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martes, octubre 26, 2010

Cuentos De Un Soñador -- Lord Dunsany -- El cuerpo infeliz







Cuentos De Un Soñador  --   Lord Dunsany
El cuerpo infeliz
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«Por qué no bailas y te solazas con nosotros?», le decían a cierto cuerpo. Y el cuerpo
confesó su tribulación. Dijo: «Estoy unido a un alma feroz y violenta que es sobremanera
tiránica y no me deja reposo, y me arrastra fuera de las danzas de los míos para hacerme
trabajar en su detestable obra, y no me deja hacer las cosas menudas que complacerían a la
gente que amo, sino que sólo cuida de agradar a la posteridad cuando haya concluido
conmigo entregándome a los gusanos; y entre tanto, hace absurdas demandas de afecto a
los que están cerca de mí, y es demasiado orgullosa para apreciarlo cuando se le da menos
de lo que pide, así que aquellos que serian bondadosos para mí me odian.» Y el cuerpo
infeliz rompió a llorar.
Y le dijeron: «Ningún cuerpo sensible se cuida de su alma. Un alma es poca cosa y no
ha de gobernar a un cuerpo. Tú debes beber y fumar hasta que deje de afligirte.» Pero el
cuerpo no hacía más que llorar y decir:
«La mía es un alma espantosa. La he arrojado fuera de mí un rato con la bebida. Mas
pronto volverá. ¡Ay, pronto volverá!»
Y el cuerpo fuese a acostar anhelando reposo, porque estaba adormilado por la
bebida. Mas cuando el sueño se le acercaba, levantó los ojos, y allí estaba su alma sentada
en el alféizar de la ventana, como nebulosa llama de luz, mirando a la calle.»
«Ven -dijo aquel alma tirana- y mira a la calle.»
«Necesito dormir», dijo el cuerpo.
«Pero la calle es una bella cosa -dijo el alma con vehemencia-. Cien personas están
soñando en ella.»
«Estoy enfermo por falta de descanso», dijo el cuerpo.
«No importa», dijo el alma. «Hay millones como tu en la tierra, y millones y millones
que vendrán. Los sueños de la gente vagan a campo traviesa; cruzan mares y montañas de
maravilla, guiándose por sus almas en los intrincados pasos; vienen a los templos de oro
que resuenan con miles de campanas; suben empinadas calles que alumbran farolillos de
papel, donde las puertas son verdes y pequeñas; conocen el camino de las cámaras de los
hechiceros y de los castillos encantados; saben el hechizo que los atrae a las calzadas a
través de las montañas de marfil. Si miran a un lado y hacia abajo, contemplan los campos
de su juventud, y al otro se extienden las radiantes planicies del futuro. Levántate y
escribe lo que sueña la gente.»
«¿Qué recompensa hay para mí-preguntó el cuerpo- si escribo lo que me pides?»
«No hay recompensa ninguna», dijo el alma.
«Entonces voy a dormir», dijo el cuerpo.
Y el alma empezó a susurrar una perezosa canción que cantara un joven en una tierra
fabulosa al pasar una ciudad de oro (que guardaban fieros centinelas), y sabía que su
mujer estaba en ella, aunque no era todavía más que una niña, y sabía por las profecías
que feroces guerras aún no empeñadas en lejanas e ignoradas montañas habrían de rodar
sobre él con su polvo y su sed antes de volver de nuevo a aquella ciudad. El joven cantaba
al pasar por la puerta, y estaba muerto con su mujer hacía cien anos.
«No puedo dormir con esa canción abominable», gritó el cuerpo al alma.
«Entonces haz lo que se te manda», replicó el alma. Y cansado el cuerpo, tomó otra
vez la pluma. Entonces habló el alma alegremente en tanto que miraba por la ventana.
«Allí hay una montaña que se alza escarpada sobre Londres, en parte de cristal y en
parte de niebla. A ella van los soñadores cuando se ha apagado el ruido del tráfico. Al
principio apenas pueden soñar a causa del estruendo; pero antes de media noche se para,
gira y se va a marea menguante con todos sus naufragios. Entonces, los soñadores se
levantan y escalan la montaña fulgurante, y en su cumbre encuentran los galeones del
ensueño. De allí navegan unos rumbo a Oriente, otros a Occidente, unos por el Pasado y
otros por el Futuro, porque los galeones navegan sobre los años como sobre los espacios;
pero casi todos ponen proa al pasado y a las viejas dársenas, porque allá van los suspiros
de los hombres y los navíos navegan a su favor, como los mercaderes bajan costeando el
Africa empujados por los perennes vientos alisios. Todavía veo a los galeones levar ancla
tras ancla; las estrellas fulguran entre ellos; los navíos deslízanse fuera de la noche; sus
proas van resplandecientes hacia el crepúsculo del recuerdo, y la noche pronto queda
lejos, una negra nube que cuelga baja, y débilmente salpicada de estrellas, como el puerto
y la ribera de una tierra baja vista a lo lejos con las luces de su puerto.»
Uno tras otro, el alma, sentada junto a la ventana, relató los sueños. Contó de
tropicales selvas vistas por desdichados hombres que no pueden salir de Londres, ni
nunca podrán; selvas que hacía de súbito maravillosas el canto de una ave de paso que
cruza volando hacia desconocidos lugares y cantando un canto desconocido. Vio a los
viejos bailando ligeramente al son de los pífanos de los elfos hermosas danzas con
vírgenes quiméricas, toda la noche, sobre montañas imaginarias, a la luz de la luna; oía a
lo lejos la música de rutilantes primaveras; vio la hermosura de las yemas del manzano
caídas acaso hacía treinta años; oyó viejas voces, viejas lágrimas tornaban brillando; la
Leyenda sentábase encapotada y coronada sobre las lomas del sur, y el alma la conoció.
Uno a uno contó los sueños de todos los que dormían en aquella calle. A veces
deteníase para denostar al cuerpo porque trabajaba mal y perezosamente. Sus ateridos
dedos escribían tan veloces como podían, pero el alma no reparaba en ello. Y así
transcurrió la noche, hasta que oyó el alma tintinear por el cielo de Oriente las pisadas de
la mañana.
«Mira ahora -dijo el alma- la alborada que temen los soñadores. Comienzan a
palidecer las velas luminosas de los galeones insumergibles; los marineros que los
gobiernan tornan al mito y la fábula; la marea del tráfico vuelve ahora a subir, y va
escondiendo sus pálidos naufragios, y viene por oleadas con su tumulto a la pleamar. Ya
los destellos del sol flamean en los golfos tras el Oriente del mundo; los dioses lo han visto
desde el palacio crepuscular que han levantado sobre el amanecer; calientan las manos a
su llama cuando fluye por sus arcos resplandecientes antes de tocar el mundo; allí están
todos los dioses que han sido y todos los dioses que serán; siéntanse allí a la mañana,
cantando y alabando al Hombre.»
«Estoy entumecido y helado por falta de sueño», dijo el cuerpo.
«Tendrás siglos para dormir -repuso el alma-, pero no puedes dormir ahora, porque
he visto hondas praderas con flores de púrpura llameando altas y extrañas sobre el
brillante césped; rebaños de puros y blancos unicornios que retozan alegres, y un río que
corre con un reluciente galeón en él, todo de oro, que va de una tierra desconocida a una
ignorada isla del mar, para llevar una canción de un hijo del Rey de las Cumbres a la
Reina de la Lontananza.
»Yo te cantaré este canto, y tú has de escribirlo.»
«He trabajado años y años para ti», dijo el cuerpo. «Dame ahora siquiera una noche
de descanso, porque estoy fatigado.»
«¡Oh, vete y descansa! Estoy harta de ti. Me voy», dijo el alma.
Elevóse y partió no sabemos adónde. Pero al cuerpo lo colocaron en la tierra, y a la
media noche siguiente los espectros de los muertos vinieron desde sus tumbas para
felicitar al cuerpo.
«Aquí eres libre, ya lo sabes», dijeron a su nuevo compañero.
«Ya puedo descansar», dijo el cuerpo.

lunes, octubre 25, 2010

LA MUJER ALTA -- Pedro Antonio de Alarcón

LA MUJER ALTA
Pedro Antonio
de Alarcón

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I
—¡Qué sabemos! Amigos míos... ¡qué sabemos! —exclamó Gabriel, distinguido
ingeniero de Montes, sentándose debajo de un pino y cerca de una fuente, en la cumbre
del Guadarrama, a legua y media de El Escorial, en el límite divisorio de las provincias de
Madrid y Segovia; sitio y fuente y pino que yo conozco y me parece estar viendo, pero
cuyo nombre se me ha olvidado.
—Sentémonos, como es de rigor y está escrito.. en nuestro programa —continuó
Gabriel—, a descansar y hacer por la vida en este ameno y clásico paraje, famoso por la
virtud digestiva del agua de ese manantial y por los muchos borregos que aquí se han
comido nuestros ilustres maestros don Miguel Bosch, don Máximo Laguna, don Agustín
Pascual y otros grandes naturistas; os contaré una rara y peregrina historia en
comprobación de mi tesis..., reducida a manifestar, aunque me llaméis oscurantista, que en
el globo terráqueo ocurren todavía cosas sobrenaturales: esto es, cosas que no caben en la
cuadrícula de la razón, de la ciencia ni de la filosofía, tal y como hoy se entienden (o no se
entienden) semejantes palabras, palabras y palabras, que diría Hamlet...
Enderezaba Gabriel este pintoresco discurso a cinco sujetos de diferente edad, pero
ninguno joven, y sólo uno entrado ya en años; también ingenieros de Montes tres de ellos,
pintor el cuarto y un poco literato el quinto; todos los cuales habían subido con el orador,
que era el más pollo, en sendas burras de alquiler, desde el Real Sitio de San Lorenzo, a
pasar aquel día herborizando en los hermosos pinares de Peguerinos, cazando mariposas
por medio de mangas de tul, cogiendo coleópteros raros bajo la corteza de los pinos
enfermos y comiéndose una carga de víveres fiambres pagados a escote.
Sucedía esto en 1875, y era en el rigor del estío; no recuerdo si el día de Santiago o el
de San Luis... Inclínome a creer el de San Luis. Como quiera que fuese, gozábase en
aquellas alturas de un fresco delicioso, y el corazón, el estómago y la inteligencia
funcionaban allí mejor que en el mundo social y la vida ordinaria...
Sentado que se hubieron los seis amigos, Gabriel continuó hablando de esta manera:
—Creo que no me tacharéis de visionario... Por fortuna o desgracia mía soy,
digámoslo así, un hombre a la moderna, nada supersticioso, y tan positivista como el que
más, bien que incluya entre los datos positivos de la Naturaleza todas las misteriosas
facultades y emociones de mi alma en materias de sentimiento... Pues bien: a propósito de
fenómenos sobrenaturales o extranaturales, oíd lo que yo he oído y ved lo que yo he visto,
aun sin ser el verdadero héroe de la singularísima historia que voy a contar; y decidme en
seguida qué explicación terrestre, física, natural, o como queramos llamarla, puede darse a
tan maravilloso acontecimiento.
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
—El caso fue como sigue... ¡A ver! ¡Echad una gota, que ya se habrá refrescado el
pellejo dentro de esa bullidora y cristiana fuente, colocada por Dios en esta pinífera
cumbre para enfriar el vino de los botánicos!
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
II
—Pues, señor, no sé si habréis oído hablar de un ingeniero de Caminos llamado
Telesforo X... que murió en 1860...
—Yo no...
—¡Yo sí!
—Yo también: un muchacho andaluz, con bigote negro, que estuvo para casarse con
la hija del marqués de Moreda... y que murió de ictericia...
—¡Ése mismo! —continuó Gabriel—. Pues bien: mi amigo Telesforo, medio año antes
de su muerte, era todavía un joven brillantísimo, como se dice ahora. Guapo, fuerte,
animoso, con la aureola de haber sido el primero de su promoción en la Escuela de
Caminos, y acreditado ya en la práctica por la ejecución de notables trabajos,
disputábanselo varias empresas particulares en aquellos años de oro de las obras públicas,
y también se lo disputaban las mujeres por casar o mal casadas, y, por supuesto, las viudas
impenitentes, y entre ellas alguna muy buena moza que... Pero la tal viuda no viene ahora
a cuento, pues a quien Telesforo quiso con toda formalidad fue a su citada novia, la pobre
Joaquinita Moreda, y lo otro no pasó de un amorío puramente usufructuario...
—¡Señor don Gabriel, al orden!
—Sí..., sí, voy al orden, pues ni mi historia ni la controversia pendiente se prestan a
chanzas ni donaires. Juan, échame otro medio vaso... ¡Bueno está de verdad este vino!
Conque atención y poneos serios, que ahora comienza lo luctuoso.
Sucedió, como sabréis los que la conocisteis, que Joaquina murió de repente en los
baños de Santa Águeda al fin del verano de 1859... Hallábame yo en Pau cuando me
dieron tan triste noticia, que me afectó muy especialmente por la íntima amistad que me
unía a Telesforo... A ella sólo le había hablado una vez, en casa de su tía la generala López,
y por cierto que aquella palidez azulada, propia de las personas que tienen una aneurisma,
me pareció desde luego indicio de mala salud... Pero, en fin, la muchacha valía cualquier
cosa por su distinción, hermosura y garbo; y como además era hija única de título, y de
título que llevaba anejos algunos millones, conocí que mi buen matemático estaría
inconsolable... Por consiguiente, no bien me hallé de regreso en Madrid, a los quince o
veinte días de su desgracia, fui a verlo una mañana muy temprano a su elegante
habitación de mozo de casa abierta y de jefe de oficina, calle del Lobo... No recuerdo el
número, pero sí que era muy cerca de la Carrera de San Jerónimo.
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
Contristadísimo, bien que grave y en apariencia dueño de su dolor, estaba el joven
ingeniero trabajando ya a aquella hora con sus ayudantes en no sé qué proyecto de
ferrocarril, y vestido de riguroso luto. Abrazóme estrechísimamente y por largo rato, sin
lanzar ni el más leve suspiro; dio en seguida algunas instrucciones sobre el trabajo
pendiente a uno de sus ayudantes, y condújome, en fin, a su despacho particular, situado
al extremo opuesto de la casa, diciéndome por el camino con acento lúgubre y sin
mirarme:
—Mucho me alegro de que hayas venido... Varias veces te he echado de menos en el
estado en que me hallo... Ocúrreme una cosa muy particular y extraña, que sólo un amigo
como tú podría oír sin considerarme imbécil o loco, y acerca de la cual necesito oír alguna
opinión serena y fría como la ciencia... Siéntate... —prosiguió diciendo, cuando hubimos
llegado a su despacho—, y no temas en manera alguna que vaya a angustiarte
describiéndote el dolor que me aflige, y que durará tanto como mi vida... ¿Para qué? ¡Tú te
lo figurarás fácilmente a poco que entiendas de cuitas humanas, y yo no quiero ser
consolado ni ahora, ni después, ni nunca! De lo que te voy a hablar con la detención que
requiere el caso, o sea tomando el asunto desde su origen, es de una circunstancia
horrenda y misteriosa que ha servido como de agüero infernal a esta desventura, y que
tiene conturbado mi espíritu hasta un extremo que te dará espanto
—¡Habla! —respondí yo, comenzando a sentir, en efecto, no sé qué arrepentimiento
de haber entrado en aquella casa, al ver la expresión de cobardía que se pintó en el rostro
de mi amigo.
—Oye... —repuso él, enjugándose la sudorosa frente.
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
III
No sé si por fatalidad innata de mi imaginación, o por vicio adquirido al oír alguno
de aquellos cuentos de vieja con que tan imprudentemente se asusta a los niños en la cuna,
el caso es que desde mis tiernos años no hubo cosa que me causase tanto horror y susto, ya
me la figurara mentalmente, ya me la encontrase en realidad, como una mujer sola, en la
calle, a las altas horas de la noche.
Te consta que nunca he sido cobarde. Me batí en duelo, como cualquier hombre
decente, cierta vez que fue necesario, y recién salido de la Escuela de Ingenieros, cerré a
palos y a tiros en Despeñaperros con mis sublevados peones, hasta que los reduje a la
obediencia. Toda mi vida, en Jaén en Madrid y en otros varios puntos, he andado a
deshora por la calle, solo, sin armas, atento únicamente al cuidado amoroso que me hacía
velar, y si por acaso he topado con bultos de mala catadura, fueran ladrones o simples
perdonavidas, a ellos les ha tocado huir o echarse a un lado, dejándome libre el mejor
camino... Pero si el bulto era una mujer sola, parada o andando, y yo iba también solo, y
no se veía mas alma viviente por ningún lado... entonces (ríete si se te antoja, pero créeme)
poníaseme carne de gallina; vagos temores asaltaban mi espíritu; pensaba en almas del
otro mundo, en seres fantásticos, en todas las invenciones supersticiosas que me hacían
reír en cualquier otra circunstancia, y apretaba el paso, o me volvía atrás, sin que ya se me
quitara el susto ni pudiera distraerme ni un momento hasta que me veía dentro de mi
casa.
Una vez en ella, echábame también a reír y avergonzábame de mi locura,
sirviéndome de alivio el pensar que no la conocía nadie. Allí me daba cuenta fríamente de
que, pues yo no creía en duendes, ni en brujas, ni en aparecidos, nada había debido temer
de aquella flaca hembra, a quien la miseria, el vicio o algún accidente desgraciado tendrían
a tal hora fuera de su hogar, y a quien mejor me hubiera estado ofrecer auxilio por si lo
necesitaba, o dar limosna si me la pedía... Repetíase, con todo, la deplorable escena
cuantas veces se me presentaba otro caso igual, y cuenta que ya tenía yo veinticinco años,
muchos de ellos de aventurero nocturno, sin que jamás me hubiese ocurrido lance alguno
penoso con las tales mujeres solitarias y trasnochadoras...! Pero, en fin, nada de lo dicho
llegó nunca a adquirir verdadera importancia, pues aquel pavor irracional se me disipaba
siempre tan luego como llegaba a mi casa o veía otras personas en la calle, y ni tan siquiera
lo recordaba a los pocos minutos, como no se recuerdan las equivocaciones o necedades
sin fundamento ni consecuencia.
