canarios se me vuelve a ocurrir, si no podría abrir un poco la
puerta, arrastrarme como una serpiente hasta la habitación contigua y
desde el suelo pedir a mi hermana y a su institutriz un poco de silencio.

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