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lunes, julio 01, 2013

COPLAS A LA MUERTE DE SU PADRE - Jorge Manrique

COPLAS A LA MUERTE
DE SU PADRE
Jorge Manrique
(1440-1478)


1.- Recuerde el alma dormida
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer ,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

2.- Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
e acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo non venido
por pasado.
Non se engañe nadi, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vio,
pues que todo ha de pasar
por tal manera.

3.- Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más chicos;
i llegados, son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.

4.- Dejo las invocaciones
de los famosos poetas
y oradores;
non curo de sus ficciones,
que traen yerbas secretas
sus sabores;
a Aquél sólo me encomiendo,
Aquél sólo invoco yo
de verdad,
que en este mundo viviendo,
el mundo non conoció
su deidad.

/Invocación/
5.- Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nascemos,
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que, cuando morimos,
descansamos.

6.- Este mundo bueno fue
si bien usásemos dél
como debemos,
porque, según nuestra fe,
es para ganarse aquel
que atendemos.
Aun aquel Fijo de Dios,
para sobirnos al cielo,
descendió
a nascer acá entre nos,
y a vivir en este suelo
do murió.

7.- Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos,
que en este mundo traidor ,
aun primero que muramos
las perdemos;
dellas deshace la edad,
dellas casos desastrados
que acaescen,
dellas por su calidad,
en los más altos estados
desfallescen.

8.- Decidme: la hermosura,
y gentil frescura y tez
de la cara,
la color e la blancura,
cuando viene la vejez,
¿cuál se para?
Las mañas e ligereza
e la fuerza corporal de juventud,
todo se torna graveza
cuando llega al arrabal
de senectud.

9.- Pues la sangre de los godos,
y el linaje e la nobleza
tan crescida,
¡por cuántas vías e modos
se pierde su gran alteza
en esta vida!
Unos, por poco valer,
por cuán bajos e abatidos
que los tienen;
otros que, por non tener ,
con oficios non debidos
se mantienen.

10.- Los estados e riqueza,
que nos dejen a deshora
¿quién lo duda?
non les pidamos firmeza
pues que son de una señora
que se muda,
que bienes son de Fortuna
que revuelve con su rueda
presurosa,
la cual non puede ser una
ni estar estable ni queda
en una cosa.

11.- Pero digo que acompañen
e lleguen fasta la fuesa
con su dueño,
por eso non nos engañen,
pues se va la vida apriesa
como sueño.
E los deleites de acá
son, en que nos deleitamos,
temporales,
e los tormentos de allá,
que por ellos esperamos,
eternales.

12.- Los placeres e duIzores
desta vida trabajada
que tenemos,
non son sino corredores,
e la muerte, la celada
en que caemos.
Non mirando a nuestro daño,
corremos a rienda suelta
sin parar ;
desque vemos el engaño
e queremos dar la vuelta
no hay lugar.

13.- Si fuese en nuestro poder
hacer la cara hermosa
corporal,
como podemos hacer
el alma tan gloriosa,
angelical,
¡qué diligencia tan viva
toviéramos toda hora
e tan presta,
en componer la cativa,
dejándonos la señora
descompuesta!

14.- Esos reyes poderosos
que vemos por escripturas
ya pasadas,
con casos tristes, llorosos,
fueron sus buenas venturas
trastornadas ;
así que no hay cosa fuerte,
que a papas y emperadores
e perlados,
así los trata la muerte
como a pobres pastores
de ganados.

15.- Dejemos a los troyanos,
que sus males non los vimos,
ni sus glorias;
dejemos a los romanos,
aunque oímos e leímos
sus hestorias,
non curemos de saber
lo de aquel siglo pasado
qué fué dello ;
vengamos a lo de ayer,
que también es olvidado
como aquello.

16.- ¿Qué se hizo el rey don Joan?
Los Infantes de Aragón,
¿qué se hicieron?
¿Qué fué de tanto galán,
qué de tanta invinción
que trujeron?
¿Fueron sino devaneos?
¿Qué fueron sino verduras
de las eras,
las justas e los torneos,
paramentos, bordaduras
e cimeras?

17.- ¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados e vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos,
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?

18.- Pues el otro, su heredero,
don Enrique, ¡qué poderes
alcanzaba!
¡Cuán blando, cuán halaguero
el mundo en sus placeres
se le daba!
Mas verás cuán enemigo
cuán contrario, cuán cruel
se le mostró
habiéndole sido amigo,
¡cuán poco duró con él
lo que le dio!

19.- Las dádivas desmedidas,
los edificios reales
llenos de oro,
las vajillas tan fabridas;
los enriques e reales
del tesoro.
los jaeces, los caballos
de sus gentes e atavíos
tan sobrados,
¿dónde iremos a buscallos?
¿Qué fueron sino rocíos
de los prados?

20.- Pues su hermano el inocente
que en su vida sucesor
le ficieron,
¡qué Corte tan excellente
tuvo e cuánto gran señor
le siguieron!
Mas, como fuese mortal,
metióle la muerte luego
en su fragua.
¡Oh juicio divinal,
cuando más ardía el fuego,
echaste agua!

21.- Pues aquel gran Condestable
maestre que conoscimos
tan privado,
non cumple que dél se hable,
mas sólo cómo lo vimos
degollado.
Sus infinitos tesoros,
sus villas e sus lugares,
su mandar,
¿qué le fueron sino lloros?
¿qué fueron sino pesares
al dejar?