Así las cosas, hace muy cerca de tres años... (desgraciadamente, tengo varios motivos
para poder fijar la fecha: ¡la noche del 15 al 16 de noviembre de 1857!) volvía yo, a las tres
de la madrugada, a aquella casita de la calle de Jardines, cerca de la calle de la Montera, en
que recordarás viví por entonces. Acababa de salir, a hora tan avanzada, y con un tiempo
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
feroz de viento y frío, no de ningún nido amoroso, sino de... (te lo diré, aunque te
sorprenda), de una especie de casa de juego, no conocida bajo este nombre por la Policía,
pero donde ya se habían arruinado muchas gentes, y a la cual me habían llevado a mí
aquella noche por primera... y última vez. Sabes que nunca he sido jugador, entré allí
engañado por un mal amigo, en la creencia de que todo iba a reducirse a trabar
conocimiento con ciertas damas elegantes, de virtud equívoca (demi—monde puro), so
pretexto de jugar algunos maravedíes al Enano, en mesa redonda, con faldas de bayeta; y
el caso fue que a eso de las doce comenzaron a llegar nuevos tertulios, que iban del teatro
Real o de salones verdaderamente aristocráticos, y mudóse de juego, y salieron a relucir
monedas de oro, después billetes y luego bonos escritos con lápiz, y yo me enfrasqué poco
a poco en la selva oscura del vicio, llena de fiebres y tentaciones, y perdí todo lo que
llevaba, y todo lo que poseía, y aun quedé debiendo un dineral... con el pagaré
correspondiente. Es decir, que me arruiné por completo, y que, sin la herencia y los
grandes negocios que tuve en seguida, mi situación hubiera sido muy angustiosa y
apurada.
Volvía yo, digo, a mi casa aquella noche, tan a deshora, yerto de frío, hambriento, con
la vergüenza y el disgusto que puedes suponer, pensando, más que en mi mismo, en mi
anciano y enfermo padre, a quien tendría que escribir pidiéndole dinero, lo cual no podría
menos de causarle tanto dolor como asombro, pues me consideraba en muy buena y
desahogada posición... cuando, a poco de penetrar en mi calle por el extremo que da a la
de Peligros, y al pasar por delante de una casa recién construida de la acera que yo
llevaba, advertí que en el hueco de su cerrada puerta estaba de pie, inmóvil y rígida, como
si fuese de palo, una mujer muy alta y fuerte, como de sesenta años de edad, cuyos
malignos y audaces ojos sin pestañas se clavaron en los míos como dos puñales, mientras
que su desdentada boca me hizo una mueca horrible por vía de sonrisa...
El propio terror o delirante miedo que se apoderó de mí instantáneamente diome no
sé qué percepción maravillosa para distinguir de golpe, o sea en dos segundos que
tardaría en pasar rozando con aquella repugnante visión, los pormenores más ligeros de
su figura y de su traje... Voy a ver si coordino mis impresiones del modo y forma que las
recibí, y tal y como se grabaron para siempre en mi cerebro a la mortecina luz del farol que
alumbró con infernal relámpago tan fatídica escena...
Pero me excito demasiado, ¡aunque no sin motivo, como verás más adelante!
Descuida, sin embargo, por el estado de mi razón... ¡Todavía no estoy loco!
Lo primero que me chocó en aquella que denominaré mujer fue su elevadísima talla
y la anchura de sus descarnados hombros; luego, la redondez y fijeza de sus marchitos
ojos de búho, la enormidad de su saliente nariz y la gran mella central de su dentadura,
que convertía su boca en una especie de oscuro agujero, y, por último, su traje de mozuela
del Avapiés, el pañolito nuevo de algodón que llevaba a la cabeza, atado debajo de la
barba, y un diminuto abanico abierto que tenía en la mano, y con el cual se cubría,
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
afectando pudor, el centro del talle.
¡Nada más ridículo y tremendo, nada más irrisorio y sarcástico que aquel abaniquillo
en unas manos tan enormes, sirviendo como de cetro de debilidad a giganta tan fea, vieja
y huesuda! Igual efecto producía el pañolejo de vistoso percal que adornaba su cara,
comparado con aquella nariz de tajamar, aguileña, masculina, que me hizo creer un
momento (no sin regocijo) si se trataría de un hombre disfrazado... Pero su cínica mirada y
asquerosa sonrisa eran de vieja, de bruja, de hechicera, de Parca..., ¡no sé de qué! ¡De algo
que justificaba plenamente la aversión y el susto que me habían causado toda mi vida las
mujeres que andaban solas, de noche, por la calle...! ¡Dijérase que, desde la cuna, había
presentido yo aquel encuentro! ¡Dijérase que lo temía por instinto, como cada ser animado
teme y adivina, y ventea, y reconoce a su antagonista natural antes de haber recibido de él
ninguna ofensa, antes de haberlo visto, sólo con sentir sus pisadas!
No eché a correr en cuanto vi a la esfinge de mi vida, menos por vergüenza o por
varonil decoro, que por temor a que mi propio miedo le revelase quién era yo, o le diese
alas para seguirme, para acometerme, para... ¡no sé! ¡Los peligros que sueña el pánico no
tienen forma ni nombre traducibles!
Mi casa estaba al extremo opuesto de la prolongada y angosta calle en que me
hallaba yo solo, enteramente solo, con aquella misteriosa estantigua, a quien creía capaz de
aniquilarme con una palabra... ¿Qué hacer para llegar hasta allí? ¡Ah! ¡Con qué ansia veía a
lo lejos la anchurosa y muy alumbrada calle de la Montera, donde a todas horas hay
agentes de la autoridad!
Decidí, pues, sacar fuerzas de flaqueza; disimular y ocultar aquel pavor miserable; no
acelerar el paso, pero ganar siempre terreno, aun a costa de años de vida y de salud, y de
esta manera, poco a poco, irme acercando a mi casa, procurando muy especialmente no
caerme antes redondo al suelo.
Así caminaba...; así habría andado ya lo menos veinte pasos desde que dejé atrás la
puerta en que estaba escondida la mujer del abanico, cuando de pronto me ocurrió un idea
horrible, espantosa, y, sin embargo, muy racional: ¡la idea de volver la cabeza a ver si me
seguía mi enemiga!
«Una de dos... —pensé con la rapidez del rayo—: o mi terror tiene fundamento o es
una locura; si tiene fundamento, esa mujer habrá echado detrás de mí, estará
alcanzándome y no hay salvación para mí en el mundo... Y si es una locura, una
aprensión, un pánico como cualquier otro, me convenceré de ello en el presente caso y
para todos los que me ocurran, al ver que esa pobre anciana se ha quedado en el hueco de
aquella puerta preservándose del frío o esperando a que le abran; con lo cual yo podré
seguir marchando hacia mi casa muy tranquilamente y me habré curado de una manía
que tanto me abochorna.»
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
Formulado este razonamiento, hice un esfuerzo extraordinario y volví la cabeza.
¡Ah! ¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Qué desventura! ¡La mujer alta me había seguido con sordos
pasos, estaba encima de mí, casi me tocaba con el abanico, casi asomaba su cabeza sobre
mi hombro!
¿Por qué? ¿Para qué, Gabriel mío? ¿Era una ladrona? ¿Era efectivamente un hombre
disfrazado? ¿Era una vieja irónica, que había comprendido que le tenía miedo? ¿Era el
espectro de mi propia cobardía? ¿Era el fantasma burlón de las decepciones y deficiencias
humanas?
¡Interminable sería decirte todas las cosas que pensé en un momento! El caso fue que
di un grito y salí corriendo como un niño de cuatro años que juzga ver al coco, y que no
dejé de correr hasta que desemboqué en la calle de la Montera...
Una vez allí, se me quitó el miedo como por ensalmo. ¡Y eso que la calle de la
Montera estaba también sola! Volví, pues, la cabeza hacia la de Jardines, que enfilaba en
toda su longitud, y que estaba suficientemente alumbrada por sus tres faroles y por un
reverbero de la calle de Peligros, para que no se me pudiese oscurecer la mujer alta si por
acaso había retrocedido en aquella dirección, y ¡vive el cielo que no la vi parada, ni
andando, ni en manera alguna! Con todo, guardéme muy bien de penetrar de nuevo en mi
calle.
«¡Esa bribona —me dije— se habrá metido en el hueco de otra puerta...! Pero
mientras sigan alumbrando los faroles no se moverá sin que yo no lo note desde aquí...»
En eso vi aparecer a un sereno por la calle del Caballero de Gracia, y lo llamé sin
desviarme de mi sitio: díjele, para justificar la llamada y excitar su celo, que en la calle de
Jardines había un hombre vestido de mujer; que entrase en dicha calle por la de Peligros, a
la cual debía dirigirse por la de la Aduana; que yo permanecería quieto en aquella otra
salida y que con tal medio no podría escapársenos el que a todas luces era un ladrón o un
asesino.
Obedeció el sereno, tomó por la calle de la Aduana, y cuando yo vi avanzar su farol
por el otro lado de la de Jardines, penetré también en ella resueltamente.
Pronto nos reunimos en su promedio, sin que ni el uno ni el otro hubiésemos
encontrado a nadie, a pesar de haber registrado puerta por puerta.
—Se habrá metido en alguna casa —dijo el sereno.
—¡Eso será! —respondí yo abriendo la puerta de la mía, con firme resolución de
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
mudarme a otra calle al día siguiente.
Pocos momentos después hallábame dentro de mi cuarto tercero, cuyo picaporte
llevaba también siempre conmigo, a fin de no molestar a mi buen criado José.
¡Sin embargo, éste me aguardaba aquella noche! ¡Mis desgracias del 15 al 16 de
noviembre no habían concluido!
—¿Qué ocurre? —le pregunté con extrañeza.
—Aquí ha estado —me respondió visiblemente conmovido—, esperando a usted
desde las once hasta las dos y media, el señor comandante Falcón, y me ha dicho que, si
venía usted a dormir a casa, no se desnudase, pues él volvería al amanecer...
Semejantes palabras me dejaron frío de dolor y espanto, cual si me hubieran
notificado mi propia muerte... Sabedor yo de que mi amadísimo padre, residente en Jaén,
padecía aquel invierno frecuentes y peligrosísimos ataques de su crónica enfermedad,
había escrito a mis hermanos que en el caso de un repentino desenlace funesto
telegrafiasen al comandante Falcón, el cual me daría la noticia de la manera más
conveniente... ¡No me cabía, pues, duda de que mi padre había fallecido!
Sentéme en una butaca a esperar el día y a mi amigo, y con ellos la noticia oficial de
tan grande infortunio, ¡y Dios sólo sabe cuánto padecí en aquellas dos horas de cruel
expectativa, durante las cuales (y es lo que tiene relación con la presente historia) no podía
separar en mi mente tres ideas distintas, y al parecer heterogéneas, que se empeñaban en
formar monstruoso y tremendo grupo: mi pérdida al juego, el encuentro con la mujer y la
muerte de mi honrado padre!
A las seis en punto penetró en mi despacho el comandante Falcón, y me miró en
silencio...
Arrojéme en sus brazos llorando desconsoladamente, y él exclamó acariciándome:
—¡Llora, sí, hombre, llora! ¡Y ojalá ese dolor pudiera sentirse muchas veces!
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
IV
¡Mi amigo Telesforo —continuó Gabriel después que hubo apurado otro vaso de
vino— descansó también un momento al llegar a este punto, y luego prosiguió en los
términos siguientes:
—Si mi historia terminara aquí, acaso no encontrarías nada de extraordinario ni
sobrenatural en ella, y podrías decirme lo mismo que por entonces me dijeron dos
hombres de mucho juicio a quienes se la conté: que cada persona de viva y ardiente
imaginación tiene su terror pánico: que el mío eran las trasnochadoras solitarias, y que la
vieja de la calle de Jardines no pasaría de ser una pobre sin casa ni hogar, que iba a
pedirme limosna cuando yo lancé el grito y salí corriendo, o bien una repugnante
Celestina de aquel barrio, no muy católico en materia de amores...
También quise creerlo yo así; también lo llegué a creer al cabo de algunos meses; no
obstante lo cual hubiera dado entonces años de vida por la seguridad de no volver a
encontrarme a la mujer . ¡En cambio, hoy daría toda mi sangre por encontrármela de
nuevo!
—¿Para qué?
—¡Para matarla en el acto!
—No te comprendo...
—Me comprenderás si te digo que volví a tropezar con ella hace tres semanas, pocas
horas antes de recibir la nueva fatal de la muerte de mi pobre Joaquina...
—Cuéntame... cuéntame...
—Poco más tengo que decirte. Eran las cinco de la madrugada; volvía yo de pasar la
última noche, no diré de amor, sino de amarguísimos lloros y desgarradora contienda, con
mi antigua querida la viuda de T.... ¡de quien érame ya preciso separarme por haberse
publicado mi casamiento con la otra infeliz a quien estaban enterrando en Santa Águeda a
aquella misma hora!
Todavía no era día completo; pero ya clareaba el alba en las calles enfiladas hacia el
este. Acababan de apagar los faroles, y habíanse retirado los serenos, cuando, al ir a cortar
la calle del Prado, o sea a pasar de una a otra sección de la calle del Lobo, cruzó por
delante de mí, como viniendo de la plaza de las Cortes y dirigiéndose a la de Santa Ana, la
espantosa mujer de la calle de Jardines.
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
No me miró, y creí que no me había visto... Llevaba la misma vestimenta y el mismo
abanico que hace tres años... ¡Mi azoramiento y cobardía fueron mayores que nunca! Corté
rapidísimamente la calle del Prado, luego que ella pasó, bien que sin quitarle ojo, para
asegurarme que no volvía la cabeza, y cuando hube penetrado en la otra sección de la calle
del Lobo, respiré como si acabara de pasar a nado una impetuosa corriente, y apresuré de
nuevo mi marcha hacia acá con más regocijo que miedo, pues consideraba vencida y
anulada a la odiosa bruja, en el mero hecho de haber estado tan próximo de ella sin que
me viese...
De pronto, y cerca ya de esta mi casa, acometióme como un vértigo de terror
pensando en si la muy taimada vieja me habría visto y conocido; en si se habría hecho la
desentendida para dejarme penetrar en la todavía oscura calle del Lobo y asaltarme allí
impunemente; en si vendría tras de mí; en si ya la tendría encima...
Vuélvome en esto.... y ¡allí estaba?. ¡Allí, a mi espalda, casi tocándome con sus ropas,
mirándome con sus viles ojuelos, mostrándome la asquerosa mella de su dentadura,
abanicándose irrisoriamente, como si se burlara de mi pueril espanto...
Pasé del terror a la más insensata ira, a la furia salvaje de la desesperación, y
arrojéme sobre el corpulento vejestorio; tirélo contra la pared, echándole una mano a la
garganta, y con la otra, ¡qué asco!, púseme a palpar su cara, su seno, el lío ruin de sus
cabellos sucios, hasta que me convencí juntamente de que era criatura humana y mujer.
Ella había lanzado entre tanto un aullido ronco y agudo al propio tiempo que me
pareció falso, o fingido, como expresión hipócrita de un dolor y de un miedo que no
sentía, y luego exclamó, haciendo como que lloraba, pero sin llorar, antes bien mirándome
con ojos de hiena:
—¿Por qué la ha tomado usted conmigo?
Esta frase aumentó mi pavor y debilitó mi cólera.
—¡Luego usted recuerda —grité— haberme visto en otra parte!
—¡Ya lo creo, alma mía! —respondió sardónicamente—. ¡La noche de San Eugenio,
en la calle de Jardines, hace tres años...
Sentí frío dentro de los tuétanos.
—Pero ¿quién es usted? —le dije sin soltarla—. ¿Por qué corre detrás de mí? ¿Qué
tiene usted que ver conmigo?
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
—Yo soy una débil mujer... —contestó diabólicamente—. ¡Usted me odia y me teme
sin motivo...! Y si no, dígame usted, señor caballero: ¿por qué se asustó de aquel modo la
primera vez que me vio?
—¡Porque la aborrezco a usted desde que nací! ¡Porque es usted el demonio de mi
vida!
—¿De modo que usted me conocía hace mucho tiempo? ¡Pues mira, hijo, yo también
a ti!
—¡Usted me conocía! ¿Desde cuándo?
—¡Desde antes que nacieras! Y cuando te vi pasar junto a mí hace tres años, me dije a
mí misma: «¡Éste es!»
—Pero ¿quién soy yo para usted? ¿Quién es usted para mí?
—¡El demonio! —respondió la vieja escupiéndome en mitad de la cara, librándose de
mis manos y echando a correr velocísimamente con las faldas levantadas hasta más arriba
de las rodillas y sin que sus pies moviesen ruido alguno al tocar la tierra...
¡Locura intentar alcanzarla...! Además, por la Carrera de San Jerónimo pasaba ya
alguna gente, y por la calle del Prado también. Era completamente de día. La mujer siguió
corriendo, o volando, hasta la calle de las Huertas, alumbrada ya por el sol; paróse allí a
mirarme; amenazóme una y otra vez esgrimiendo el abaniquillo cerrado, y desapareció
detrás de una esquina...
¡Espera otro poco, Gabriel! ¡No falles todavía este pleito, en que se juegan mi alma y
mi vida! ¡óyeme dos minutos más!
Cuando entré en mi casa me encontré con el coronel Falcón, que acababa de llegar
para decirme que mi Joaquina, mi novia, toda mi esperanza de dicha y ventura sobre la
tierra, ¡había muerto el día anterior en Santa Águeda! El desgraciado padre se lo había
telegrafiado a Falcón para que me lo dijese... ¡a mí, que debí haberlo adivinado una hora
antes, al encontrarme al demonio de mi vida! ¿Comprendes ahora que necesito matar a la
enemiga innata de mi felicidad, a esa inmunda vieja, que es como el sarcasmo viviente de
mi destino?
Pero ¿qué digo matar? ¿Es mujer? ¿Es criatura humana? ¿Por qué la he presentido
desde que nací? ¿Por qué me reconoció al verme? ¿Por qué no se me presenta sino cuando
me ha sucedido alguna gran desdicha? ¿Es Satanás? ¿Es la Muerte? ¿Es la Vida? ¿Es el
Anticristo? ¿Quién es? ¿Qué es...?
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
V
—Os hago gracia, mis queridos amigos —continuó Gabriel—, de las reflexiones y
argumentos que emplearía yo para ver de tranquilizar a Telesforo; pues son los mismos,
mismísimos, que estáis vosotros preparando ahora para demostrarme que en mi historia
no pasa nada sobrenatural o sobrehumano... vosotros diréis más: vosotros diréis que mi
amigo estaba medio loco; que lo estuvo siempre; que, cuando menos, padecía la
enfermedad moral llamada por unos terror pánico y por otros delirio emotivo; que, aun
siendo verdad todo lo que refería acerca de la mujer alta, habría que atribuirlo a
coincidencias casuales de fechas y accidentes; y, en fin, que aquella pobre vieja podía
también estar loca, o ser una ratera o una mendiga, o una zurcidora de voluntades, como
se dijo a sí propio el héroe de mi cuento en un intervalo de lucidez y buen sentido...
—¡Admirable suposición! —exclamaron los camaradas de Gabriel en variedad de
formas—. ¡Eso mismo íbamos a contestarte nosotros!
—Pues escuchad todavía unos momentos y veréis que yo me equivoqué entonces,
como vosotros os equivocáis ahora. ¡El que desgraciadamente no se equivocó nunca fue
Telesforo! ¡Ah! ¡Es mucho más fácil pronunciar la palabra locura que hallar explicación a
ciertas cosas que pasan en la Tierra!
—¡Habla! ¡Habla!
—Voy allá; y esta vez, por ser ya la última, reanudaré el hilo de mi historia sin
beberme antes un vaso de vino.
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
VI
A los pocos días de aquella conversación con Telesforo, fui destinado a la provincia
de Albacete en mi calidad de ingeniero de Montes; y no habían transcurrido muchas
semanas cuando supe, por un contratista de obras públicas, que mi infeliz amigo había
sido atacado de una horrorosa ictericia; que estaba enteramente verde, postrado en un
sillón, sin trabajar ni querer ver a nadie, llorando de día y de noche con inconsolable
amargura, y que los médicos no tenían ya esperanza alguna de salvarlo. Comprendí
entonces por qué no contestaba a mis cartas, y hube de reducirme a pedir noticias suyas al
coronel Falcón, que cada vez me las daba más desfavorables y tristes...
Después de cinco meses de ausencia, regresé a Madrid el mismo día que llegó el
parte telegráfico de la batalla de Tetuán... Me acuerdo como de lo que hice ayer. Aquella
noche compré la indispensable Correspondencia de España, y lo primero que leí en ella
fue la noticia de que Telesforo había fallecido y la invitación a su entierro para la mañana
siguiente.
Comprenderéis que no falté a la triste ceremonia. Al llegar al cementerio de San Luis,
adonde fui en uno de los coches más próximos al carro fúnebre, llamó mi atención una
mujer del pueblo, vieja, y muy alta, que se reía impíamente al ver bajar el féretro, y que
luego se colocó en ademán de triunfo delante de los enterradores, señalándoles con un
abanico muy pequeño la galería que debían seguir para llegar a la abierta y ansiosa tumba.
A la Primera ojeada reconocí, con asombro y pavura, que era la implacable enemiga
de Telesforo, tal y como él me la había retratado, con su enorme nariz, con sus infernales
ojos, con su asquerosa mella con su pañolejo de percal y con aquel diminuto abanico, que
parecía en sus manos el cetro del impudor y de la mofa…
Instantáneamente reparó en que yo la miraba, y fijó en mí la vista de un modo
particular como reconociéndome, como dándose cuenta de que yo la reconocía, como
enterada de que el difunto me había contado las escenas de la calle de Jardines y de la del
Lobo, como desafiándome, como declarándome heredero del odio que había profesado a
mi infortunado amigo…
Confieso que entonces mi miedo fue superior a la maravilla que me causaban
aquellas nuevas coincidencias o casualidades. Veía patente que alguna relación
sobrenatural anterior a la vida terrena había existido entre la misteriosa vieja y Telesforo;
pero en tal momento sólo me preocupaba mi propia vida, mi propia alma, mi propia
ventura, que correrían peligro si llegaba a heredar semejante infortunio…
La mujer se echó a reír, y me señaló ignominiosamente con el abanico, cual si hubiese
L a Mujer Alta P edro Antonio De Alarcón
leído en mi pensamiento y denunciase al público mi cobardía… Yo tuve que apoyarme en
el brazo de un amigo para no caer al suelo, y entonces ella hizo un ademán compasivo o
desdeñoso, giró sobre los talones y penetró en el campo santo con la cabeza vuelta hacia
mí, abanicándose y saludándome a un propio tiempo, y contoneándose entre los muertos
con no sé qué infernal coquetería, hasta que, por último, desapareció para siempre en
aquel laberinto de patios y columnatas llenos de tumbas…
Y digo para siempre, porque han pasado quince años y no he vuelto a verla…Si era
criatura humana, ya debe de haber muerto, y si no lo era, tengo la seguridad de que me ha
desdeñado…
¡Conque vamos a cuentas! ¡Decidme vuestra opinión acerca de tan curiosos hechos!
¿Los consideráis todavía naturales?
***
Ocioso fuera que yo, el autor del cuento o historia que acabáis de leer, estampase
aquí las contestaciones que dieron a Gabriel sus compañeros y amigos, puesto que, al fin y
a la postre, cada lector habrá de juzgar el caso según sus propias sensaciones y creencias…
Prefiero, por consiguiente, hacer punto final en este párrafo, no sin dirigir el más
cariñoso y expresivo saludo a cinco de los seis expedicionarios que pasaron juntos aquel
inolvidable día en las frondosas cumbres del Guadarrama.

sábado, octubre 23, 2010

LA LEYENDA DE SLEEPY HOLLOW -- Washington Irving





LA LEYENDA DE
SLEEPY
HOLLOW
Washington Irving
**
Encontrada entre los papeles del difunto
Diedrich Knickerbocker1
--
Era una tierra plácida de inquieta y dulce fantasía,
en la que brotaban sueños ante los ojos entornados
y fantásticos castillos en las nubes que pasaban,
las que jamás huyen de un cielo de verano.
Castillo de la Indolencia2
--
En lo más profundo de una de las inmensas ensenadas de playas que
el Hudson acaricia en sus orillas orientales, se produce un enorme
ensanchamiento al que los viejos marinos holandeses llamaron en tiempos
Tappan Zee; para navegarlo, recogían las velas prudentemente mientras
invocaban a San Nicolás. Justo allí se alza una pequeña aldea con su
puerto recoleto, a la que algunos dan el nombre de Greensburg, pero a la
que la mayoría de la gente llama Tarry3 Town. Recibió este nombre, por lo
que sabemos, en tiempos antiguos; se lo dieron las buenas mujeres de un
villorrio vecino, pues era en las tabernas de Tarry Town donde sus
maridos se demoraban muy largamente en los días de mercado. Eso es lo
que dicen; yo no puedo dar fe de ello, pero aquí lo hago constar en aras
de la autenticidad de los hechos que se narran.
No muy lejos de esta villa, acaso a un par de millas, se abre un valle
pequeño, al que acaso haya que llamar simplemente una lengua de tierra
entre las altas colinas, que desde luego no tiene igual en todo el mundo
por la tranquilidad que allí se respira. Un arroyuelo cruza el valle con su
rumor delicioso que le obliga a uno a descansar. Allí, ningún ruido turba tu
paz, salvo, acaso, el canto súbito de una codorniz o el repiqueteo de un
pájaro carpintero en cualquier árbol, nada más; el resto, tranquilidad
plena.
Recuerdo que, siendo yo niño, hice mi primera cacería de ardillas en
un bosque preñado de nogales no muy altos que derramaban su sombra a
uno de los lados de aquel pequeño valle. Vagabundeaba por allí al
mediodía, en esas horas en las que la naturaleza se muestra
particularmente inmóvil, y me sobresaltó el estruendo que hizo mi propia
escopeta al disparar, pues en la profanación de aquel silencio sabático el
1 Seudónimo con el que Irving publicó su primer libro, The Sketch Book, de sátiras neoyorkinos, auténtica
escuela de los grandes periodistas norteamericanos del xix y el xx, y obra que granjeó fama a nuestro autor en
toda Europa. Knickerbocker es el nombre neerlandés de los típicos pantalones holandeses de los campesinos,
cortos, anchos v ceñidos bajo las rodillas, y sirvió para designar a los neoyorkinos oriundos de Holanda, una
de las comunidades más influyentes en los siglos xviii y xix; fue igualmente el nombre de un grupo literario
muy, activo, fundado por el periodista y narrador Fitz Greene Halleck (1790-1867), y de ahí se origina,
además, el nombre del equipo de baloncesto de los Knick's de Nueva York, o New York Knickerbockers,
favorito tradicional de los artistas v de los intelectuales de la ciudad. Del pantalón Knickerbocker, por lo
demás, deriva el término knickers, una de las maneras de llamar a las bragas de mujer en slang...
2 Castle of Indolence, poema del escocés James Thomson (1700-1748), una de las glorias de la literatura
inglesa del XVIII.
3 To Tarry, verbo: tardar, demorar, ralentizar. Se utiliza también como adjetivo sinónimo de lento.
disparo se eternizó en el aire hasta que al fin el eco me lo devolvió con
furia. Si alguna vez deseara retirarme del mundo y todas sus tentaciones
buscando el solaz de los lugares más encantadoramente apacibles y
gratos, no dudaría en dirigirme a este pequeño valle, pues ningún otro
lugar conozco que tanta paz ofrezca.
Este lugar, desde tiempos remotos, desde que se asentaron aquí los
primeros colonos holandeses, se conoce como Sleepy Hollow, sin duda por
las características tan peculiares de los descendientes de los colonos
holandeses, gente apacible, serena, acaso indolente... También desde
antiguo se llama a los mozos del lugar, en los pueblos vecinos, los
muchachos del valle soñoliento4. Realmente, es como si esta tierra
estuviera envuelta en una atmósfera de ensoñación y calma densa.
Algunos cuentan que fue hechizada por cierto doctor alemán en los
primeros tiempos de los asentamientos de colonos; para otros, fue un
antiguo jefe indio, mago o profeta de la tribu, el que encantó la región
antes de que la descubriese Hendrick Hudson5. Y ciertamente parece este
lugar, aún hoy, envuelto en un poderoso hechizo que llena de extrañas
fantasmagorías las cabezas de esas buenas gentes que lo habitan,
haciéndoles caminar de continuo en una especie de duermevela. Creen,
por supuesto, en los más raros poderes; suelen caer a menudo en trance
y tienen visiones; escuchan en el aire voces y músicas indescifrables... No
hay vecino que no tenga noticia de algún hecho extraordinario o que no se
sepa alguna historia maravillosa, o que no pueda señalar qué paraje
alberga entre sus profusas sombras algún espectro acechante; las
estrellas fugaces y los meteoritos de fuego a menudo cruzan el valle,
acaso por todo ello, con más frecuencia que en cualquier otra parte de la
región; podría decirse, pues, que aquí el demonio de la pesadilla y sus
figuras diabólicas tienen el mejor escenario posible para ejecutar sus
danzas y morisquetas.
El espíritu dominante, sin embargo, el que más influjo tiene sobre la
imaginación de las gentes, el que parece someter a todos los espíritus que
habitan los aires, es un fantasma, auténtico rey de esta región encantada;
un fantasma decapitado que se aparece a lomos de un caballo... Para
algunos, no es otro que el espectro de un soldado que sirvió en la
caballería de Hesse6; un soldado al que una bala de cañón arrancó de
cuajo la cabeza en una batalla de la Guerra Revolucionaria7 y que aún
galopa, como llevado por el viento, en las noches más oscuras. Sus
dominios, empero, no son únicamente los del valle, y muchos aseguran
haberlo visto por caminos más alejados y especialmente en las cercanías
de una iglesia apartada del pueblo. Los historiadores de la región más
dignos de aprecio aseguran que, tras haber estudiado en detalle todas las
4 En el original, Sleepy Hollow Boys. Sleepy: sonoliento; Hollow. valle, hondonada.
5 O Henry Hudson (1565-1611) marino inglés de la Compañía de las Indias Holandesas. En aguas de Nueva
Zembla (en la costa septentrional de Rusia) se amotinó su tripulación, cuando se disponía a partir hacia China,
por lo que hubo de llevar sus barcos, el Buena Esperanza y el Media luna, hasta Norteamérica, donde
descubrió el río que lleva su nombre desde 1609.
6 Duque alemán que alquiló parte de sus tropas a los ingleses en su lucha contra los norteamericanos. El gran
ducado de Hesse se conformó en 1567; en la Guerra de Independencia (1776-1786), y del lado de los ingleses,
participaron como mercenarios unos 17.000 soldados alemanes bajo la bandera del gran ducado de Hesse.
7 Guerra de la Independencia o Revolución Americana.
versiones que se dan sobre el jinete decapitado, y tras haberlas
contrastado, han llegado a la conclusión de que el cuerpo de aquel soldado
recibió sepultura en el camposanto de aquella iglesia junto a la que se
aparece, sí, pero que su fantasma vaga por las noches y pena en busca de
su cabeza en lo que fue campo de batalla; después, antes de que
amanezca, ha de regresar a su tumba... Por eso atraviesa a galope
tendido el valle poco antes de que comience a clarear el día.
Así es como se interpreta, de común, esta superstición legendaria,
que tanto alienta las historias que se dicen unos a otros los habitantes de
esta región en sombras; así es como se dio al espectro el nombre de El
Jinete sin cabeza de Sleepy Hollow.
Reseñemos, sin embargo, un hecho claro, cual lo es que la
propensión a tener visiones espectrales no es sólo cosa de estas buenas
gentes que habitan el valle; aseguro que quien resida aquí por un tiempo
también las tendrá. No importa cuán despierto hayas sido, una vez te
adentras en las sombras de esta región ya no puedes permanecer ajeno a
su influjo; la ensoñación mágica de su atmósfera se apodera de ti al
instante; no tardarás mucho en tener visiones, en soñar con los ojos
abiertos.
Tengo mucho cariño a este pacífico lugar, sin embargo, pues fue aquí,
al igual que en otros valles próximos, donde los holandeses que buscaron
refugio en el gran Estado de Nueva York dejaron costumbres, usos y
tradiciones que aún se conservan, en contra de lo ocurrido en otros
lugares, donde han sido arrastradas por la marea inmigratoria y por el
progreso que transforma día a día nuestra emprendedora nación, de
manera imparable. Por eso digo que un lugar como Sleepy Hollow es un
remanso de paz en el que las corrientes migratorias no se llevan ni la
hierba ni el cauce de los arroyos con sus aguas saltarinas y burbujeantes;
tienen aquí una suerte de puerto en el que remansarse mientras más allá
se producen los torrentes que arrasan. Ya han pasado muchos años desde
que logré despojarme, además, del velo de sombras de Sleepy Hollow,
pero aún me pregunto si no seguirán en el valle los mismos árboles y en
el pueblo las mismas familias vegetando en este confín que les da
protección.
En este apartado rincón de la naturaleza vivía en una época ya
remota de la historia americana, esto es, hace unos treinta años, una
bellísima persona llamada Ichabod Crane, que se «aletargaba», cual
gustaba decir, en Sleepy Hollow, para instruir convenientemente a los
niños del pueblo. Era natural de Connecticut, un Estado que abastece a la
Unión de aventureros de obra y de pensamiento y del que cada año parten
miles de hombres para trabajar como leñadores en las fronteras con los
otros estados o como maestros de escuela en los mismos.
El apellido Crane8 le iba de maravilla. Era alto, extremadamente flaco,
de largos brazos, de piernas no menos desmesuradas, con los hombros
muy estrechos, con las manos que parecían írsele casi una milla de las
mangas, con los pies que podían haberse utilizado como si fueran palas,
con toda su estampa, en fin, como desmadejada, como si su cuerpo se
8 Grulla.
mantuviese unido, extrañamente, en todas sus partes. De su cabeza
pequeña y aplanada salían dos orejas gigantescas y parecían habérsele
incrustado bajo la frente chata aquellos dos ojos verdes, como de vidrio;
su nariz, de tan larga, parecía buscar de continuo algo en el suelo;
digamos que su cabeza, de perfil, parecía una veleta con silueta de gallo,
que hubiera sido puesta en la fina varilla de hierro de su cuello para
indicar la dirección de los vientos. Quien lo viera en un día de viento, a
zancadas por la ladera de una colina, con sus ropas que parecían bailarle
en el cuerpo, bien podría pensar en una llegada a la tierra del espíritu del
hambre... O que un espantapájaros se largaba de su campo de trigo...
Su escuela estaba en una casa de una planta y de una sola estancia,
una casa hecha de troncos, tosca y rural; en los cristales de la única
ventana, varios de ellos parcialmente rotos, parches de hojas arrancadas
de cuadernos escolares. No sin bastante ingenio protegía la casa, sin
embargo, con un picaporte hecho de mimbre durante sus ratos de ocio, en
la puerta, y unas estacas que apuntalaban la contraventana, de forma tal
que el curioso arquitecto tenía por seguro que, de entrar algún ladrón, y
aunque tuviera fácil el acceso, salir de allí le resultaría de veras difícil. Era
como si se hubiese inspirado en una trampa para pescar anguilas creada
por un Yost Von Houten9 cualquiera. La escuela, en fin, se alzaba en un
paraje solitario, a las afueras del pueblo, en un pequeño bosque que
crecía a los pies de una colina; un enorme abedul le daba sombra y un
sinuoso riachuelo pasaba muy cerca. El murmullo de las voces de sus
discípulos, como el rumor de una colmena, lo arrullaba en los pesados días
del verano, aunque en ocasiones, al hacerse escandaloso, le obligaba a
levantar la voz en tono de amenaza y reprobación, e incluso a aguijonear
con un palmetazo la mano de uno de aquellos holgazanes jaraneros que
tan escandalosamente se desviaban de la senda del conocimiento... A
decir verdad, era un maestro concienzudo; siempre tenía en mente esa
máxima de oro que dice así: «La letra con sangre entra»10. Desde luego,
no mimaba mucho a sus alumnos el viejo Ichabod Crane...