22.- E los otros dos hermanos,
maestros tan prosperados
como reyes,
que a los grandes e medianos,
trujieron tan sojuzgados
a sus leyes;
aquella prosperidad
que en tan alto fue subida
y ensalzada
¿qué fue sino claridad
que cuando más encendida
fue amatada?

23.- Tantos duques excellentes,
tantos marqueses e condes
e varones
como vimos tan potentes,
di, muerte, ¿do los escondes
e traspones?
E las sus claras hazañas
que hicieron en las guerras
y en las paces,
cuando tú, cruda, te ensañas,
con tu fuerza las atierras
e desfaces.

24.- Las huestes innumerables,
los pendones, estandartes
e banderas,
los castillos impugnables,
los muros e baluartes
e barreras,
la cava honda, chapada
o cualquier otro reparo,
¿qué aprovecha?
Cuando tú vienes airada
todo lo pasas de claro
con tu flecha.

25.- Aquél de buenos abrigo,
amado por virtuoso
de la gente,
el maestre don Rodrigo
Manrique, tanto famoso
e tan valiente;
sus hechos grandes e claros
non cumple que los alabe,
pues los vieron,
ni los quiero hacer caros
pues que el mundo todo sabe,
cuáles fueron.

26.- Amigo de sus amigos,
¡qué señor para criados
e parientes!
¡Qué enemigo de enemigos!
jQué maestro de esforzados
e valientes!
¡Qué seso para discretos!
¡Qué gracia para donosos!
¡Qué razón!
¡Qué benigno a los sujetos!
¡A los bravos e dañosos,
qué león!

27.- En ventura, Octaviano,
Julio César, en vencer
e batallar;
en la virtud, Africano;
Aníbal, en el saber
e trabajar;
en la bondad, un Trajano;
Tito, en liberalidad,
con alegría,
en su brazo, Aureliano;
Marco Atilio, en la verdad
que prometía.

28.- Antonio Pío, en clemencia;
Marco Aurelio, en igualdad
del semblante;
Adriano, en elocuencia;
Teodosio, en humanidad
e buen talante.
Aurelio Alexandre fue
en disciplina e rigor
de la guerra;
un Constantino, en la fe;
Camilo, en el grand amor
de su tierra.

29.- Non dejó grandes tesoros.
ni alcanzó muchas riquezas
ni vajillas;
mas fizo guerra a los moros,
ganando sus fortalezas
e sus villas;
y en las lides que venció,
cuántos moros e caballos
se perdieron;
y en este oficio ganó
las rentas e los vasallos
que le dieron.

30.- Pues en su honra y estado,
en otros tiempos pasados,
¿cómo se hubo?
Quedando desamparado,
con hermanos e criados
se sostuvo.
Después que fechos famosos
fizo en esta misma guerra
que hacía,
fizo tratos honrosos
que le dieron más tierra
que tenía.

31.- Estas sus viejas hestorias
que con su brazo pintó
en joventud,
con otras nuevas victorias
agora las renovó
en senectud.
Por su gran habilidad,
por méritos e ancianía
bien gastada,
alcanzó la dignidad
de la grand Caballería
dell Espada.

32.- E sus villas e sus tierras
ocupadas de tiranos
las halló;
mas por cercos e por guerras
e por fuerza de sus manos
las cobró.
Pues nuestro rey natural
si de las obras que obró
fue servido,
dígalo el de Portugal
y en Castilla quien siguió
su partido.

33.- Después de puesta la vida
tantas veces por su ley
al tablero;
después de tan bien servida
la corona de su rey
verdadero;
después de tanta hazaña
a que no pudo bastar
cuenta cierta,
en la su villa de Ocaña
vino la muerte a llamar
a su puerta,

34.- diciendo: -«Buen caballero,
dejad al mundo engañoso
e su halago;
vuestro corazón de acero
muestre su esfuerzo famoso
en este trago;
e pues de vida y salud
fecisteis tan poca cuenta
por la fama,
esfuércese la virtud
para sufrir esta afrenta
que vos llama.

35.- No se os haga tan amarga
la batalla temerosa
que esperáis,
pues otra vida más larga.
de la fama gloriosa
acá dejáis.
Aunque esta vida de honor
tampoco no es eternal
ni verdadera,
mas con todo es muy mejor
que la otra temporal
perecedera.

36.- El vivir que es perdurable
non se gana con estados
mundanales,
ni con vida delectable
donde moran los pecados
infernales;
mas los buenos religiosos
gánanlo con oraciones
e con lloros;
los caballeros famosos,
con trabajos e aflictiones
contra moros.

37.- E pues vos, claro varón,
tanta sangre derramaste
de paganos,
esperad el galardón
que en este mundo ganaste
por las manos;
e con esta confianza
e con la fe tan entera
que tenéis,
partid con buena esperanza,
que estotra vida tercera
ganareis.»

/Responde Don Rodrigo/
38.- «Non tengamos tiempo ya
en esta vida mesquina
por tal modo,
que mi voluntad está
conforme con la divina
para todo;
e consiento en mi morir
con voluntad placentera.
clara e pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera
es locura.»

/D. Rodrigo se dirige a Cristo/
39.- «Tú, que, por nuestra maldad,
tomaste forma servil
e bajo nombre;
Tú, que a tu divinidad
juntaste cosa tan vil
como es el hombre ;
Tú, que tan grandes tormentos
sofriste sin resistencia
en tu persona,
non por mis merecimientos,
mas por tu sola clemencia
me perdona.»