No quisiera que se le tuviese, sin embargo, por uno de esos maestros
crueles y prepotentes que disfrutan haciendo sufrir y denigrando a sus
discípulos; por el contrario, administraba justicia con claro discernimiento
entre el bien y el mal, más que con severidad; exoneraba de peso las
espaldas del más débil para hacerlo recaer en el más fuerte; castigaba con
indulgencia al que se estremecía con los golpes de su vara, pero brillaba
clamorosamente la llama de ¡ajusticia cuando sacudía sin contemplaciones
a un muchacho holandés cabezota y terco, a un pilluelo que, aun
soportando el castigo, se le volviera contumaz y altivo, gruñón y
despectivo ante cada golpe de su vara. Era lo que él decía «cumplimiento
de mi deber» encargado por los padres de sus alumnos; cabe señalar,
además, que nunca infligió castigo alguno a cualquiera de los muchachos
sin antes asegurarle, para dar el necesario consuelo al insolente, que lo
9 Nombre popular para designar a un holandés cualquiera.
10 Así se traduce de común, aunque es, evidentemente, lo más aproximado. En realidad dice Spare the rod and
spoil the child, que vendría a ser algo así como «Ahórrate la vara y mima al niño», en un juego de palabras de
manifiesta y sarcástica doble intención.
hacía por su bien, añadiendo: «Me estarás por ello agradecido de por
vida».
Cuando acababan las clases, empero, era siempre el mejor
compañero de juegos de los niños; las tardes de los días festivos
acompañaba a los más pequeños hasta sus casas, muy especialmente a
los que tenían alguna hermana mayor hermosa, o por madre a una buena
ama de casa famosa en el vecindario por su excelente despensa. Por eso,
sobre todo, hacía cuanto estaba en su mano para ser querido y apreciado
por sus pupilos. Lo que cobraba en la escuela era poco, apenas le llegaba
para comprarse el pan de cada día, y ha de hacerse notar que era hombre
muy comilón y con unas tragaderas capaces de dilatarse como una
anaconda, por lo que, a fin de vivir cual es debido, y siguiendo la
costumbre de entonces para con los maestros, se alojaba y comía en las
granjas de los padres de sus alumnos. Vivía una semana en cada granja;
iba de granja en granja, pues, con sus escasas pertenencias mundanas
metidas en un pañuelo de algodón.
Aquello, empero, no debía de resultarles en exceso gravoso a sus
rústicos patrones, quienes de común consideran una carga excesiva
alimentar a cualquier maestro y todo un derroche mantener una escuela,
por lo que procuraba hacerse grato y útil a quienes le daban comida y
techo. Así, y como no era cosa de exagerar, ayudaba a los labriegos en
sus tareas más sencillas, apilaba el heno, reparaba una valla, iba a la
pradera a buscar el ganado que pastaba, cortaba leña cuando comenzaba
a dejarse sentir el frío del invierno... No se mostraba entonces, en fin, con
la dignidad arrogante de que hacía gala en la escuela, su pequeño
imperio, y se comportaba no ya educado y cortés, sino decididamente
obsequioso; era la admiración de las madres por el cariño con que trataba
entonces a sus hijos, sobre todo a los más chicos, y como el león que
acaricia con sus garras al cordero que se va a comer, ponía en sus rodillas
a cualquiera de los pequeños mientras con el pie de la otra pierna mecía la
cuna de otro aún más chico durante horas.
Además de vocación semejante, hacía demostración de otras no
menos reseñables; era el maestro de canto del pueblo y buenas y muy
relucientes monedas le caían por enseñar a entonar debidamente los
salmos a los jóvenes vecinos. No hay ni que decir cuánto se pavoneaba y
gozaba los domingos en la iglesia, con su coro compuesto por cantores
bien seleccionados, allí, en lugar preeminente, robando protagonismo, lo
sabía bien el maestro, al viejo pastor oficiante. Es verdad que su voz, al
cantar, se dejaba sentir por encima del susurro de las oraciones; todavía
hoy se oyen en la iglesia los domingos por la mañana, durante la
celebración de los oficios, unos trinos que, dicen los lugareños, son los
legítimos descendientes de la nariz de Ichabod Crane, trinos que pueden
escucharse hasta más allá de una milla, a través del aire, por donde está
la alberca... Así, pillando por aquí, trampeando por allá, como se dice
vulgarmente11 de un modo u otro hacía más llevadera su vida el modesto
pedagogo, incluso medianamente regalada, aunque eran no pocos, esos
que en nada aprecian el trabajo intelectual, los que creían que llevaba una
11 By book and by crook, en el original.
vida muy fácil, maravillosamente apacible, a cambio de nada, de ningún
esfuerzo.
Un maestro de escuela es por lo general un hombre, sin embargo,
tenido por importante en el círculo femenino de las comunidades rurales.
Se le tiene por una especie de ídolo, por un caballero tan ocioso como
culto, superior, por ello, a los hombres gárrulos que componen el
elemento masculino de los pueblos; acaso únicamente se le considere
inferior en saberes con respecto al pastor de la iglesia... Su presencia, así
las cosas, causa siempre cierta expectativa cuando está a la mesa en
cualquier casa, dispuesto a dar buena cuenta de lo que va a servirse; es
su presencia, nada más, lo que hace que las buenas amas de casa se
afanen especialmente en preparar platillos exquisitos y dulces suculentos
en abundancia; algunas hasta aprovechan la ocasión para sacar a relucir
sus juegos de té de plata... Nuestro hombre de letras, en suma, estaba
particularmente feliz entre las damas sonrientes del pueblo y aledaños.
Era digno de verse cuánto gozaba de su compañía, cómo se lucía ante
ellas en el jardín de la iglesia y en el camposanto próximo los domingos,
una vez concluido el oficio, descifrándoles las crípticas inscripciones de las
tumbas, ofreciéndoles racimos de uvas silvestres de los árboles del jardín,
paseando con toda aquella grey femenina por las márgenes de la presa
del molino... Ni que decir tiene que los gárrulos hombres del lugar, tan
menoscabados como envidiosos, ni se atrevían a intervenir; se limitaban a
mirarle desde lejos, envidiosos de su sabiduría y superior elegancia.
De aquella su vida en cierto modo errabunda, le venía además otra
condición, la de ser una especie de gacetilla rodante, pues llevaba de casa
en casa noticias, rumores y chismorreos en general de toda la comarca;
eso, por supuesto, hacía que su presencia fuera acogida con especial
interés, sobre todo por parte de las mujeres de las casas, quienes además
gozaban especialmente de su erudición por cuanto tenía hechas una
cuantas y al parecer buenas lecturas, tales como la de la obra de Cotton
Mather12 Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, un asunto, el de la
brujería, en el que, dicho sea de paso, creía firme y fervorosamente el
maestro.
Era, en efecto, un hombre a la vez sagaz y crédulo, incluso simplón
en estos aspectos... Su apetencia de saberes acerca de lo maravilloso, su
afán de conocer cosas acerca de lo sobrenatural, eran tan extraordinarios
como su capacidad de digerir cuanto de todo ello tenía noticia, algo que se
hizo más fuerte en él tras un cierto tiempo de estancia en Sleepy Hollow.
Ni la narración terrorífica más infame o monstruosa le revolvía las tripas o
le parecía increíble. Cuando cerraba su escuela a la caída de la tarde, solía
ir a tumbarse plácidamente sobre los tréboles arracimados que le ofrecían
un dulce lecho a la orilla del arroyo y allí se daba a la lectura de las
truculentas historietas narradas por el viejo Mather, hasta que la
oscuridad hacía que las líneas de las páginas aparecieran borrosas ante
sus ojos. Era entonces cuando, de camino a la granja en la que se
12 Cotton Mather (1663-1728), religioso bostoniano y predicador vehemente, uno de los más renombrados y
temibles puritanos de Nueva Inglaterra, responsable último de la caza y quema de brujas de Salem, cerca de
Boston, en 1692. Publicó la obra a la que alude Irving, History of New England Witchcraft, en 1720, un año
antes de que apareciera su obra más conocida, Christian Philosopher.
hospedara por aquellos días, evitando tierras de légamo y atravesando
bosques tan frondosos como oscuros, su imaginación, con cada crujido de
una rama, con cada rumor de hojas o de plantas silvestres, se
impresionaba sin duda por lo que había leído antes, llenándose el maestro
de un pavoroso escalofrío tan fuerte como constante. El graznido de un
ave nocturna, el croar de una rana, el canto hiriente de una lechuza, un
aleteo de pájaros asustados ante sus pisadas, lo estremecían; se asustaba
incluso de las luciérnagas, que tanto brillan en la oscuridad y que tan a
menudo le salían al paso; y si una cucaracha voladora se estrellaba contra
su cabeza, creía estar poseído al momento por un maleficio fatal. Así, no
era capaz de hallar paz más que entonando alguno de los salmos, lo que
además le ayudaba a evitar tan turbadores pensamientos, pero con ello no
hacía sino llevar el pánico a las pobres gentes de Sleepy Hollow, que en
mitad de aquella hora crepuscular, sentadas a las puertas de sus casas, al
escuchar aquella su voz gritona y nasal «en lazos de dulzura
perdurable»13, se horrorizaban ante eso que les llegaba desde más allá del
camino polvoriento que tenían ante sí.
Otra de las fuentes de su gozo, gozo acaso un tanto doloroso, era el
que le procuraba la compañía de aquellas mujeres holandesas en las
noches de invierno, ante el hogar de cualquier casa, las cuales relataban
historias de demonios y aparecidos mientras cosían y se asaban las
manzanas al fuego, o historias de bosques y de ríos encantados, o de
caminos y hasta de casas hechizados... Mas, por sobre todas, la historia
que lo dejaba sobrecogido era la del jinete decapitado, la de aquel soldado
sin cabeza que galopaba de noche por el valle... En justa correspondencia,
él les refería casos de brujería, augurios terribles, apariciones portentosas,
extraños sonidos que llevaba el aire, con sus respectivas significaciones;
cosas que, según la tradición, habían acontecido en tiempos en
Connecticut; y disfrutaba entonces asustando a las crédulas mujeres con
sus especulaciones acerca de cometas y estrellas fugaces que trazaban
círculos en el cielo, lo que según su decir suponía la llegada de cambios
terribles para el mundo, por no hablar de las cabriolas que según él hacía
nuestra propia tierra en sus rotaciones, obligándolas a estar más de media
vida cabeza abajo...
Aquel placer, sin embargo, se trocaba en terror cuando quienes
participaban en esas reuniones junto al fuego del hogar salían de la
acogedora estancia. Figuras esquivas, de presencia inexplicable; sombras
por los senderos, amenazantes como una presencia real; nieve que
brillaba como una sepultura marmórea, entre más sombras; haces de luz
a lo lejos, vibrantes, en una ventana; un arbusto nevado que, cual una
fantasmagoría, aparece de pronto en el camino; pisadas lentas, temibles,
sobre la tierra... ¡Cuántas veces estuvo a punto de morir de angustia el
maestro cuando creyó oír en el soplo del viento entre los árboles el paso
de un jinete sin cabeza que cabalgaba por el bosque!
No eran, sin embargo, más que los lógicos terrores nocturnos, los
propios de cuando uno regresa de noche a su casa a través de las
sombras; no eran, pues, otra cosa que los fantasmas de la mente; aunque
13 De un verso de John Milton, del poema L' allegro, de 1632.
estaba seguro de avistar espectros, incluso al mismísimo Satán en
cualquiera de sus formas, siempre la luz del día ponía fin a sus
demoníacos terrores... Digamos que el pobre maestro hubiera podido
disfrutar por mucho tiempo de una existencia plácida y feliz, sólo alterada
por estas minucias, obra del maligno, de no haberse cruzado en su camino
la criatura que más turbaciones causa en la existencia del hombre,
mayores aún que cualesquiera espectros, demonios y brujos juntos: una
mujer.
Entre los alumnos de canto que se reunían en torno al maestro una
vez a la semana para entonar salmos estaba Katrina Van Tassel, la hija
única de un granjero holandés muy rico. Bellísima, estaba en la flor de sus
espléndidos dieciocho años, lustrosa como una perdiz, suave y delicada,
de rosadas mejillas; apetecible, en fin, como los melocotones que
cosechaba su padre, y famosa y deseada, no sólo por su hermosura, sino
precisamente por ser la heredera única de la riqueza que había hecho su
padre, lo que aumentaba las expectativas con respecto a tan notable
damisela. Era un tanto coqueta; vestía combinando sabiamente lo
tradicional y lo moderno, siempre en aras del realzamiento de su belleza;
lucía, por ejemplo, las viejas joyas que su abuela trajera de Saardam14,
sobre su tentador escote, cuando se ponía aquel corto vestido que
descubría las pantorrillas más apetecibles de la región y unos pies
lindísimos.
Ichabod Crane era hombre de corazón enternecido y bien dispuesto
hacia las mujeres; no debe maravillarnos, en consecuencia, que
sucumbiera pronto ante los exquisitos encantos de la muchacha, y más si
se tiene en cuenta que poco ha fuera invitado en la muy próspera casa del
granjero holandés, padre de Katrina.
El viejo Baltus Van Tassel era la mejor representación de un granjero
próspero y feliz, además de muy liberal en su generosidad. Le importaba
poco cuanto acontecía más allá de las lindes de sus propiedades, pero en
éstas todo era detalle, lujo, bonanza... Tampoco hacía ostentación de su
riqueza, pues prefería disfrutar de cuanto tenía en vez de presumir de lo
logrado. Su granja estaba en las orillas del Hudson, en un rincón natural
hermoso, muy verde y fértil, a salvo de los malos vientos; en el sitio,
pues, donde más les gustó echar raíces a los colonos llegados de Holanda.
Un gran olmo daba amparo a la casa, y junto al árbol imponente una
fuente de aguas límpidas y frescas vertía en un barril, el cual, a su vez, las
derramaba entre la hierba hasta unirlas a un arroyo próximo que parecía
musitar su arrullo permanente a los alisos y sauces enanos que tenía por
vecinos. El granero próximo a la mansión del holandés era tan enorme
que podía haber sido habilitado como iglesia; enorme y próspero; tan
atiborrado estaba de los tesoros que la tierra daba generosamente a su
propietario, que parecía ir a reventar en cualquier momento por sus
ventanas y la puerta... Por doquier se dejaba sentir el canto de las
golondrinas y de los vencejos que volaban casi a ras de los aleros del
tejado en donde dormitaban bajo el sol bandadas de palomas, alguna con
un ojo escrutando siempre los cielos como para cerciorarse de la bondad
14 Ciudad al norte de Ámsterdam.
del tiempo, mientras las demás metían la cabeza bajo un ala, en reposo
profundo, y otras ahuecaban sus plumas esperando el cortejo de los
palomos. Abajo, enormes, gordos, rozagantes, los cerdos hocicaban en la
abundancia y se refocilaban en la paz de sus zahúrdas mientras los
lechones asomaban el hocico entre las tablas que los guardaban como
para deleitarse con el aire y los aromas de la cochiquera. Un escuadrón de
gansos, en el estanque, parecía maniobrar ofreciendo escolta a varias
flotillas de patos mientras todo un regimiento de pavos se lucía ante las
gallinas, que parecían protestar ante tamaña exhibición, cloqueando de
manera desafinada y malhumorada, como las amas de casa... Ajeno a
todo esto, sin embargo, el gallo, como un digno caballero, como un
ejemplo de esposo o de guerrero, batía altivo sus alas como de acero y
lanzaba su alegre canto, mientras escarbaba con sus patas, para llamar a
sus hijos y a sus esposas a compartir con él un suculento manjar que
acababa de descubrir.
Salivaba de gusto el pedagogo mientras contemplaba todo aquello, la
mejor provisión para un duro invierno. Su imaginación voraz le hacía ver a
su alrededor a los lechones rellenos de pudin y prestos a ser asados con
una manzana en la boca; a los pichones, en un lecho de hojaldre y
arropados por una sábana de crujiente y bien tostada corteza; a los
gansos, nadando ahora en su propia salsa, igual que los patos, que lo
hacían en parejas, cual matrimonios perfectos, pero sobre una salsa de
cebollas, como compitiendo con los gansos en galanura... En los cerdos
veía ya las plateadas vetas del tocino brillando entre el sabroso jamón y ni
uno solo de los pavos quedaba libre de aquellas ensoñaciones del
maestro, que se los presentaba trufados, con la molleja bajo un ala y con
un collar de jugosas salchichas. En cuanto al muy altanero cantor de las
granjas, es suficiente decir que lo veía ya patas arriba, en una bandeja,
implorando una suerte de clemencia que en vida jamás hubiera recabado.
Todas estas fantasías arrebatadas tenía el fervoroso Ichabod; y
cuanto más miraban sus ojos verdes hacia cualquier lugar de aquella feraz
tierra con sus trigales, con su centeno, con su maíz, con su cebada, o a
los árboles que rendían sus ramas de tanto fruto como en ellas había, o
hacia los huertos que rodeaban la mansión de Van Tassel, más
aceleradamente le latía el corazón, sobre todo porque lo hacía pensando
en la damisela que heredaría aquellos dominios. También, como es
natural, pensaba en el dinero contante y sonante que debía de dar todo
aquello, un dinero que su imaginación le decía que podría gastarse en
palacios de madera, levantados en parajes tan idílicos como recónditos, y
en la compra de tierras vírgenes pero tan generosas como las del
holandés. Aún iban más lejos sus fantasías; se imaginaba ya a la gentil
Katrina rodeada de un montón de niños, en una carreta cargada con ollas
y pucheros, con toda clase de cacharros de cocina entrechocándose, y
montado él mismo a lomos de una yegua mansa a cuyo lado iba al paso
un potrillo, camino de Tennessee, camino de Kentucky o camino de sólo
Dios sabía dónde...
Cuando entró en la casa propiamente dicha, en aquella mansión, su
corazón quedó definitivamente cautivo. Era una de esas casas de granja
espaciosas, de tejado a dos aguas que llegaban casi hasta el suelo, según
el tipo de construcción de los primeros colonos holandeses; unos tejados
cuyos aleros, hacia afuera, al caer formaban pórticos en los que
guarecerse en los días de lluvia, y de cuyas traviesas de madera colgaban
arneses de caballerías, aperos de labranza y redes para pescar en el río
cercano. Junto a los muros de la casa había bancos en los que sentarse a
descansar en verano; una rueda de hilar en un extremo, y una
mantequera en el otro, no hacían sino demostrar las posibilidades de
hacer cosas diferentes y de provecho que brindaba tan espléndido porche.
El maestro, encantado con lo que veía, entró en la casa; lo primero
que vio fue un magnífico aparador acristalado que guardaba la reluciente
vajilla. En un rincón de la sala vieron sus ojos un gran saco lleno de lana
presta para ser hilada; en otro, una pila de lino recién sacada del telar.