/Final/
40.- Así, con tal entender,
todos sentidos humanos
conservados,
cercado de su mujer
y de sus hijos e hermanos
e criados,
dio el alma a quien se la dio
-el Cual la dio en el cielo,
en su gloria-,
que aunque la vida perdió,
dejónos harto consuelo
su memoria.


martes, junio 25, 2013

El Jardín del Miedo - Robert E. Howard

El Jardín del Miedo
Robert E. Howard



Antaño yo fui Hunwulf, el Errante. Soy incapaz de comprender
si mi conocimiento de ese hecho se debe a algún medio
oculto o esotérico, y no intentaré explicarlo. Un hombre
recuerda su vida pasada; yo recuerdo mis vidas pasadas. Lo
mismo que un individuo normal recuerda aquellas formas que
fueron las suyas durante su infancia, su juventud y
adolescencia, yo recuerdo las formas que fueron James
Allison en las edades olvidadas. El por qué de esta memoria
no sabría decirlo, lo mismo que tampoco puedo justificar la
miríada de otros fenómenos de la naturaleza a los que
diariamente nos vemos confrontados, yo y cualquier otro
mortal. Pero ahora, tendido aquí, esperando la muerte que me
liberará de la larga enfermedad que padezco, contemplo con
la mirada clara y limpia el inmenso panorama de las vidas que
se han sucedido para llegar hasta mí. Veo los hombres que
fueron yo, y veo las bestias que vivieron en mí.
Mi memoria, remontándose al filo de los siglos, no se
detiene con la aparición del Hombre. ¿Cómo podría ser así si
el animal se confunde tanto con el hombre que no existe una
línea de división claramente trazada, algo que marque los
límites de la bestialidad? En este preciso instante diviso un
paisaje crepuscular, oscuro, entre los árboles gigantescos de
un bosque primitivo en el que el hombre nunca ha pisado con
sus pies recubiertos de cuero. Veo una masa enorme, erizada
de pelo, de andar pesado y renqueante... avanza cansina y
torpemente, aunque con rapidez, a veces erguida, a veces a
cuatro patas. El ser busca gusanos e insectos, rascando bajo
los troncos podridos; sus pequeñas orejas se agitan
continuamente. Levanta la cabeza y revela unos colmillos
amarillentos. Es primitivo, bestial, antropoide. Y, sin embargo,
reconozco su parentesco con la entidad que ahora se llama
James Allison. ¿Parentesco? Digamos más bien unidad. Yo
soy él, él es yo. Mi carne es sensible, blanca, desprovista de
pelo; la suya oscura, dura, hirsuta. Y, pese a todo, hemos sido
uno, y su cerebro embrionario, poblado por las sombras,
comienza a agitarse y a verse dominado por pensamientos de
hombre, groseros, caóticos, fugitivos. Y, no obstante, ellos
son el fundamento de todas las grandes y orgullosas visiones
que los hombres han tenido en todas las épocas que se han
sucedido desde entonces.
Mi conocimiento no se detiene ahí. Se remonta todavía
más lejos, muy lejos, ofreciéndome perspectivas olvidadas
hacia las que no me atrevo a volverme, abismos demasiado
sombríos y demasiado terribles como para que el espíritu
humano pueda sondearlos. Sin embargo, incluso allí, tengo
conciencia de mi identidad, de mi individualidad. Les aseguro
que el individuo nunca se pierde, ni en el pozo negro del que
un día salimos arrastrándonos, berreando, ciegos y
repudiados, ni en el eventual Nirvana al que algún día
accederemos... y que he podido ver, a lo lejos, centelleando
como un lago azulado en el crepúsculo, entre las montañas
estelares.
Pero ya basta. Les hablaré de Hunwulf. ¡Oh, pasó hace
tanto tiempo, tantísimo tiempo! Hace cuánto exactamente, no
me atrevo a decirlo. ¿Debería buscar pobres comparaciones
humanas para describir las descripciones indescriptibles e
incomprensiblemente lejanas? Desde aquella era, la Tierra ha
cambiado de aspecto no una vez, sino una docena de veces.
Ciclos completos de la especie humana han cumplido sus
destinos.
He sido Hunwulf, uno de los hijos de los Aesir de rubios
cabellos quienes, desde las heladas llanuras de la helada
Asgard, enviaron a sus tribus de ojos azules por el mundo, en
migraciones seculares, para dejar la marca de su paso en
muchos extraños lugares. Nací durante una de las
migraciones hacia el sur. Nunca contemplé la tierra de mis
ancestros, allí donde la mayoría de los pueblos nórdicos vive
todavía en tiendas de piel de caballo, entre las nieves.
Crecí hasta la edad adulta durante aquella larga carrera
vagabunda, en una edad cruel, vigorosa e indómita en que los
Aesir no reconocían a dios alguno salvo a Ymir, el gigante de
la barba helada por la escarcha, y cuyas hachas estaban
tachonadas por la sangre de numerosas naciones. Mis
músculos parecían cuerdas de acero trenzado. Mis cabellos
rubios caían sobre mis poderosos hombros como la melena
de un león. Me ceñía los riñones con una piel de leopardo.
Podía manejar la pesada hacha de punta de sílex con
cualquiera de mis manos.
Año tras año mi tribu se encaminaba hacia el sur,
describiendo a veces inmensos arcos hacia el este o el oeste,
afincándose a veces durante meses o años en valles o fértiles
llanuras, en lugares donde pululaban animales comedores de
hierba. Pero siempre descendía hacia el sur, lenta e
inexorablemente. A veces, nuestra ruta nos conducía a través
de vastas soledades inanimadas en las que nunca había
retumbado un grito humano. A veces, extraños pueblos