Había en las paredes mazorcas de maíz, manzanas y melocotones secos
en ristras, contrastando con el rojo fuerte de los pimientos igualmente
colgados en ristras. Una puerta a medio abrir permitía ver el gran salón de
la casa, en el que unas mesas de caoba purísima refulgían como espejos y
las sillas que había en torno a ellas se aferraban al suelo sólidamente, con
sus patas labradas. Ante el hogar, un morillo con pequeñas palas y
tenazas y atizadores parecía un mazo de espárragos de hierro; sobre la
repisa de la chimenea, macetas y conchas marinas; más arriba, en la
pared, una cadena hecha con pequeños huevos de pájaro coloreados, y
más abajo aun, pendía un tremendo huevo de avestruz. En una esquina,
un anaquel descubierto, para que se viera bien, mostraba todo un tesoro
de plata antigua y de piezas de porcelana de la China.
Desde el primer momento en que Ichabod paseó su mirada por
aquellas maravillas quedó turbada su paz interior de siempre; a partir de
aquel instante no hizo sino concentrarse y estudiar cómo ganarse los
favores más afectuosos de aquella perla tan valiosa que era la hija de Van
Tassel. Una empresa, sin embargo, que presentaba no pocas dificultades,
muchas más de las que en otros tiempos se veían obligados a superar los
caballeros andantes que sólo tenían que luchar contra gigantes, magos,
dragones que expulsaban fuego por sus fauces y otras criaturas
semejantes, fáciles de vencer con sólo echar abajo una puerta de hierro o
de bronce, y unos cuantos muros de diamante; así accedían al castillo
encantado donde presa les aguardaba la dama de sus amores, cosa tan
simple como abrirse paso con un cuchillo a través de un pastel de
Navidades. Allí la dama se arrojaba en brazos del caballero como la cosa
más natural del mundo. Ichabod, por el contrario, tenía que luchar duro
para conquistar el corazón de aquella damisela coqueta y caprichosa; un
corazón que le latía como si se hubiese perdido en un laberinto de
extravagancias y caprichosos, querencioso de una cosa ahora y de la
contraria poco después; algo, en fin, que ofrece incontables quebraderos
de cabeza si se trata de lograr una conquista amorosa, asunto para el
que, encima, habría de hacer frente a los impedimentos que le opusieran
aquellos rudos mozos del pueblo que en legión también pretendían a la
hija del próspero holandés. Eran muchos, pues, los fantasmas, de carne y
hueso éstos, que se apostaban en los caminos del corazón de la muchacha
a la espera de que ella los llamase; además, recelaban los unos de los
otros, se dirigían terribles miradas de odio... Se mostraban, en fin,
dispuestos a combatirse sin piedad en aras de la pieza ansiada; dispuestos
también, además, a unirse para espantar a quien osara convertirse en el
nuevo pretendiente de la heredera.
El peor y más peligroso de todos era un muchacho vocinglero y
engallado que se llamaba Abraham, o Brom Van Brunt, por decirlo a la
holandesa; un tipo achulado, de mirada pícara, que era en la región todo
un héroe merced a su fuerza y a sus baladronadas a menudo temerarias.
Era muy ancho de espaldas y tenía macizos y musculados los brazos;
llevaba sus cabellos rizados y negros muy cortos y tenía de continuo en la
cara un aire que si no era jovial del todo tampoco lo era de ruda
arrogancia; no era, en general, un muchacho de aspecto desagradable; lo
llamaban Brom el Huesos, por la dureza de sus músculos relucientes y su
aspecto hercúleo, y era harto elogiada su destreza en la monta de
caballos; de hecho, viéndole cabalgar parecía tan imponente como un
jinete tártaro. Era siempre el primero en las carreras y en las peleas de
gallos; como en el medio rural se aprecia tanto la fuerza, que es cuanto
más se respeta, por otra parte, mediaba en todas las disputas y emitía
sentencia con un tono de voz y un aire todo que cohibía a quien fuera y
evitaba cualquier apelación. Por otro lado, no volvía la cara ante cualquier
bronca y gustaba de la broma y de la fiesta, pero su temperamento era
hijo, no de la mala sangre, sino de un cierto carácter travieso e infantil,
pues tras su aparente brutalidad se descubría fácilmente un poso de
alegría espontánea y de buen humor. Tenía tres o cuatro buenos amigos
que lo habían tomado por el modelo a seguir; con ellos iba por toda la
comarca de francachelas o en busca de pelea y bronca, si se terciaba, aquí
y allá, incluso muchas millas a la redonda. En el invierno destacaba entre
todos los demás hombres de su edad por su gran gorro de piel del que
pendía una muy llamativa cola de zorro cazado por él mismo, y cuando
quienes en algún lugar estaban de fiesta, veían a lo lejos ese gorro
galopando al frente de una partida de diestros jinetes, sabían de
inmediato que habría pelea... A menudo cabalgaba por la noche Brom
junto a sus amigos, ante las granjas, lanzando salvajes gritos a la manera
de los cosacos en tropel, y las viejas de la casa, al despertar alteradas por
aquel clamor insolente, no podían sino exclamar tranquilizadas una vez
oían alejarse los cascos de los caballos: «¡Vaya, otra vez Brom el Huesos
con su banda!» Ni que decir tiene que los lugareños le contemplaban con
una mezcla de miedo, respeto y gracia, y siempre que en el pueblo
sucedía alguna pelea, alguna bronca sin mayor importancia, movían la
cabeza de un lado a otro como disculpando aquella maldad venial del
Brom el Huesos, al que tenían de seguro por el autor de la misma, aun sin
verlo.
Ya hacía tiempo que tan rudo héroe había escogido a la hermosa
Katrina como la mujer de su vida, como aquella a la que dedicar sus
gárrulas galanterías, muy parecidas, por poner un ejemplo, a las que haría
un oso en un situación de cortejo parecida; aquello, por lo que se sabía en
el pueblo, no había hecho mella alguna, sin embargo, en la muchacha. Eso
no era obstáculo, en cualquier caso, para que el gigantón hiciera poner
pies en polvorosa a muchos de sus otros competidores en el amor de la
damisela, que huían temerosos de despertar su furia; bastaba con que
vieran su caballo en las proximidades de la casa de Van Tassel un
domingo por la noche para que escaparan deprisa de allí, echando chispas
y dispuestos a buscar guerra ante otros cuarteles.
Tal era, pues, el formidable rival con quien habría de vérselas el
bueno de Ichabod Crane; bien contemplado el asunto, es digno de tenerse
en cuenta que otros aspirantes al amor de la damisela, hombres mucho
más fuertes y arrojados que él, habrían desistido pronto por temor a
Brom, largándose sin ofrecer resistencia. Pero cuanto conformaba el
carácter del maestro era una feliz mixtura de tozudez y capacidad de
adaptación a las circunstancias de cada momento; era, pues, un hombre
de nervios bien templados, cabe decirlo así, como la urdimbre de un
florete; flexible pero acerado; uno de esos hombres que pueden ceder,
incluso doblarse, pero nunca doblegarse ni troncharse; y aunque en un
momento dado una leve presión pareciera hacerlo encorvar, apenas
estaba a punto de llegar al límite de su resistencia, ¡arriba!, ya estaba de
nuevo tieso y firme, con la cabeza aún más alta que antes.
Sabía que enfrentarse abiertamente a su rival en el amor era una
necedad, más que una locura, pues tendría que batirse contra un hombre
más joven y mucho más fuerte que él; un hombre tan fogoso y arrojado
como Aquiles; un hombre, en suma, que jamás cedería un paso en el
trance de disputarse el amor de una mujer. Ichabod, empero, constante y
como quien no quiere la cosa, avanzaba poco a poco, se insinuaba a la
rica y bella heredera siempre con galantería exquisita. En su calidad de
maestro de canto iba cada vez más frecuentemente a la casa del
holandés, un pretexto que en este caso no lo era para superar las
suspicacias de los padres de las muchachas en situaciones semejantes,
eso que tan a menudo se convierte en una gran piedra puesta en mitad
del sendero por el que pretenden caminar de la mano los amantes. Balt
Van Tassel era un hombre bueno, de alma apacible e indulgente; adoraba
a su hija aún más que a su pipa, y como hombre razonable que era,
además del mejor de los padres, permitía sin oposición alguna que la
muchacha tomase los caminos que mejor le vinieran en gana. Su esposa,
una mujer igualmente digna de mención, bastante tenía con mantener la
casa en perfecta disposición siempre y atender a las aves del corral, ya
que, como observaba con perspicacia no exenta de sabiduría, los gansos y
los patos son criaturas tan increíblemente estúpidas que no queda otro
remedio que cuidar de ellas de continuo, en tanto que una muchacha
casadera sabe cuidar de sí misma... Tal era la razón de que la muy
atareada ama de casa no parase un momento, bien haciendo la casa, bien
haciendo girar la rueca de hilar sin pausa... Balt, cuando a semejantes
tareas se entregaba su hacendosa mujercita, fumaba tranquilamente su
pipa, en el otro extremo del salón, mirando a través de la ventana las
furiosas acometidas de aquel espantapájaros de madera, con las manos
armadas con sendas espadas igualmente de madera, que parecía desafiar
al viento tanto como a los pájaros. Mientras, hay que decirlo así, Ichabod
atacaba las resistencias últimas de la hija de los granjeros, en defensa de
su nobilísima causa, bajo el gran olmo de la fuente, o paseando hacia el
crepúsculo cuando el día comenzaba a declinar, la mejor hora para que los
enamorados hagan gala de su elocuencia.
No puedo presumir acerca de cómo se conquistan los corazones
femeninos. Eso es algo que siempre ha constituido para mí un asunto tan
digno de admiración como enigmático; algunos de esos corazones parecen
tener un único punto vulnerable por el que acceder, y otros, por el
contrario, pueden ser conquistados de mil maneras distintas. Supone eso
que han de ponerse en práctica, pues, miles de artimañas para hacerse
con el favor de una damisela; mas si hemos de convenir en que es todo
un triunfo hacerse con el favor de uno de esos corazones citados en
primer lugar, los que nada más tienen una vía de acceso, mantener
cautivos a los citados en segundo lugar exige aún mayor destreza, mayor
lucha del hombre en la tarea, ardua cual batalla, de mantener bien
vigiladas todas sus vías de acceso; es como defender una fortaleza, para
lo cual no ha de olvidarse una sola ventana, una sola puerta. Así, el que
sea capaz de alzarse con la conquista de un millar de corazones podrá
hacer alarde, al tiempo, de su derecho a la fama y al reconocimiento, si
bien sólo podremos considerar un héroe de verdad a quien logre mantener
su dominio, por mucho tiempo, sobre el corazón de una dama coqueta.
En este supuesto acerca de las artes del galanteo no se contempla,
como es lógico pensarlo, al temido Brom el Huesos, pues desde el inicio
de la corte que hiciera Ichabod Crane, para ganarse el favor de la hija del
rico granjero, pareció ceder en la intensidad de su asedio; apenas se veía
ya su caballo los domingos por la tarde cerca de los establos de la granja,
lo que no quiere decir, sin embargo, que no se hiciera más ostensible que
nunca antes la enemistad entre él y el maestro de escuela de Sleepy
Hollow.
Brom, a quien adornaba una suerte de ruda, por no decir brutal,
caballerosidad, hubiera preferido dirimir tal disputa en una suerte de
campo de batalla abierto, ante los ojos de todos, lo que equivale a decir
que librando un combate que sirviera para calibrar ante la dama querida
las posibilidades de cada uno, al modo y manera de los caballeros de
antaño, los cuales así de simplemente establecían su derecho sobre el
corazón de una mujer. Mas, Ichabod, sin embargo, sabía bien que su
oponente era mucho más fuerte, que nada lograría en un enfrentamiento
directo contra él, así que eludía cualquier cosa que se pareciera a una
disputa frontal. Para colmo, hasta sus oídos alguien había llevado una
baladronada de Brom el Huesos, quien, según aquellas noticias que
recibiera Ichabod, «iba a tronchar en dos al maestro para meterlo así
partido en el armario de la escuela». Si por algo se caracterizaba Ichabod
era por su cautela; no iba a darle, pues, la oportunidad de partirle en dos,
y hay que reconocer que había bastante de provocación hacia el rival en
su actitud pacífica, en sus afanes de no concederle el combate ansiado.
Tanta obstinación por parte de su rival hacía que Brom el Huesos no
cejara en su empeño de urdir tretas y más tretas, algunas de una
bellaquería indecible, para llevar a su terreno a aquel increíble y
aparentemente inabordable rival, lo que no quiere decir sino que, al cabo,
el pobre maestro pasó a ser la víctima favorita de las maldades tramadas
por la banda de Brom el Huesos, dispuesta a dar todo su apoyo al jefe.
La banda, en su tropel de caballos, comenzó pues a hacer una
incursión y otra en los hasta entonces tranquilos dominios del maestro;
unas veces taponaban la chimenea del tejado, con lo cual la escuela se
llenaba de humo; otras, ya de noche, entraban en la escuela y volcaban
pupitres y mesas, tiraban por el suelo los papeles y los libros... Hacían así,
en fin, inútiles las defensas de mimbre y estacas que pusiera el maestro,
quien hubo de admitir que su escuela no era la trampa para pescar
anguilas que había supuesto... El pobre llegó a pensar que las brujas todas
de la región habían decidido tomar posesión de su escuela para celebrar
en ella los akelarres15. Aun con todo, esto no era lo peor; Brom el Huesos
no dejaba escapar la mínima ocasión que se le presentara, a fin de
ridiculizarlo ante la damisela; para colmo, había adiestrado a un perro
vagabundo para que aullara de manera terrible y ridícula, en una especie
de lúbrico lamento; cuando se producía, aseguraba Brom que aquel
escándalo no era debido sino al pobre maestro, que daba así sus clases de
canto a la impar Katrina. Así estuvieron las cosas durante un tiempo, sin
que se produjera ningún cambio digno de mención en la estrategia
guerrera de los contendientes.
Una tarde de otoño, muy hermosa, se hallaba Ichabod sumido en sus
reflexiones, con las posaderas descansadas en el alto taburete desde el
que dominaba su pequeño imperio escolar y cuanto hacían sus alumnos,
blandiendo en su mano la vara de castigar, aquella especie de
representación un tanto espectral de la justicia con que ejercía su poder.
Tenía detrás, colgada en la pared de tres clavos roñosos, otra vara, por si
se le rompía la primera, y delante, sobre su mesa, alguna que otra arma y
unas cuantas cosas de contrabando que había decomisado a sus alumnos,
tales como una manzana herida por unos cuantos mordiscos, varias
cerbatanas, peonzas, jaulas para moscas y grillos y un montón de
pajaritas de papel, lo que denotaba que no mucho antes habíase visto
obligado a impartir justicia, haciendo víctima de ella a cualquiera de los
pilluelos que acudían a oír su sabia palabra; de hecho, los muchachos
permanecían ahora en silencio, fijos los ojos en sus libros; todo lo más,
algunos cuchicheaban muy bajito sin perder de vista al maestro, por si se
les acercaba vara en ristre... Un murmullo sutil, de expectativa temerosa,
flotaba en el ambiente de la clase... De súbito se rompió aquel silencio,
empero, con la entrada en la escuela de un negro que vestía chaqueta y
pantalones de estopa y que se tocaba con un viejo y mugriento sombrero
de copa, como un Mercurio con sombrero... Había llegado montando un
penco flaco, medio salvaje y cojo, al que guiaba no más que con una
soguilla atada a los belfos. Naturalmente, su presencia en la puerta de la
escuela no pudo pasar inadvertida, al contrario; y mucho menos para el
maestro, puesto que le llevaba un recado según el cual aquella misma
noche el matrimonio Van Tassel y su hija ofrecían una recepción a la que
estaba invitado muy especialmente. El negro declamó, más que decirlo, su
mensaje de manera harto elocuente, haciendo un gran esfuerzo por
decirlo con las palabras más a propósito para tan magno evento, cual
solían hacerlo los negros de aquellos días, habitualmente utilizados como
embajadores para llevar todo tipo de recados y encomiendas. Después
volvió a subirse a su penco y pronto se le perdió de vista, galopando, no
tan ceremoniosamente como veloz, hasta perderse en lo más oculto de la
15 Valga esta significativa voz vasca, aunque Irving habla sólo de meetings, encuentros, reuniones.
hondonada, cual debe hacerlo un buen mensajero. No cesó con su ida el
follón que entre el alumnado provocó aquello, perdida ya la paz que
dominaba la clase una vez consumado el último castigo. Con la anuencia
del maestro dieron cuenta los alumnos de sus lecciones a toda prisa, sin
parar mientes en la observación de esos aspectos que de común,
minucioso, les exigía el bueno de Crane; más aún, los más pillos se
saltaban de golpe hasta media página, sin que el digno pedagogo reparase
en ello, lo que no fue óbice, sin embargo, para que los más torpes se
llevaran algún que otro coscorrón, y algún que otro varetazo, sólo porque
titubearon ante una palabra, o se trabaron en otra, considerando el
maestro que ocurría así porque no prestaban la necesaria atención...
Crane, por su parte, no reparó en el hecho de que sus alumnos, una vez
diera él por concluida la clase, salieran casi de estampida, olvidándose de
ordenar los libros, cual solían hacerlo, en las baldas dispuestas para ello;
volaron además unos cuantos tinteros, se volcó algún pupitre, y una hora
antes de lo que era normal la escuela quedó vacía... Aquel tropel de
pequeños diablos se iba pegando gritos, saltando y revolcándose en la
hierba para celebrar una liberación tan insólita como anticipada.
El galante Ichabod tardó más de media hora en arreglarse para acudir
a la recepción, algo raro en él; cepilló con mimo el mejor de sus trajes, un
terno negro muy sobrio, aunque algo resobado, empero, y con tanto o
mayor cuidado se peinó los rizos ante un trozo de espejo que aún le
quedaba sano en una pared. Luego fue a pedir prestado un caballo a un
viejo granjero holandés, Hans Van Ripper, un tipo gruñón y malencarado,
a fin de presentarse ante la amada de la manera más elegante posible, y
así, cabalgando como todo un caballero capaz de enfrentarse a
cualesquiera aventuras o al más arrebatador de los lances amorosos, puso
tierra de por medio entre la escuela y la granja de Van Tassel. Por
supuesto, y por seguir en lo que era común a las novelas de caballeros
andantes, hay que hacer una descripción tan detenida como minuciosa de
las trazas e impedimenta del caballero a lomos de su caballo. De éste, no
obstante, hay que decir que era una bestia usada de común para el tiro de
labranza, lleno de mataduras y perdida, por viejo, su arrogancia y
hermosura de otros días; por lo demás, y como caballo viejo y resabiado
que era, no resultaban pocos sus defectos, todo lo contrario; flaco,
peludo, sucio, con cuello más de carnero que de corcel y con la cabeza
digna de un martillo; le amarilleaban las crines, de viejura y mugre, al
igual que la cola llena de nudos; a uno de sus ojos le faltaba la pupila, por
lo que parecía de cristal, y en el otro le brillaba una especie de luz
demoníaca, que sin duda era reflejo de su maldad resabiada; puede que
aquel pobre penco hubiera sido en tiempos un brioso corcel que aún hacía
honor a su nombre, Pólvora... No en vano había sido el caballo favorito del
colérico Van Ripper, cuando aún montaba y galopaba furiosamente, antes
de destinarlo a la labranza; y no en vano, con toda certeza, el amo había
contagiado a su caballo aquel su iracundo carácter; aun viejo y muy
castigado, el bruto albergaba tanta maldad como para superar a la que
pudieran demostrar todos los jóvenes potros de la región juntos.