primitivos se oponían a nuestro avance. Nuestro rastro
pasaba entonces por encima de las cenizas anegadas en
sangre de las aldeas destruidas. Durante aquel viaje errático,
durante aquellas cacerías y matanzas, llegué a la edad adulta
y amé a Gudrún.
¿Qué puedo decir de Gudrún? ¿Cómo describir los
colores a un ciego? Sólo puedo decir que su piel era más
blanca que la leche, que sus cabellos eran de oro fundido
cuando el brillo del sol jugueteaba entre sus bucles, que la
ligera belleza de su cuerpo habría hecho avergonzarse el
sueño que modeló a las diosas griegas. Pero soy incapaz de
hacerles comprender el fuego y la maravilla que albergaba
Gudrún. No se pueden establecer comparaciones; sus
cánones de la mujer reflejan solamente a las mujeres de una
época. Pero, junto a ella, serían como simples lámparas
intentando rivalizar con el resplandor de la luna llena. No, en
milenios, ninguna mujer se ha asemejado a Gudrún.
Cleopatra, Tais, Helena de Troya, todas fueron pálidos
reflejos de su belleza, pobres imitaciones de la rosa que
floreció en todo su esplendor solamente en el origen del
tiempo.
Por Gudrún abandoné mi pueblo y mi tribu. Partí hacia las
tierras desoladas, exilado y fuera de la ley, con sangre
manchándome las manos. Ella era de mi raza, pero no de mi
tribu: una niña perdida a la que habíamos encontrado, errando
solitaria por un bosque sombrío, extraviada por algún pueblo
errante de nuestra propia sangre. Creció en el seno de la
tribu. Cuando alcanzó la madurez de su gloriosa y joven
femineidad fue entregada a Heimdull, el Poderoso, el más
grande de todos los cazadores de la tribu.
Pero el sueño de Gudrún era una locura que me
devoraba el alma, un fuego que ardía en mi interior
eternamente. Por ella maté a Heimdull, aplastando su cráneo
con mi hacha de sílex antes que pudiera llevarla a su choza
de piel de caballo. Y luego comenzó nuestra larga huida para
escapar de la venganza de mi tribu. Gudrún me siguió con
alegría, pues me amaba con ese amor de las mujeres Aesir
que es como una llama devoradora que destruye la debilidad.
Oh, era un tiempo salvaje, la vida era cruel y sanguinaria, y
los débiles morían rápidamente. No había en nosotros nada
suave o dulce. Nuestras pasiones eran las de la tempestad, el
asalto y el choque de la batalla, la del desafío del león.
Nuestros amores eran tan terribles como nuestros odios.
Y de aquel modo me llevé a Gudrún lejos de la tribu y los
asesinos nos siguieron la pista muy de cerca. Durante una
noche y un día nos siguieron los pasos hasta que, a nado,
atravesamos un río desbordado, un torrente bramador y
espumante que incluso los hombres de Asgard no se
atrevieron a franquear. Pero en la locura de nuestro amor y
nuestro descuido, nos lanzamos al agua y nadamos,
golpeados y zarandeados por el furor de las olas. Y llegamos
a la otra orilla sanos y salvos.
Después de aquello, durante numerosos días,
atravesamos los bosques de las regiones del altiplano,
guaridas de tigres y leopardos, y llegamos, por fin, a una gran
cadena montañosa. Los azules contrafuertes se recortaban
contra el cielo de un modo terrible y las pendientes se
sucedían a las pendientes.
En aquellas montañas fuimos atormentados por los
vientos helados y por el hambre, atacados por cóndores que
se abatían sobre nosotros entre el fragor de sus alas
gigantescas. En el transcurso de siniestras batallas en los
desfiladeros, agoté todas las flechas y quebré la lanza de
punta de sílex. Pero franqueamos finalmente el lúgubre
espinazo de la cordillera y, descendiendo por las laderas
septentrionales, llegamos a la vista de una aldea hecha de
cabañas de tierra entre los acantilados. Aquella aldea estaba
habitada por gentes pacíficas de piel morena que hablaban
una lengua desconocida y practicaban extrañas costumbres.
Pero nos recibieron con el signo de la paz y nos llevaron a su
poblado. Colocaron ante nosotros carne, pan de cebada y
leche fermentada, se acuclillaron formando un círculo a
nuestro alrededor al tiempo que comíamos, mientras una
mujer golpeaba levemente sobre un tambor con forma de
cuenco para honrarnos.
Habíamos llegado a la aldea en el crepúsculo. La noche
cayó durante los festejos. Por todas partes se alzaban
acantilados y picos, como masas imponentes recortándose
contra las estrellas. El pequeño grupo de chozas terrosas y
las minúsculas hogueras se perdían en la inmensidad de la
noche. Gudrún sintió la soledad y la desolación agobiante de
las tinieblas. Se apretó contra mí, apoyándome el hombro en
el pecho. Pero mi hacha estaba al alcance de la mano, y yo
mismo no había sentido ningún atisbo de miedo.
El pequeño pueblo de piel ocre se acurrucaba ante
nosotros. Hombres y mujeres intentaban hablarnos, haciendo
gestos con sus manos menudas. Por haber habitado siempre
en el mismo lugar, dentro de una seguridad relativa, estaban
desprovistos de la intransigente ferocidad de los nómades
Aesir. Sus manos revoloteaban con gestos amistosos a la luz
del fuego.
Les hice comprender que habíamos llegado del norte, que
habíamos atravesado el espinazo de la gran cadena
montañosa y que, al día siguiente por la mañana, teníamos la
intención de descender hacia las verdes llanuras que