Ichabod componía una figura idónea para semejante montura.
Montaba con estribos cortos, por lo que llevaba las rodillas a la altura de la
silla; sus codos, visto desde atrás, parecían las patas de un saltamontes
por lo mucho que los sacaba; llevaba la fusta en perpendicular, como si
fuera un cetro; al trotar el caballo, en fin, sus brazos parecían las alas
abiertas de un pájaro... Se tocaba además con un pequeño sombrero de
lana inglesa que casi le caía hasta la nariz prominente, pues cabe recordar
que su frente no era más que una franja estrecha entre el pelo y aquélla;
los faldones de su levita negra, además, parecían flotar sobre las ancas
del caballo casi hasta cubrirle la cola sucia. Con semejante porte salió el
maestro de la granja de Van Ripper. Pocas veces se tuvo la ocasión de ver
algo semejante a plena luz del día. Era, como ya he dicho, una hermosa
tarde de otoño, de cielo despejado, azul y apacible, así que la naturaleza
mostraba esa su librea dorada que nos sugiere abundancia, cuando los
bosques parecen poner en el ambiente pinceladas de profusos ocres y
amarillos; la helada de la noche anterior había dejado, además, una
hermosa capa púrpura sobre los árboles más tiernos y frágiles, y otras de
naranja y de escarlata en los más firmes y grandes. Atravesaban los patos
salvajes el horizonte en bandadas interminables; hasta podía oírse latir el
corazón de las vivaces ardillas, incesantes en su corretear por entre los
bosques de hayas y de nogales, mientras los rastrojos de las veredas
parecían abrirse cual telones de teatro para que se dejara oír el canto
largo y solitario de una codorniz. Los pajarillos del bosque se despedían ya
del día regalándose con un banquete en lo alto de las ramas tremolantes,
y piaban y saltaban por doquier de árbol en árbol, gozosos en su libertad
de escoger uno u otro, esta o aquella rama, felices entre tantos árboles
como tenían. Había petirrojos, ese pájaro que suele ser la diana preferida
de los cazadores más jóvenes, revoloteando mientras sin desmayo
soltaban sus notas siempre altas como en un lamento; había también
mirlos cantores que en algunos claros parecían haberse puesto de acuerdo
para formar una sola nube negra; y pájaros carpinteros de alas relucientes
como los chorros del oro y con el penacho de fuego, hermosos con su
amplia gorguera; y el pájaro del cedro, con las alas rematadas en puntas
rojas, la cola en amarillo y su pequeño sombrero de plumas; y el
arrendajo, esa especie de barbián vocinglero que parece lucir un
chaquetón de espejos azules y debajo un traje blanco, pájaro chillón y
zalamero, cobista en sus continuas reverencias, como si deseara
congraciarse con todos los demás pájaros cantores del bosque para que le
perdonaran sus gritos y desafinaciones.
Ichabod, a paso lento ahora, continuaba a caballo mientras sus ojos,
atentos en toda circunstancia a cualquier cosa que sugiriese abundancia
en la cocina, hacían una suerte de deleitoso inventario de las maravillas
que ofrecía tan pródigo otoño. A cada lado del camino veía, pues, ora un
almacén hasta arriba de manzanas, las unas venciendo con su maduro
peso las ramas de los árboles, las otras ya recogidas en cestos incontables
y prestas a ser llevadas a los mercados, las de más allá apiladas para ser
en breve pasto gozoso de la prensa que habría de convertirlas en sidra
excelente. Más allá, en los apartados campos de maíz, se alzaban
magníficas las doradas mazorcas como escapando del abrigo de sus hojas,
como ofreciéndose gustosas a las diestras manos que harían de su
sabrosura no menos apetecibles pasteles; y en la misma tierra, las
calabazas restallantes de brillo ofreciendo a sus ojos esos sus prominentes
vientres dignos de los mejores platos.
Atrás los trigales, atravesaba ahora Ichabod campos en los que se
disfrutaba del olor dulce de las colmenas, lo que hacía que unas ilusiones
no menos dulces comenzaran a cobrar forma en su mente ensoñecida de
tanta paz y maravilla; así, degustaba ya una tarta de mantequilla espesa y
miel en capas no menos densas... Una tarta que, naturalmente, le había
preparado, para darle la bienvenida, la impar Karina Van Tassel con sus
propias y lindísimas manos.
Así, con tan amelcochadas imaginaciones, alimentaba sus sueños
cuando iba por las faldas de unos cerros desde los que se avistaba uno de
los más hermosos paisajes del Hudson. El sol, como una gran rueda, se
iba deslizando poco a poco hacia los abismos del oeste. El amplio seno del
Tappan Zee se mostraba ahora remansado como un cristal impoluto; sólo
algún leve salto del agua alteraba el reflejo de la inmensa sombra azulada
de las montañas. Allá, en el horizonte, una hermosa luz dorada se iba
mudando lentamente al verde propio de las manzanas de sidra, y aún más
allá, en un azul que inequívocamente pertenecía al cielo. Las últimas luces
caían en oblicuo y alargadas sobre el río, dando un brillo de plata a las
grandes piedras de sus márgenes y un fulgor púrpura a las orillas. A lo
lejos, una barca parecía mecerse lentamente en el agua, confiada en
aquella tranquila corriente, con la vela acariciando lacia y voluptuosa el
mástil; parecía la barca suspendida entre dos cielos, pues el agua aquella
tarde no era más que el propio cielo reflejado.
Estaba a punto de caer la noche, también infinitamente apacible,
cuando llegó Ichabod a los dominios de Heer16 Von Tassel. Ya estaba la
casa llena con la flor y nata de la región. Había allí viejos granjeros de
rostros enjutos y con las arrugas curtidas por el paso de todas las
estaciones durante muchísimos años, vestidos con chaquetas sencillas,
sus medias azules limpias, y relucientes las grandes hebillas de sus
cinturones; sus esposas, tan ajadas como parlanchinas y vivaces, con la
cofia bien ajustada, el corpiño largo y firme, la enagua humilde pero
limpia, y tijeras, acericos y un bolso grande de percal colgando de sus
cinturones. Había también alegres muchachas, vestidas tal cual lo hacían
sus madres, salvo en algún que otro caso en que lucían un sombrero de
paja, el pelo al aire con una cinta, o algún que otro vestido impolutamente
blanco, por afán de seguir la moda de la ciudad. Los hombres más jóvenes
llevaban levitas de corte rectangular en el faldón, dos filas de botones
metálicos y relucientes en ellas, y el cabello largo recogido en una cola de
caballo, según era moda entonces; brillantes colas de caballo, sobre todo
las de quienes se las frotaban con piel de anguila, cosa que se consideraba
en aquellos días el mejor tónico capilar.
Brom el Huesos, como no podía ser menos, era el héroe principal de
aquella escena; había llegado a la fiesta montando su caballo Temerario,el
favorito de cuantos tenía, tan brioso y valiente como su amo, que pudo
hacerse con él, cuando lo quiso, por ser el único hombre de la comarca
capaz de domarlo; además, siempre prefirió caballos rebeldes, incluso
16 Señor, en holandés.
resabiados, o los que se sabían todos los trucos de los jinetes expertos en
doma; esos caballos, en fin, con los que hay que ser muy diestro si no
quieres acabar partiéndote el cuello. Decía Brom el Huesos que un caballo
dócil sólo era propio de cobardes.
Me encantaría llenar estas páginas con el relato pormenorizado del
montón de placeres que se mostraron a los ojos de mi héroe apenas entró
en el salón principal de la casa de Van Tassel, aunque quede claro que no
hablo de las encantadoras muchachas que allí había, jóvenes en la flor de
la vida llenándolo todo con el ir y venir de sus ropas en rojo y en blanco.
Ese universo de placeres era, por el contrario, cuanto se ofrece a la
degustación de un buen paladar y de un estómago de enormes tragaderas
en las fiestas de los granjeros prósperos, más si son holandeses y
celebran las bondades del otoño. ¡Qué enorme cantidad de fuentes llenas
de todos los pasteles habidos y por haber, y de pastas, y de otros dulces
cuya relación sería inacabable, delicias cuyas recetas se cuidaban muy
mucho de decir a las otras aquellas hacendosas amas de casa holandesas!
Y el muy ilustrísimo doughnut, y el oly koek tan esponjoso, y el cruller17
crocante y de sabor tenue, delicadísimo... Y bizcochos, y una exquisita
tarta de jengibre, e incontables pastelitos de miel... Y tartas de manzana,
de melocotón... Y jamón cortado en lonchas, y carne ahumada, y
conservas y confituras de ciruelas, de pera y de membrillos... Y enormes
parrilladas de pescado, y pollos asados por docenas... Y cuencos
rebosantes de leche recién ordeñada. Y más cuencos, hasta arriba de
crema dulce... Todo, arbitrariamente puesto sobre las mesas; tan
arbitrariamente como mi propia enumeración de las viandas, pero, eso sí,
todo parecía girar alrededor de una enorme tetera que de continuo silbaba
anunciando que ya tenía la infusión presta. ¡Que Dios los bendiga! Me
faltan el tiempo y la capacidad necesarios para describir
convenientemente aquel banquete cual sería debido y justo hacerlo, y
pues tengo que apresurarme en la conclusión de la historia, sigamos a
otra cosa.
Ichabod Crane, felizmente, no tenía tanta prisa como yo, el que relata
su historia, y se deleitó como cabe imaginar que lo hizo con todas aquellas
y muy auténticas delicias, es verdad que con cierta pausa y hasta con
ceremonia, pero sin despreciar nada de ningún plato... Era un hombre
bondadoso y agradecido, de buen conformar y con un corazón tan grande
como capaz era su cuerpo flaco, sin embargo, de ensancharse
increíblemente para dar cabida a todo lo que engullía. Parecía unido en
extática unción a las divinidades, merced a la comida, como otros parecen
estarlo merced a la bebida... Por lo demás, no entornaba los ojos mientras
degustaba tanta exquisitez, sino que los mantenía bien abiertos,
desplazándolos de un lado a otro a la par que comía a dos carrillos,
acariciando la ilusión de que todo aquello, algún día no muy lejano, bien
podía ser suyo gracias a su matrimonio con la rica heredera del anfitrión.
Si tal ventura le acontecía, pensaba sin dejar de masticar, sin dejar de
mirar, abandonaría la escuela sin volverse para echarle una última mirada,
17 El doughnuty el oly koek son pasteles hechos con calabaza, mantequilla y miel, el primero fresco y el
segundo al horno; el cruller es una especie de hojaldre que se rellena de masa dulce o de carne picada y frita
con mantequilla y especias.
haría una higa con su dedo a todos los Van Ripper de la comarca, y a
todos los miserables que de mala gana lo acogían en sus casas, y pobre
del maestro de escuela que se atreviera a llamarle compañero...
El viejo Baltus Van Tassel iba de un grupo a otro de invitados, con el
semblante alegre, rojo de contento y buen humor, orondo y grato como
una luna nueva de aquel otoño dadivoso. Era un excelente anfitrión, sin
exageraciones; expresivo pero sin hacer notar a los otros su munificencia;
daba a uno un fuerte apretón de manos, a otro una cariñosa palmada en
la espalda, soltaba una carcajada limpia cuando le contaban alguna
historia graciosa, y para todos sus invitados tenía frases de ánimo y
aliento: «Vamos, muchachos, sírvanse ustedes mismos cuanto quieran,
que no tiene que quedar nada en las fuentes».
No pasó mucho rato hasta que desde el salón contiguo se dejara
sentir una música que invitaba al baile. El músico era un viejo negro de
cabello plateado, toda una orquesta ambulante él solo, durante más de
medio siglo, de un lado a otro por los pueblos, villas y aldeas de la región.
Tocaba un violín tan viejo y averiado como él mismo, del que sin embargo
extraía alegres melodías, acompañando los rápidos movimientos de su
arco con unos no menos rítmicos movimientos de su cabeza; cada vez que
una nueva pareja se lanzaba a bailar, saludaba su presencia inclinándose
hasta casi tocar el suelo y pegaba un fuerte zapatazo para animarles.
En lo que a Ichabod de refiere, baste decir que se consideraba tan
buen bailarín como cantante de salmos... Ni una sola de sus fibras, ni uno
solo de sus miembros, era ajeno a la música cuando se lanzaba a bailar;
su figura tan poco grácil, bailando hasta casi desmadejarse, podría haber
hecho pensar a cualquier que el mismísimo San Vito, el bendito patrón del
baile, como es bien sabido, había bajado a la tierra desde los cielos para
danzar sin descanso entre los hombres. Tanto se movía el maestro, que
despertaba la admiración entre los negros de todas las edades y
estaturas, los cuales, llegados de las granjas vecinas, se apiñaban en las
ventanas del salón, por fuera, para contemplar aquel jolgorio. Las blancas
bolas de sus ojos giraban divertidas al verle y una sonrisa de dientes de
marfil les llenaba la cara, pues nadie como ellos para apreciar la
excelencia de aquellos movimientos, realmente difíciles... ¿Cómo era
posible que aquel maestro tan terrible, martillo de niños herejes y
holgazanes, fuese así de divertido? Era su pareja de baile, por cierto, la
dueña de su corazón, la hija del buen Van Tassel, y respondía con sonrisas
a los guiños de ojos y otras morisquetas que él le hacía mientras se daba
sin freno a las más diversas e imposibles contorsiones; a Brom,
espectador impaciente de todo aquello, le hervían los huesos de rabia en
el puchero de los rencores, mientras tanto; sentado en una esquina, ahora
solo, sin nadie que le diera conversación ni le riese cualquier gracia, o lo
alentara a una bravuconada, o a una apuesta, se mordía los puños por
culpa de los celos.
Acabado el baile, Ichabod mostró interés en la conversación que
mantenían Balt Van Tassen y un grupo de hombres ya de edad provecta y
al parecer muy enterados. Fumaban plácidamente, mientras conversaban
sentados en el porche, y yéndose a otros tiempos hablaban de viejas
historias de la guerra.
La región toda había sido el escenario en que se libraran grandes e
importantes batallas; había sido testigo, pues, de hechos cruciales y de las
hazañas de muchos hombres. No muy lejos de donde se hallaba el grupo
de granjeros habían librado duros combates las tropas inglesas contra las
americanas, lo que hizo que vieran aquellas tierras, en tiempos, llegar a
gentes procedentes de innumerables fronteras; las había de toda
condición: emigrados que huían o que buscaban empleo, vaqueros,
aventureros, soldados de fortuna... Tanto tiempo había pasado ya de
aquello, sin embargo, que cada uno de los hombres reunidos en el porche
del granjero holandés contaba su historia con un halo de leyenda; en lo
incierto y vago de la memoria, evitar un toque de ilusión en lo que se
cuenta, evitar narrar los hechos pretendidos sin tenerse uno por su
máximo protagonista, resulta cosa poco menos que imposible, por lo que
cada uno tenía su historia que contar, a cada cual más extraordinaria.
Así de emocionadamente, por ejemplo, hizo uno de aquellos hombres
el relato de las aventuras de Doffue Martling, un holandés de barbas
azuladas, según era fama, que hubiera podido hacerse con el control de
una fragata inglesa él solo, no más que con un pequeño cañón del calibre
noveno, viejo y oxidado, además, de no haberle explotado cuando disparó
el cuarto proyectil. Otro habló de un anciano caballero, cuyo nombre no
diremos aquí pues es el de alguien con mucho poder y no debe
pronunciarse ni escribirse a la ligera, un hombre tan diestro en las artes
de la esgrima, que en la batalla de White Plains18 evitó que una bala de
mosquetón lo hiriese, desviándola como si nada con la punta de su sable,
y que oyó perfectamente, y tan tranquilo, cómo el proyectil iba lamiendo
poco a poco la hoja de su sable hasta detenerse contra la empuñadura.
Aquel caballero, según el que decía la historia, estaba dispuesto a enseñar
su sable a quien dudara, para demostrar la veracidad de su historia, o lo
que era lo mismo, la veracidad de sus legendarias hazañas blandiendo la
espada. Otros de los allí reunidos hablaron de sí mismos, refirieron sus
hazañas guerreras, tan importantes muchas de ellas que podría decirse
que sin su participación en los combates librados la guerra no habría
llegado a buen término.
Ninguna de aquellas historias, sin embargo, tuvo parangón con las de
aparecidos que se relataron una vez agostadas las guerreras... Ya se ha
dicho que hablamos de una región rica en leyendas y otros tesoros
semejantes. La superstición, pues, se da tanto en las más recónditas
aldeas como en los pueblos más prósperos, aunque el continuo flujo
inmigratorio vaya barriendo poco a poco tal sentir. Por otra parte, no
tienen los muertos mucho predicamento, que se diga, en las modernas
ciudades que habitamos en nuestros días, pues apenas se quedan
dormidos en su lecho de gusanos, ya abandonan la ciudad quienes los
conocieron, llevados de avatares diversos y de afanes no menos distintos,
por lo que, cuando los muertos salen de sus tumbas para iniciar sus
nocturnas rondas, nadie a quien cursar una visita les queda... Por eso,
18 El 28 de octubre de 1776, en el Estado de Nueva York, donde los ingleses lograron una victoria importante
sobre los norteamericanos.
seguramente, apenas oímos ya contar a cualquiera que se le ha aparecido
el espectro de un difunto. Sólo en las antiguas comunidades holandesas
siguen siendo sensibles a estos casos, lo que es como decir que a los
fantasmas.