habíamos visto más al sur desde las cimas. Cuando
comprendieron mi intención empezaron a gritar mientras
sacudían la cabeza violentamente y golpeaban como locos en
el tambor. Estaban tan ansiosos por comunicarme algo que
me confundían en vez de iluminarme. Finalmente,
consiguieron hacerme comprender que no querían que
abandonase las montañas. Al sur de la aldea había un peligro
que acechaba. Pero no pude saber si se trataba de un
hombre o de un animal.
Cuando todos ellos gesticulaban y mi atención estaba
puesta en su mímica, el golpe cayó. Advertí en primer lugar
un súbito trueno de alas batiendo en mis oídos. Luego, una
forma sombría surgió de la noche y algo me golpeó en la
cabeza al tiempo que me daba la vuelta. Caí, medio
inconsciente. ¡En aquel instante escuché a Gudrún lanzando
un aullido mientras era arrebatada de mi lado! Levantándome
de un salto, temblando por el furioso deseo de desgarrar y
masacrar, vi una forma oscura que desaparecía nuevamente
en las tinieblas, con una forma blanca que gritaba y se
debatía prisionera entre sus garras.
Aullando de dolor y rabia empuñé el hacha y cargué
contra las tinieblas... Me detuve bruscamente, huraño y
desesperado, sin saber en qué dirección ir.
El pueblo moreno se había esparcido por doquier,
gritando y proyectando chispas en todas direcciones al
atropellar las hogueras en su ansia por volver a sus cabañas.
Pero de nuevo volvían a salir, arrastrándose temerosos y
gimoteantes como perros heridos. Se reunieron a mi
alrededor y me agarraron con manos tímidas, parloteando en
su idioma. Maldije mi impotencia, enfermo de rabia, sabiendo
que querían decirme algo que yo no conseguía comprender.
Por fin, les dejé que me condujeran hasta la hoguera. El
más anciano de la tribu trajo una cinta de cuero ahumado, un
pote de arcilla con materiales colorantes y un bastón. Sobre el
cuero, pintó la silueta de una criatura alada llevándose a una
mujer blanca. Oh, era muy grosero, pero comprendí el
significado. Acto seguido, todos me señalaron hacia el sur y
comenzaron a gritar ruidosamente en su propia lengua.
Comprendí que la amenaza contra la que me habían
prevenido era la del ser que se había llevado a Gudrún. Hasta
aquel momento yo había creído que había sido arrebatada por
los aires por uno de los cóndores de las montañas. Pero el
dibujo ejecutado por el anciano con la negra pintura era, más
que nada, el de un hombre alado.
Lenta y laboriosamente comenzó a trazar algo que por fin
reconocí. Era un mapa... sí, incluso en aquella época oscura
teníamos mapas, primitivos, cierto, pero que un hombre
moderno hubiera sido incapaz de interpretarlos, a causa de la
diferencia de nuestro simbolismo.
Aquello nos llevó mucho tiempo, y se hizo la medianoche
antes que el viejo hubiera terminado y yo comprendido sus
dibujos. Pero finalmente, todo quedó completamente claro. Si
seguía el camino trazado en el mapa, descendiendo el largo y
estrecho valle en que se alzaba la aldea, atravesando una
llanura y siguiendo después una sucesión de desgarradas
pendientes, llegaría al lugar en donde moraba el ser que
había robado a mi compañera. En aquel lugar, el viejo dibujó
lo que parecía ser una cabina deforme, con numerosos signos
extraños a su alrededor, trazados con la ayuda de pigmentos
rojos. Los dibujaba con el dedo, y luego me señalaba a mí,
sacudía la cabeza y lanzaba gritos sonoros que parecían
indicar un gran peligro para aquellos seres.
Más tarde intentaron persuadirme para que no fuera,
pero, en mi ardor, tomé la cinta de cuero y el saco de comida
que me habían puesto a la fuerza entre las manos (¡realmente
era un pueblo muy extraño para aquella época!), recogí el
hacha y me dirigí hacia las tinieblas sin luna. Mis ojos eran
más penetrantes de lo que puede concebir una mentalidad
moderna, y mi sentido de la orientación era el de un lobo. Una
vez grabado el mapa en mi cerebro, habría podido tirarlo y
dirigirme infaliblemente hacia el lugar que buscaba. Sin
embargo, lo plegué y me lo guardé en el cinturón.
Caminé tan rápido como pude bajo la claridad de las
estrellas, sin preocuparme de las bestias feroces que, quizá,
buscaban una presa... osos de las cavernas o tigres de
dientes de sable. A veces, escuchaba cómo la arenilla se
deslizaba bajo patas furtivas. Por un instante, entreveía unos
ojos feroces y amarillos ardiendo en las tinieblas y percibía
formas que, en medio de la oscuridad, huían cuando me
acercaba. Pero proseguí intrépidamente mi carrera, con un
humor tan desesperado que no era capaz de cederle el paso
a ningún animal, ¡por terrible que fuera!
Atravesé el valle, escalé una cresta montañosa y llegué a
una amplia meseta, cuajada de zanjas y alfombrada de rocas.
La franqueé y, en las tinieblas que preceden el alba, comencé
a descender por las laderas llenas de asechanzas. Parecían
no terminar nunca, y desaparecían a mis pies como una larga
línea escarpada e inclinada que se perdía en la oscuridad.
Pero continué con mi temerario descenso, sin detenerme ni
para desatar la cuerda de cuero que llevaba enrollada
alrededor de los hombros. Confiaba en mi suerte y mi
destreza para llegar a la base de la montaña sin romperme el
cuello.