La causa que explica la prevalencia de estos asuntos en regiones
como Sleepy Hollow, pues, se debe a la formidable presencia en el valle
de gentes de raigambre holandesa... Y quizás a ese ambiente, a ese aire
pleno de misterio y ensoñaciones que todo lo presidía. Los que
conversaban en el porche de Van Tassel, así las cosas, comenzaron a
competir por ver quién se sabía la leyenda más brutal, quién había
presenciado los hechos más tremebundos... Naturalmente, se oyeron
cuentos de fantasmas, decidida y claramente espantosos; fantasmas, por
ejemplo, que impertérritos, sin mover ni los labios, sin parpadear siquiera,
lanzaban gemidos y lloros que helaban la sangre a quien los oía; otros,
fantasmas también, como es claro, vagaban de un lado a otro, siempre
según los narradores,. en procesiones inacabables; a otros, igualmente
fantasmas, como es de rigor, los habían visto en una suerte de asamblea
bajo un gran árbol... Éstos, por cierto, fueron los que, según era fama,
dieron captura al infortunado mayor André19, del que nunca más se volvió
a tener noticia.
Tampoco faltaban las leyendas protagonizadas por mujeres, como
aquella de la dama apenas cubierta con un velo vaporoso y blanco que se
dejaba ver en la siempre tenebrosa Cañada de la Roca del Cuervo, donde
había muerto en medio de una nevada... Cuando se aparecía, la pobre
gritaba sus lamentos de manera tal que no podía por menos que poner de
punta, los pelos de quienes la oían, sobre todo en mitad de las más
inclementes y tormentosas noches de invierno. Mas, ni que decirlo tiene,
estas historias juntas eran apenas nada en comparación con la que a
todos emocionaba muy especialmente: la del jinete decapitado de Sleepy
Hollow, al que, según decían varios de aquellos hombres que hacían su
tertulia en el porche de Van Tassel, se había visto de nuevo, muy
recientemente, recorriendo la comarca tan a menudo como en sus
mejores tiempos, amarrando su caballo, cada noche, en cualquiera de las
tumbas del camposanto de la iglesia del pueblo.
Ha sido a buen seguro lo apartado en que se alza esta iglesia cuanto,
por lo que parece, hizo del recinto sagrado un punto de reunión ineludible
de espectros y espíritus de toda laya. La iglesia se levanta, a fin de
cuentas, sobre una loma rodeada de olmos y de algarrobos centenarios,
19 John André (1751-1780), víctima de uno de los episodios más controvertidos de la Guerra de Independencia
norteamericana. Mayor de los ejércitos británicos, un general norteamericano quiso sobornarle a cambio de
información militar para rendir algunos puntos bajo dominio inglés. Puso los hechos en conocimiento de sus
superiores, que le ordenaron entonces acudir a la cita vestido de paisano y ofrecer información falsa al
enemigo, para así, dirigiendo sus tropas a determinados puntos, poder batirlas sin mayores problemas.
Cumplió el mayor André la orden de sus superiores, pero un infiltrado en las líneas inglesas informó de la
trama al general norteamericano. Cuando André se dirigía al lugar escogido para la reunión fue capturado por
una partida de holandeses enrolados en el ejército norteamericano. Se le juzgó en secreto como espía y fue
fusilado. Hasta 1820 no pudieron ser trasladados a Inglaterra sus restos, que descansan desde entonces, con
honores de héroe, en la abadía de Westminster. Acaso la leyenda venga de que, cuando se hablaba de su
desaparición, las gentes de Sleepy Hollow decían, primero en broma, luego convencidas, que no había sido
capturado, sino raptado por los fantasmas. Las autoridades norteamericanas tardaron además mucho tiempo en
admitir que lo habían fusilado.
entre los cuales destacan sobremanera los muros blancos del templo, que
son como relámpagos de la pureza cristiana que pugna por lucir incluso en
los más negros parajes. Una leve depresión del terreno conduce de la
iglesia a un remanso de agua como de plata rodeado de árboles de altas
copas a través de los cuales se observan a lo lejos las azules colinas del
Hudson. Cuando se contempla el camposanto anejo a la iglesia, cubierto
de hierba muy verde sobre la que parecen echarse a dormir los rayos del
sol, embargados de tanta paz como rezuma, tienes la impresión de que en
semejante lugar los muertos no pueden hacer otra cosa que no sea
reposar eternamente, cual les corresponde... A uno de los lados de la
iglesia se abre un hondo barranco por el que arrastra la corriente, sobre
todo en los días de lluvia fuerte, troncos de árboles caídos, pedruscos
arrancados de cuajo, ramas...; en el punto más negro y denso y hondo del
torrente, no lejos del templo, hubo en tiempos un puente de madera; el
sendero que llevaba hasta el mismo puente, el puente también, quedaba
prácticamente cubierto por la densa sombra de los frondosos árboles
cuyas ramas parecían no ya no dejar pasar el aire, sino estrangularlo; por
eso, aun de día, era un lugar en el que sólo moraban las sombras; y de
noche, la oscuridad más plena.
Tal era, al parecer, uno de los caminos que con mayor constancia
frecuentaba el jinete decapitado de Sleepy Hollow. Y una de las historias
que corría de boca en boca de todos los moradores de la región hablaba
de que cierta noche, el viejo Brouwer, un tipo algo insolente, incrédulo y
hasta hereje en lo que concierne a los fantasmas, al volver de Sleepy
Hollow y antes de abandonar el valle por aquel camino se topó de golpe
con el jinete, no ocurriéndosele otra cosa que hacer la tontería de
seguirlo... Así, a galope tendido, fueron ambos, uno delante, otro detrás, a
través de bosques, de malezas, entre las colinas, por las ciénagas... hasta
llegar al puente... Allí, de súbito, el jinete se convirtió en un esqueleto
reluciente, que se abalanzó sobre el viejo Brouwer para empujarlo con
furia y hacerlo caer al torrente mortal, mientras rugían las copas de los
árboles como si de ellas, y no del cielo, emanara la tormenta preñada de
relámpagos y de truenos.
El relato de esta historia que se daba por verídica, halló parangón
más que conveniente en la aventura que narró a continuación el propio
Brom el Huesos, que se había sumado a la tertulia, no sin antes decir que
él, como se vería de inmediato, superaba como caballista al jinete sin
cabeza... Ocurrió, según dijo Brom, que regresando del pueblo próximo de
Sing Sing, se le plantó de golpe en el camino aquel legendario caballero
sin cabeza para apostarse con él lo siguiente: una carrera por una jarra de
ponche. Aceptó valientemente Brom el Huesos; la cabeza de su caballo
Temerario fue durante toda la carrera a la par que la de la montura del
fantasma decapitado, sin que éste pudiera superarle por mucho que lo
intentara, y hubiera ganado la apuesta, y la carrera, que era cuanto más
interesaba al joven fanfarrón, de no ser porque, al llegar al puente, el
jinete decapitado dio un salto increíble para salvarlo, perdiéndose a
continuación en una llamarada que se extinguió lentamente, en la
lejanía...
Todos estos relatos, hechos en ese tono de voz con que se suelen
contar en la oscuridad historias tales, historias de terror y de misterio, con
los rostros de los allí reunidos apenas iluminados por el resplandor de una
pipa que quema tabaco ávidamente, impresionaron muy de veras al bueno
de Ichabod Crane. Él mismo, además, puso su granito de arena citando
largas parrafadas de su muy estimado Cotton Mather y refiriendo algún
caso que, según él, pudo observar en el Estado donde naciera,
Connecticut, e incluso allí mismo, en Sleepy Hollow, durante sus paseos
nocturnos...
Estaba a punto de acabar la fiesta, pues muchos de aquellos
granjeros comenzaban a montar en sus carretas para irse, tras reunir a la
familia, y se iban de hecho poco a poco, llenando ahora el silencio de la
noche con el choque de las ruedas contra los pedruscos del camino. Varias
muchachas montaban a la jineta en la grupa del caballo, tal y como se lo
ofreciera algún pretendiente; reían alegres y sus risas se iban alejando
lentamente entre el trote rítmico de los cascos de los caballos, para ser
devueltas por el eco de los bosques dormidos... Al cabo desaparecían
voces, carcajadas, trotes y ecos, como si un desierto ignoto se lo hubiera
tragado todo tras brotar en el mismo sitio donde antes hubo jarana y
contento... Ichabod, sin embargo, seguía allí, como hubiera hecho
cualquier otro enamorado de aquella región, en la esperanza de poder
conversar a solas con su amada, y en adorable tête-á-tête, siquiera unos
minutos, antes de partir. Tenía la cara iluminada de dicha, pues no
albergaba más convicción que la de hallarse a las puertas del éxito. Mas
no pretendo decir qué ocurrió en la entrevista que mantuvieron, pues
debo señalar, en aras de la mayor sinceridad, que lo ignoro por
completo... Algo, no obstante, debió de ir mal, pues al cabo de muy pocos
minutos de conversación el pobre maestro mostró un amargo y desolado
rictus en su antes feliz y satisfecho semblante. ¡Oh, estas mujeres! ¡Cómo
son! ¿Sería posible que aquella muchacha no hubiera hecho más que
coquetear con él, para divertirse, o acaso para burlarse, un rato? ¿Sería
posible que hubiera alentado arteramente las esperanzas del pobre
pedagogo, para dar celos a quien era el peor enemigo del bueno de
Ichabod, nada más? Yo, la verdad, no lo sé; quizás el cielo... Limitémonos
a decir que Ichabod salió de la granja de Van Tassel, más que como un
digno invitado, como un granuja que hubiera ido allí para robar un par de
gallinas y no para hacerse con los favores del corazón de una damisela...
Así, ahora, sin reparar ya en la bondad y riqueza de cuanto allí había, se
dirigió a toda prisa a los establos, pegó un puntapié al penco que lo
llevara, para que se levantase del suelo sobre cuyas pajas se había tirado
a dormir puede que soñando con auténticas montañas de maíz, o con
unas praderas repletas de tréboles, o con interminables valles de alfalfa y
forraje; unos sueños, pobre bruto, que se le desvanecieron de golpe.
Fue a la hora de las brujas, en lo más negro ya de la noche, cuando
Ichabod, con su cresta de gallo orgulloso ahora caída, meditabundo y con
mucho dolor en su amargado corazón, tomó el camino de vuelta por las
laderas de los cerros desde los que se dominaba Tarry Town... Aquellos
lugares que de manera tan distinta había contemplado, y con el ánimo no
menos distinto, pocas horas antes, cuando aún el día era hermoso. La
noche, ahora, se mostraba tan triste como él; acaso, igual de dolorida.
Abajo y a lo lejos, el Tappan Zee, profundamente negro, albergaba una
luz que en la lejanía se mostraba siniestra, la lámpara que se mecía en el
mástil de una embarcación pequeña allí anclada, a merced del vaivén
moroso de las aguas. Puede que fuese aquella pequeña embarcación que
había contemplado con deleite por la tarde, pero ahora le pareció
totalmente distinta, incluso infame. A las doce de la noche, en aquel
aterrador silencio que todo lo presidía, oyó el maestro poco después el
ladrido largo y agudo, pero muy débil, como lastimero, de un perro
guardián; lo sintió tan lejos que se dijo que ni los perros querrían ya
acercarse a él. También le parecía sentir, de tarde en tarde, el canto de un
gallo, pero lo tenía por un simple eco como escapado de sus sueños; o
como llegado de una granja en la que nadie querría ya darle alojamiento
ni comida. Por donde pasaba nada vivo se veía, ni se percibía; acaso,
únicamente, el canto monocorde y melancólico de los grillos, el croar
impertinente de una rana de las ciénagas, quejumbrosa, como si no
pudiera dormir bien en aquella tan propicia humedad o como si la hubiese
despertado él mismo al pasar por allí con su caballo.
Todas las historias de aparecidos, de muertos y de fantasmas, que
había oído contar aquella noche, comenzaron a agitarse entonces en su
cabeza, cual si se le hubiera metido un torbellino en ella... La noche,
encima, era cada vez más negra, según se adentraba en el bosque; las
estrellas del cielo parecían haberse clavado en la bóveda celeste como sin
brillo, ocultas a cada poco por algunas nubes que pasaban.
Jamás se había sentido el bueno de Ichabod ni tan solo ni tan
desgraciado como aquella noche; llegaba ya a uno de esos puntos tenidos
por malditos en todas las leyendas de la región, un lugar, al parecer,
favorito de los espectros, cuando de pronto se topó con un árbol enorme,
un tulipero que se alzaba por encima de todos los demás, como un mojón
gigantesco animado por la savia; un mojón tan poderoso de ramas como
otros árboles lo son de tronco... Aquellas ramas del tulipero ofrecían, en
su retorcimientos, figuras tan fantásticas como incontables que tocaban el
suelo para remontarse después hasta el aire; era el árbol, por cierto, en el
que cayó cautivo de los seres de la noche, según la leyenda, el pobre y
malogrado mayor André, que así, perdiendo allí la vida, le dio nombre, al
punto de que todos en la región se referían a él como el árbol del mayor
André. Las gentes del lugar, cuando lo mentaban, lo hacían con una
mezcla de temor y de reverencia supersticiosa, y acto seguido se
lamentaban de la suerte trágica del mayor, un héroe desventurado, como
si con su evocación cariñosa quisieran espantarlo para que no se les
apareciera entre lamentos y gritos desgarradores.
Cuando más se iba aproximando Ichabod a tan terrorífico árbol, y
para quitarse de encima el miedo, comenzó a silbar inopinadamente... Mas
oyó entonces que era respondido con un silbido idéntico... Se dijo,
empero, que no era más que una ráfaga de viento súbito que le llegó a
través de las retorcidas ramas del tulipero... No obstante, cuando ya
estuvo prácticamente bajo el árbol, dejó de silbar y detuvo su
cabalgadura. Algo informe, de lo que sólo percibía un color blanco, pendía
de una de las fuertes ramas; urgió de nuevo a su caballo, para acercarse,
y comprobó entonces que no colgaba de rama alguna cualquier cosa, sino
que el tronco mostraba una herida en su corteza, como si hubiera sido
alcanzada por un rayo. No tuvo apenas tiempo de respirar en paz, sin
embargo, pues al punto escuchó un gemido largo y sentido... Se puso a
temblar; apenas podía controlar ahora la mandíbula y sus piernas; así y
todo, armándose de valor de nuevo, siguió un poco más allá, y otra vez
aliviado comprobó que aquello no había sido más que el sonido hecho por
dos ramas que se rozaban a merced de la brisa... Salió Ichabod de los
dominios del árbol, pues, pero no había escapado con ello al peligro que
se cernía sobre él.
A unas doscientas yardas del árbol cruzaba el camino un arroyuelo
que se precipitaba hacia una zona de légamos conocida como el pantano
de Wiley. Para cruzarlo, unos troncos hábilmente dispuestos ofrecían el
paso propio de un puente, y del lado de la corriente del arroyuelo varios
castaños y robles, por cuyos troncos trepaba la hierba, se cerraban como
una bóveda sobre aquel paso tan improvisado como eficaz. Algo en su
interior, entonces, le hizo sentir una cierta aprensión, como si unos pasos
más allá no hubiese otra cosa que una gruta oscura y sin salida...
Atravesar aquello, pues, le supondría la prueba más difícil de superar.
Sabía bien el maestro, además, que fue entre aquellos árboles, robles y
castaños, donde se escondieron los soldados que, más allá de la leyenda,
tendieron la emboscada al mayor André; eso, y la leyenda en sí misma,
hicieron que el puente fuera tenido por todos como un lugar maldito, que
sólo debía cruzarse de noche y en compañía... Y él iba solo... Ahora
comprendía bien el terror de sus alumnos cuando, con la oscuridad de los
días de invierno, tenían que atravesarlo para regresar a sus casas una vez
concluidas las lecciones.
Cuanto más se aproximaba su montura al riachuelo, más fuerte le
latía en el pecho el corazón a Ichabod, como si le fuera a hacer saltar las
costillas. Pero, respirando hondo, haciendo acopio de todo el valor y de
toda la fuerza de voluntad que hubo de requerirse para no dar marcha
atrás, fustigó violentamente a su caballo, le clavó los tacones de sus botas
en los ijares, en la esperanza de que el penco saliese casi de estampida
para cruzar aquello cuanto antes, pero el mal bicho que era aquel caballo,
resabiado e indolente, no hizo más que un violento escorzo hacia su
derecha, para que su jinete se golpeara de manera brutal contra un
árbol... El maestro, ahora tan enfadado como preso del pánico, y que a
cada segundo que pasaba en aquel lugar sentía aún más miedo, tiró de las
riendas, sin embargo, hacia el lado contrario, para herir en los belfos al
caballo con el bocado y obligarlo así a seguir el rumbo que quería... Más
fue inútil; el penco se echó a galope, sí, pero no para cruzar lo que su
jinete le indicaba, sino para tirarse de costado, violentamente, como si
hubiera sido abatido por un disparo, contra unas zarzas repletas de
espinas que había a la izquierda del camino. Aun maltrecho, se levantó
Ichabod, volvió a montar y castigó con una dureza inimaginable al bruto,
sacudiéndole con la fusta aún más fuerte que antes y clavándole los
tacones de sus botas en los ijares con auténtica saña... El viejo Pólvora
relinchó, se puso de manos y salió otra vez a galope... Mas justo cuando
llegaba a la embocadura del puente se paró en seco, como las mulas... A
punto estuvo de salir lanzado el maestro por encima de las orejas del
penco, y si no lo hizo fue porque se agarró con fuerza al cuello de la bestia
malvada... Iba a castigarlo de nuevo con otra ración de fustazos, pero
entonces percibió unas pisadas en el agua... Al tétrico amparo ofrecido por
la bóveda de los árboles apenas vio una sombra informe, erguida,
alargada y ancha, quieta, como abrigada en la oscuridad cual fiera
dispuesta a lanzarse sobre el viajero que osara entrar en sus dominios.
El vello del pobre pedagogo se erizaba a impulsos del terror que lo
embargaba. ¿Qué podía hacer o decir? Era demasiado tarde para girar la
grupa de su caballo y escapar por donde había venido; además, podía
tratarse de un espectro, de un fantasma, de un espíritu, seres del aire
capaces de atravesarlo incluso de cara al viento. Así que, haciendo acopio
de los últimos rescoldos de valor y de cordura que ardían en su pecho y en
su cabeza, y a despecho de su voz en un hilo, escuchó no sin sorpresa que
de su boca salía una pregunta: «Quién eres?» Como la sombra no
respondiera repitió la pregunta. Y tampoco obtuvo respuesta. Así que no
le quedó otra que atizar con la fusta de nuevo al maldito Pólvora,
clavándole con saña los tacones una vez más, cantar con voz temblorosa
y en un puro grito uno de sus salmos y galopar por donde había llegado...