Y, justo cuando la aurora lamía con su blanca luz las
cimas, llegué a un amplio valle rodeado de acantilados
prodigiosos. En aquel lugar en que me hallaba, el valle se
extendía al este y al oeste. Los acantilados convergían en su
extremo inferior, dándole el aspecto de un gran abanico que
se estrechaba rápidamente hacia el sur.
El suelo era uniforme, atravesado por un curso de agua
sinuoso. Algunos árboles se elevaban en él, aislados. No
había rastrojos, pero sí un tapiz de altas hierbas que, en
aquella época del año, estaban particularmente secas. A lo
largo del curso de agua crecía una vegetación exuberante y,
por aquí o por allá, deambulaban unos mamuts, verdaderas
montañas de carne y músculos llenas de pelo.
Me quedé a buena distancia, pues aquellos gigantes eran
demasiado poderosos para que me enfrentase a ellos.
Confiaban en su poder, y sólo temían una cosa en el mundo.
Orientaban hacia mí sus grandes orejas y levantaban las
trompas con aire amenazador si me acercaba a ellos más de
lo imprescindible, pero no me atacaron. Corrí rápidamente
entre los árboles. Cuando llegué al lugar donde convergían
los acantilados, el sol aún no se había levantado por encima
de las murallas del este, cuyas crestas destacaban con una
llamarada dorada. El descenso por las montañosas laderas,
pese a que me había llevado toda la noche, no había afectado
mis músculos de acero. No sentía ninguna fatiga; el furor me
devoraba aún con el mismo ardor. No podía saber lo que se
hallaba más allá de los acantilados; no hice hipótesis. Mi
cerebro sólo dejaba penetrar la negra cólera y el ansia por
masacrar.
Los desfiladeros no formaban un muro compacto. Aquello
quería decir que los extremos de las paredes rocosas no se
unían completamente, dejando una ranura o una brecha de
unos cien pies de ancho. La corriente de agua la atravesaba y
los árboles crecían robustos junto a ella. Crucé la brecha, tan
ancha como larga, y desemboqué en un segundo valle o, más
bien, en la continuación del primero que se ampliaba
nuevamente más allá del pasaje.
Las paredes rocosas se alejaban en una curva
pronunciada hacia el este y el oeste, para formar una muralla
gigantesca que rodeaba completamente el valle, describiendo
un vasto óvalo. Formaban un reborde azulado alrededor del
valle, sin brecha alguna, con la excepción de un pedazo de
cielo claro que parecía indicar otra abertura en el extremo
septentrional. El valle interior tenía la forma de una botella con
dos bocas.
El gollete por el que había penetrado estaba lleno de
árboles que crecían numerosos en varios cientos de metros.
Luego daban paso bruscamente a un campo de flores
carmesíes. A varios cientos de metros más allá del lindero de
los árboles, pude ver un extraño edificio.
Debo hablar de lo que veía no sólo como Hunwulf, sino
también como James Allison. Hunwulf no comprendía nada
más que muy vagamente las cosas que veía y, como Hunwulf,
no sería capaz de describirlas. Yo, en mi vida como Hunwulf,
lo ignoraba todo sobre la arquitectura. Las únicas moradas
construidas por la mano del hombre que yo hubiera visto eran
las tiendas de cuero de caballo de mi Pueblo y las chozas de
tierra con techumbre de paja del pueblo devorador de
cebada... y otros pueblos igual de primitivos.
Así que, como Hunwulf, sólo podría decir que
contemplaba una gran choza, cuya construcción sobrepasaba
mi entendimiento. Pero yo, James Allison, sé que era una
torre, de unos sesenta pies de altura, construida con una
curiosa piedra verde, extremadamente pulida, y revestida de
una sustancia que daba la impresión de diáfana
transparencia. Era cilíndrica y, por lo que podía ver,
desprovista de puertas y ventanas. El cuerpo principal de la
construcción puede que tuviese setenta pies de altura. En su
centro se elevaba una torre más pequeña que remataba el
conjunto. Aquella torre, con una circunferencia apenas más
pequeña que el cuerpo principal del edificio, estaba rodeada
por una especie de galería con un parapeto almenado. Tenía
dos puertas curiosamente abovedadas y ventanas enrejadas
con sólidos barrotes, como pude darme cuenta incluso desde
el lugar donde me encontraba.
Aquello era todo. No había ningún signo de presencia
humana. Ningún signo de vida en el valle. Pero resultaba
evidente que aquel castillo era lo que el viejo de la montaña
se había esforzado en dibujar. Y estaba seguro de poder
encontrar a Gudrún en su interior... si es que aún vivía.
Más allá de la torre pude contemplar la débil claridad de
un lago azulado en el que se precipitaba la corriente de agua,
siguiendo la curvatura de los muros occidentales. Disimulado
entre los árboles, examiné la torre y las flores que la rodeaban
por todas partes. Crecían con exuberancia a lo largo de los
muros y se extendían a lo largo de cientos de metros en todas
direcciones. Volvían a verse árboles al otro extremo del valle,
cerca del lago, pero ninguno crecía entre las flores.
Aquellas flores no se parecían a ninguna planta que
hubiera visto hasta entonces. Crecían muy cerca unas de
otras. Tenían unos cuatro pies de altura, con una sola flor en
cada tallo... una flor más grande que la cabeza de un hombre,
con largos pétalos pulposos, muy cerca unas de otras.
Aquellos pétalos, de un color rojo carmesí, parecían heridas
abiertas. Los tallos eran tan gruesos como el puño de un
hombre, incoloros, casi transparentes. Las hojas de un verde
venenoso tenían la forma de puntas de lanza, marchitándose
en largas colas serpentinas. Su aspecto era repugnante, y me
pregunté lo que camuflaría su densidad.
Todos mis instintos, desarrollados por una vida salvaje,
estaban fuertemente excitados. Sentía un peligro oculto,
exactamente igual al que habría sentido ante un león
emboscado, incluso antes que mis sentidos lo percibieran.
Estudié de cerca las compactas hojas, preguntándome si
ocultarían alguna serpiente inmensa. Mis narices se dilataron
al buscar un olor, pero el viento no soplaba en mi dirección.
Sin embargo, había algo anormal en aquel inmenso jardín.
Aunque el viento del norte lo atravesaba, ninguna flor se
movía, ninguna hoja se agitaba. Permanecían inmóviles y
sombrías, como aves de presa de lánguidas cabezas. Tuve la
extraña sensación que ellas me observaban como criaturas
vivientes.
Hubiera podido decirse que era el paisaje visto en un
sueño. A ambos lados, los acantilados azules se elevaban
hacia un cielo desprovisto de nubes. A lo lejos, el lago se
sumía en una tranquilidad dormida y la torre, de un verde
fantástico, se alzaba en medio de aquel campo de un color
rojo lívido.
Y había otra cosa... Aunque el viento soplase en dirección
contraria, sentía manar de las flores un olor, una exhalación
de cubil... de muerte, podredumbre y corrupción.
Me agazapé bruscamente, permaneciendo a cubierto.
Había vida en el castillo. Una silueta emergió de la torre. Se
acercó al parapeto, se inclinó por encima y miró hacia el valle.
Era un hombre, pero un hombre como nunca había soñado,
¡ni siquiera en una pesadilla!
Era alto y robusto. Su piel era negra, con la tintura del
ébano pulido. Pero los rasgos que hacían de él una pesadilla
humana eran las alas de murciélago que sobresalían por
encima de sus hombros aun estando plegadas. Sabía que sus
alas eran auténticas: aquel hecho resultaba evidente e
indiscutible.
Yo, James Allison, he meditado largamente sobre aquel
fenómeno del que fui testigo con los ojos de Hunwulf. Aquel
hombre alado, ¿era solamente un monstruo, un ejemplo de
una aberración de la naturaleza viviendo en una soledad y
desolación inmemoriales? ¿O bien era el superviviente de una
raza olvidada que había aparecido, reinado y extinguido antes
de la llegada del hombre tal y como nosotros lo conocemos?
Quizá el pueblo moreno de las colinas habría podido
responder a aquellas preguntas, pero carecíamos de un
lenguaje común. Sin embargo, me inclino por esta última
hipótesis. Los hombres alados se encuentran muy
frecuentemente en la mitología; se les encuentra en las
leyendas populares de numerosas naciones y numerosas
razas. Tan lejos como el hombre puede remontarse en el
pasado gracias a los mitos, crónicas y leyendas, encuentra
siempre historias de arpías y dioses alados, de ángeles y
demonios. Las leyendas son los reflejos deformados de
realidades preexistentes. Estoy convencido que, en otros
tiempos, hubo una raza de hombres alados de piel oscura que
reinó en el mundo preadánico y que yo, Hunwulf, encontré al
último superviviente de aquella raza en el valle de las flores
rojas.
Estos pensamientos los formulo como James Allison, con
mi saber moderno que es tan imponderable como mi
ignorancia moderna.
Yo, Hunwulf, no me daba a tales especulaciones. El
escepticismo moderno no formaba parte de mi naturaleza, y
no pretendía racionalizar lo que parecía no coincidir con un
universo natural. No reconocía ningún dios, excepto Ymir y
sus hijas, pero no ponía en duda la existencia ¾como
demonios¾ de otras deidades, veneradas por otras razas.
Seres sobrenaturales de toda especie estaban en pleno
acuerdo con mi concepto de la vida y del universo. Creía tanto
en la existencia de dragones, espíritus y diablos como en la
de leones, búfalos y elefantes. Aceptaba aquella aberración
de la naturaleza como un demonio sobrenatural, y no me
preocupaba en lo más mínimo ni por sus orígenes ni por su
procedencia. Tampoco me sentía dominado por un pánico
provocado por un terror supersticioso. Yo era un hijo de
Asgard que no temía ni a hombres ni a demonios, y confiaba
más en la fuerza demoledora de mi hacha de sílex que en las
plegarias de los sacerdotes y los encantamientos de los
brujos.
Pero no me lancé inmediatamente a la descubierta para ir
al asalto de la torre. La prudencia instintiva de la vida salvaje
era mía, y no veía ningún medio de escalar los muros del
castillo. El hombre alado no necesitaba puertas, pues entraba,
por todas las evidencias, por arriba, y la superficie lisa de los
muros parecía desafiar al escalador más avezado. Pero
pronto se me presentó un medio para acceder a lo alto de la
torre. Dudaba, esperando a ver si otros seres alados se
presentaban ante mí, aunque tuviese el sentimiento
inexplicable que aquel era el único de su especie en todo el
valle... quizá en todo el mundo. Mientras me mantenía al
acecho, oculto entre los árboles, observando, le vi apartar los
codos del parapeto y estirarse con la ligereza de un enorme