Mas justo entonces la sombra se interpuso en su camino, abandonando su
anterior escondite, para cerrarle el paso. Ahora, a corta distancia, podía
distinguir mejor la sombra, que adquiría forma: a pesar de la lobreguez de
la noche vio a un jinete corpulento que montaba un altísimo y muy fuerte
caballo negro. No parecía ni molesto ni amigable. Ichabod, no obstante,
hizo que su caballo siguiera, al paso ahora, y cuando llegó a su altura el
jinete se apartó, lo dejó pasar, y luego siguió junto al maestro, situando
su caballo del lado por el que no veía su penco, que ahora parecía
tranquilo y manso, manejable.
Concluyó Ichabod su salmo y se decidió entonces a mirar a su
nocturno compañero, a pesar del miedo, recordando de golpe aquella
aventura de la apuesta que narrara Brom el Huesos... Eso fue lo que le
hizo fustigar de nuevo a su penco, en la esperanza de dejar atrás al
fantasma... Mas picó espuelas el jinete maldito para alcanzarlo de nuevo,
sin mayor esfuerzo de su montura. Al maestro no se le ocurrió otra cosa
que tirar atrás de las bridas, para hacer más lento el paso de su jamelgo.
Pero el jinete hizo lo mismo. A Ichabod le latía entonces el corazón de
manera que casi se le oía, más aún que el retumbar de los cascos de los
caballos en el silencio de la noche. Se puso a cantar otro salmo, que
ahora, empero, no le salió; tenía la boca seca por el pánico, la lengua se
le pegaba al paladar y no le salían ni una nota, ni una palabra de la
primera estrofa... Su compañero nocturno parecía obstinado en su
silencio, algo que aún le resultaba más temible al maestro. Pronto,
empero, sabría el porqué.
Descendían ambos, emparejadas sus monturas, por la ladera de una
leve colina, en la claridad que auspiciaba el fondo del firmamento y la
ausencia en aquella zona de bosque, cuando se percató, aun mirándole de
reojo, de que aquel ser era aún más corpulento de lo que ya de por sí le
había parecido antes; y que no tenía cabeza, lo que hará comprender a
cualquiera la clase de pánico que, sobre los ya padecidos, embargó ahora
al pobre pedagogo... Mucho más, ni habría que decirlo, cuando comprobó
cómo el jinete apoyaba su propia cabeza, que llevaba hasta entonces bajo
un brazo, en el arzón de la silla de su caballo. Mil escalofríos, como
latigazos, sacudieron de arriba abajo el cuerpo de Ichabod, empavorecido.
No pudo pensar nada, ni considerar por más tiempo su situación; comenzó
a pegar a su caballo con manos y pies... Pólvora, al menos, obedeció esta
vez, lanzándose a galope tendido... Pero fue en vano, porque de
inmediato tuvo de nuevo a su altura al jinete sin cabeza; galopaban en
una enloquecida carrera, sacando chispas de las piedras los cascos de sus
caballos; inclinado sobre el cuello de su penco, Ichabod sentía que su traje
flotaba en el aire, lo que le complacía pues le daba la sensación de que
podría dejar atrás al fantasma... Pero llegaron juntos hasta el cruce de
caminos en el que se tomaba el que conducía hasta Sleepy Hollow;
entonces, Pólvora, que parecía poseído por un demonio, cambió
inopinadamente de rumbo, y en vez de girar a la derecha, como procedía,
se tiró en su loca carrera por la cuesta de un sendero arenoso que llevaba
desde los árboles al puente, ese otro puente famoso de las historias de
aparecidos, el grande que lleva a la colina frondosa en la que se alzan la
iglesia encalada que tiene a su vera el camposanto.
Hasta ese preciso momento, el pánico que también sentía el pobre
penco parecía otorgarle cierta ventaja sobre el fantasma, aun cuando,
desde luego, no fuera tan buen jinete como el decapitado... Pero cuando
llevaba recorrida no más de la mitad del sendero, sintió que se le
aflojaban las cinchas de la silla de montar y algo así como si su penco se
le escurriera entre las piernas. Trató de equilibrarse y de asir la silla de
montar con las piernas, para que no se le fuera, pero nada; se salvó de
una terrible caída, y del consiguiente batacazo, aferrándose con todas sus
fuerzas al cuello y a las crines del penco, mientras su silla caía
irremediablemente al suelo y era pisoteada, lo oyó perfectamente, por los
cascos del caballo del fantasma que estaba a punto de darle alcance. Así y
todo, pensó en la ira de Hans Van Ripper cuando le contara que había
destrozado su silla de montar preferida, la que solía poner los domingos a
su montura... Pero fue sólo un instante; lo que sufría ahora era
insuperable; los enfados de Van Ripper resultaban una tontería comparado
con aquello... Sentía cada vez más cercano al fantasma; Ichabod, que no
era precisamente un jinete indio, iba peor que mal montando a pelo y a
todo galope, y a punto estaba de caerse por un lado, cuando lograba
rehacerse y a punto estaba de caer por el otro lado; además, golpeaban
tan brutalmente sus nalgas contra los huesos del penco, que le parecía
inminente el batacazo; al menos así, se decía, si se tronchaba el cuello
acabaría de una vez por todas aquella pesadilla...
Un claro entre los árboles le hizo cobrar mayor confianza, sin
embargo, y ansió embocar el puente que conducía a la iglesia cuanto
antes, ya que era aquél el camino que había tomado inopinadamente su
caballo. La luz de la luna, que caía trémula sobre las aguas, le hizo saber
que no erraba en sus pronósticos. Vio casi acto seguido el encalado de la
iglesia, que refulgía en la oscuridad a través de los árboles; recordar que
allí, en el puente, se había esfumado el fantasma cuando compitió contra
Brom el Huesos, le hizo sentir alivio. «Si llego en cabeza al puente estaré
a salvo», pensó; y justo en ese momento oyó a sus espaldas el resoplido
del caballo del fantasma, un caballo igualmente fantasmagórico, que casi
le quemaba; volvió a fustigar al viejo Pólvora y cruzó en cabeza el puente,
levantando un estrépito de tablas bajo su galope. Ya del otro lado, no
pudo evitar volverse con la esperanza de que, al igual que en el relato del
fanfarrón, y cual parecía norma en los fantasmas, se hubiera hecho una
llamarada de fuego su perseguidor, esfumándose de inmediato... Pero lo
que vio, empero, fue mucho más aterrador; se irguió el jinete en su
montura sobre los estribos, tomó su cabeza con una mano y la lanzó con
fuerza hacia Ichabod, que no pudo esquivar tan espantoso proyectil... La
cabeza del fantasma se estrelló contra la suya con un sonido de piedras
que se entrechocaran... Cayó a tierra; Pólvora, el jinete decapitado y su
caballo negro pasaron por encima de aquel cuerpo yaciente como una
simple brisa.
A la mañana siguiente el malencarado Van Ripper encontró su viejo
caballo a las puertas de su casa, sin montura, claro, y arrastrando la
brida... El pobre penco, sabio a fin de cuentas, saciaba su hambre y
trataba de olvidarse de la noche anterior arrancando a mordiscos puñados
de hierba. Ichabod, por el contrario, no hizo acto de presencia, a pesar de
que era la hora del desayuno. Llegó la hora del almuerzo, y por muy raro
que le pareciera al granjero, tampoco apareció. Sin él en la escuela, los
alumnos pasaban el rato junto al riachuelo; nadie sabía nada acerca de su
maestro... Comenzó a temer Van Ripper, ya avanzada la tarde, que algo
malo le hubiera ocurrido; además albergaba aún la esperanza de que, con
la aparición de Ichabod, lo hiciera también su silla de montar. Varias
averiguaciones dieron pronto su fruto... Encontraron sus huellas, y a un
lado del camino, aunque enterrada casi por completo en el suelo arenoso
y un tanto destrozada, hallaron también la silla de montar del viejo
holandés. Las huellas conducían hasta el puente; desde allí vieron flotar el
sombrero del infortunado Ichabod en la parte donde las aguas eran más
negras y profundas; no muy lejos, cerca de la orilla, vieron también una
calabaza partida.
Pronto se organizó una partida para rastrear el curso del riachuelo,
pero fue en vano; nadie albergó al final duda alguna sobre lo que más
evidente era, esto es, que Ichabod no estaba por allí, ni vivo ni muerto.
Luego, Hans Van Ripper, que se instituyó en una especie de albacea
testamentario del maestro, examinó sus pertenencias... Apenas nada; dos
camisas y otra medio rota; un par de corbatas de lazo, dos pares, o acaso
sólo uno, de medias, unos viejos pantalones de pana, una navaja mohosa,
un libro de salmos con gran cantidad de marcas en cada página, un
diapasón roto... Los libros y el mobiliario de la escuela, por otra parte,
pertenecían a la comunidad, salvo la Historia de la brujería, de Cotton
Mather, y un Almanaque de Nueva Inglaterra, además de un volumen que
trataba de los oráculos y otro sobre los sueños... Entre las páginas del
libro sobre los sueños había una hoja de papel llena de tachaduras y
borrones de tinta, el resultado de un intento que hiciera el pobre maestro
por dedicar unos sentidos versos a la joven heredera de los Van Tassel.
Aquellos libros tan mágicos y el poema frustrado fueron a parar al fuego,
de la mano del propio Van Ripper, quien decidió en el preciso instante de
arrojarlos a las llamas, y después de haberles echado un vistazo somero,
que sus hijos jamás volverían a pisar una escuela, harto convencido como
lo estaba de que nada bueno podía obtenerse de la lectura ni de la
escritura... Por lo demás, se dijo el granjero, parecía evidente que si
Ichabod tenía ahorrado algún dinero, al margen del que había recibido un
par de días atrás como paga por su trabajo, había desaparecido con él
mismo.
El caso de la desaparición del maestro fue la comidilla de todos en la
iglesia, el domingo siguiente. Grupos de chismosos, aquí y allá, en el
jardín de la iglesia y hasta entre las tumbas del camposanto, hablaban
largamente de ello, especulando sobre mil posibilidades a cual más
descabellada; después, como de paseo, y sin dejar de hablar del caso,
cruzaron el puente y caminaron por la orilla, deteniéndose especialmente
en los puntos donde se hallaron el sombrero del maestro y la calabaza
partida. Las historias de Brouwer, de Brom el Huesos, y muchas otras
más, dieron mucho que pensar y opinar a todo el mundo... Así que,
después de sopesar estas y aquellas posibilidades, mientras fumaban
plácidamente sus pipas de aromático tabaco, los hombres de Sleepy
Hollow concluyeron que la única solución al enigma la ofrecía el hecho
inequívoco de que el pobre maestro había sido raptado por el fantasma del
jinete sin cabeza. Como Ichabod era soltero y no tenía deudas, la gente
dejó de pensar en él y en su desaparición muy pronto, no tenían por qué
estrujarse por más tiempo la sesera... Se habilitó otra casa como escuela
y pronto hubo en el pueblo un nuevo maestro.
Es verdad, en cualquier caso, que un viejo granjero que ha estado
recientemente en Nueva York, ahora que han transcurrido ya unos
cuantos años desde que desapareció Ichabod Crane, añade nuevos
elementos de misterio a la historia, lo que sin duda encantará a todos en
Sleepy Hollow, pues cuenta que Ichabod Crane sigue vivo. Asegura que
huyó del valle por miedo a una nueva aparición del fantasma y también
por el dolor que le causó el rechazo de la hija de Van Tassel. Dice también
que vive en un lugar muy apartado, donde poco después de su llegada
siguió ejerciendo la docencia mientras estudiaba leyes, lo que le facultó
para desempeñarse como abogado y entrar con éxito en política,
apareciendo en los periódicos varias veces cuando se presentó en una
candidatura... Dice también este hombre que no hace mucho ha sido
nombrado juez del Ten Pound Court20. En lo que a Brom el Huesos
respecta, sólo cabe decir que, poco después de la desaparición de quien
fuera su rival en amores, condujo triunfante a la bella Katrina al altar... Y
como no podía ser de otra manera, cada vez que Brom el Huesos oía decir
algo sobre la calabaza partida que se halló en el río, un poco más allá de
donde flotaba el sombrero del maestro, se moría de risa... Eso hizo pensar
a más de uno que a buen seguro sabía bastante más de lo que decía sobre
la desaparición de Ichabod, pero no creo digna de ser tenida en cuenta tal
opinión, pues según las viejas comadres de Sleepy Hollow, tan sabias ellas
para emitir juicios sobre asuntos así de escabrosos, Ichabod fue apartado
de este mundo por medios perfectamente sobrenaturales.
20 Tribunal de las Diez Libras: una especie de tribunal de lo contencioso administrativo, de muy poca
importancia pues sólo se ocupaba de casos en los que la demanda no excediera de esa cantidad, diez libras.
Como era de esperar, tan abracadabrante suceso se ha convertido ya
en una de las historias favoritas de las gentes de la región, que lo narran
en las noches de invierno al calor de la lumbre. El puente maldito, así las
cosas, se ha convertido en uno de los lugares que más cuidadosamente
evitan quienes en este valle moran, presos de un terror supersticioso a
tan inocente lugar... Acaso tal sea la razón de que hace unos pocos años
se decidiera desviar el camino que llevaba a la iglesia, y que hacía
obligatorio el paso por el puente, por la orilla de la presa del molino. La
que fue escuela en donde impartió sus enseñanzas Ichabod Crane no es
más que una casa en ruinas lamentables; quienes se atreven a pasar
relativamente cerca de sus paredes desconchadas y húmedas de moho, lo
hacen con bastante aprensión, despacio para no pisar fuerte, pues
cuentan que allí vive, nada menos, el fantasma del pobre Ichabod. Los
mozos que labran la tierra, por su parte, cuando regresan agotados a sus
casas, tras una larga y dura jornada, sobre todo en el verano, cuando
empieza a anochecer, aseguran que se oye en la lejanía la voz de quien
fuera el maestro de Sleepy Hollow entonando uno de sus salmos tan
melancólicamente que se les parte el corazón de pena.
POST SCRIPTUM
Por. Mr. Knickerbocker, de su puño y letra
La historia precedente va escrita, en su mayor parte, con las mismas
palabras que escuché en una reunión celebrada en el Ayuntamiento de la
antañona ciudad de Manhattoes21, lleno aquel día de muchas y muy
importantes gentes del lugar. El narrador de la historia era un anciano
venerable y de trato exquisito, todo un caballero a pesar de su raído traje
que a primera vista hacía que se le tomara por un pordiosero.
Tenía aquel hombre un rostro en el que eran perceptibles, a la vez, la
tristeza y una cierta jovialidad, lo que hacía pensar inevitablemente en
que hacía muchos esfuerzos para desviar nuestra atención de sus trazas
más que menesterosas.
En cuanto concluyó su narración, estallaron los presentes en risas, si
no en carcajadas, sobre todo un par de concejales que allí había, hombres
un tanto groseros, por lo demás, de esos que suelen dormir durante las
sesiones del Ayuntamiento... No obstante, había también entre la
concurrencia otro anciano, alto, seco, adusto, de pobladas cejas, que
miraba a todos con bastante severidad, incluso con desprecio. Con las
manos sobre la mesa unas veces, y cruzado de brazos otras, inclinaba a
menudo la cabeza y parecía preocupado, como si una espantosa carga lo
abrumase. Era uno de esos caballeros de edad, circunspectos y severos,
que sólo ríen cuando de veras tienen motivos para hacerlo. O cuando la
ley se les muestra favorable tras una dura querella.
21 Una de las islas de Nueva York, lugar en el que se asentaron muchos colonos holandeses llegados a
Norteamérica. Al parecer, y según lo admite también el propio Irving en su History ofNew York (1809), le
viene el nombre a la isla de man's hat (sombrero de hombre), según la costumbre de lucir sombreros de
hombre que tenían las mujeres indias del lugar. Ni que decir tiene que de ahí deriva, a su vez, el topónimo
Manhattan.
Una vez cesaron las risas destempladas de los demás y se hizo de
nuevo el silencio en la sala, apoyó un brazo en el reposabrazos del sillón,
se puso el otro a la cadera, preguntó alzando las cejas elocuentemente,
como en sorpresa burlona, cuál era la moraleja de aquella historia y qué
se pretendía demostrar a través de la misma. Entonces, el narrador, que
justo en ese preciso momento bebía un buen vaso de vino para
refrescarse la garganta y los labios, secos por la vehemencia de que hizo
gala al contar la historia, se quedó con el vaso a medio camino unos
segundos, miró a quien lo interpelaba tan sarcásticamente, aunque con un
aire, sin embargo, de bondad y hasta de gran deferencia e incluso
aceptación de sus palabras, depositó después el vaso en la mesa,
lentamente, mientras tomaba aire, y observó que la historia, atendiendo a
la más inequívoca lógica de los propios hechos, no pretendía más que
demostrar lo que a continuación se expone:
«Que no hay situación en la vida de la que no se pueda extraer
ventaja, e incluso obtener placer, siempre y cuando sepamos
aprovecharnos de ella.
»Que, en lógica consecuencia, pues, quien se atreva a echar una
carrera a un jinete muerto, tendrá muchas posibilidades de sufrir un
accidente.
»Ergo, si un maestro de escuela pueblerina resulta rotundamente
rechazado por una joven y hermosa holandesa a la que pretende, de
inmediato obtendrá dicho maestro el beneficio de una buena carrera
profesional en la abogacía y hasta en la política».
El caballero de las pobladas cejas frunció y alzó éstas una y otra vez,
sorprendido por tan apabullante silogismo; mientras, el viejecito del traje
raído le contemplaba, o eso me pareció, con un inmenso y no menor
sarcástico aire de triunfo. El adusto caballero, al fin, no tuvo sino que
reconocer que todo aquello estaba muy bien, que el argumento había sido
bien defendido, aunque mostró una leve objeción: en cualquier caso, tal
historia, para su gusto y para sus entendederas, resultaba un tanto
extravagante, añadiendo que, encima, le habían quedado sin aclaración un
par de puntos.
«Le aseguro, caballero, que ni yo mismo me creo la mitad de ese
cuento», le respondió entonces el narrador.

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