felino. Luego atravesó la galería circular y penetró en la torre.
Un grito sordo retumbó en el aire y me tensé, aunque
descubrí que no era el grito de una mujer, No tardó en
aparecer el sombrío dueño del castillo, arrastrando tras él una
silueta más pequeña... una forma que se retorcía, se debatía
y lanzaba lastimeros gritos. Vi que se trataba de un
hombrecillo moreno, muy parecido a los habitantes de la
aldea de la montaña, capturado, no tenía dudas, del mismo
modo que lo había sido Gudrún.
Mantenido entre los brazos de su gigantesco adversario,
parecía un niño. El hombre negro desplegó las inmensas alas
y echó a volar desde el parapeto, llevado a su cautivo como
un cóndor que llevase un corderillo. Planeó por encima del
campo de flores y yo me agazapé en un refugio de hojarasca,
mirando estupefacto el extraño espectáculo.
El hombre alado, planeando en lo alto del cielo, lanzó un
grito raro y fantástico. Fue respondido de un modo terrible. El
estremecimiento de una vida horrible recorrió el campo
encarnado que se extendía bajo él. Las grandes flores rojas
temblaron, se abrieron, desplegaron los pétalos carnosos,
parecidos a bocas de serpientes. Los tallos parecieron
distenderse y alzarse hacia el cielo con impaciencia. Las
largas hojas se levantaron y estremecieron, produciendo un
sonido curiosamente funesto, como un serpentín de
campanas. Un ligero silbido capaz de poner la carne de
gallina retumbó por todo el valle. Las flores suspiraban,
tendiéndose hacia lo alto. Con una risa diabólica, el hombre
alado dejó caer a su cautivo, que seguía debatiéndose
vanamente.
Con el aullido de un alma condenada, el hombre moreno
cayó rápidamente, aplastándose entre las flores. Las plantas
se lanzaron sobre él con un estremecido silbido. Sus tallos
espesos y flexibles se curvaron, como cuellos de serpientes, y
sus pétalos se cerraron sobre la carne. Un centenar de flores
se asieron a él como los tentáculos de algún gigantesco
pulpo, sofocándole y machacándole. Sus gritos agónicos
llegaron hasta mí, ensordecidos; estaba completamente
cubierto por las flores que se abatían silbando sobre él. Las
que se encontraban lejos de su alcance se agitaban y
retorcían furiosamente como si quisieran arrancar sus propias
raíces en su deseo por reunirse con sus congéneres. En toda
la pradera las grandes flores rojas se inclinaban y retorcían
hacia el lugar donde la siniestra batalla se desarrollaba. Los
gritos disminuyeron y fueron siendo cada vez más débiles
hasta desaparecer. Un terrible silencio reinó en todo el valle.
El hombre negro volvió a la torre con un vuelo apacible y
desapareció en su interior.
Poco después, las flores se fueron apartando una tras
otra de su víctima que quedó tendida, blanca e inmóvil. Sí, su
palidez era peor que la de la muerte. Se habría dicho que era
una estatua de cera, una efigie de mirada quieta, a la que
toda gota de sangre le hubiera sido absorbida. Y una
sorprendente transformación era visible en las flores que
había en las proximidades del cuerpo. Los tallos ya no eran
incoloros; estaban hinchados y teñidos de un rojo sombrío,
como bambúes transparentes, estallando de sangre fresca.
Impulsado por una curiosidad insaciable, abandoné
furtivamente mi refugio entre los árboles y me deslicé hasta
las mismas lindes del campo encarnado. Las flores silbaron y
se inclinaron hacia mí, dilatando los pétalos como el capuchón
de una cobra excitada. Elegí una flor alejada de las demás,
corté el tallo de un hachazo y la criatura se derrumbó por el
suelo, retorciéndose como una decapitada serpiente.
Cuando sus movimientos cesaron, me incliné sorprendido
sobre ella. El tallo no era hueco como había supuesto... es
decir, hueco como un bambú seco. Estaba atravesado por
una red de venas, parecidas a filamentos; algunos estaban
vacíos, otros exudaban una savia incolora. Las colas que
unían las hojas al tallo eran notablemente tenaces y ligeras.
Las propias hojas estaban bordeadas de espinas curvadas,
como si fueran acerados colmillos.
Cuando aquellas espinas se hundían en la carne, la
víctima se veía forzada a arrancar la planta entera, a partir de
las raíces, si quería escapar.
El pétalo era tan ancho como mi mano y tan grueso como
una porra armada con clavos. En el borde interno, cada uno
de ellos estaba recubierto de innumerables y minúsculas
bocas, no más grandes que la cabeza de un alfiler. En el
centro, en el lugar que debía haber ocupado el pistilo, había
una punta arpada, cuya textura recordaba la de una espina,
con estrechos canales que unían los cuatro bordes dentados.
Una vez terminadas mis investigaciones de aquella
horrible parodia de vegetación, levanté súbitamente los ojos,
justo a tiempo de ver reaparecer sobre el parapeto al hombre
alado. No pareció sorprendido al verme. Gritó algo en una
lengua desconocida e hizo un gesto burlón mientras yo me
quedaba inmóvil como una estatua, asiendo fuertemente el
hacha. No tardó en dar media vuelta y penetrar en el interior
de la torre, como lo había hecho antes. Y, al igual que antes,
volvió llevando a una cautiva. Mi furor y mi odio casi se
sumergieron en el torrente de alegría que se desbordó en mí
al ver que Gudrún estaba viva.
Pese a su fuerza ligera, que era la de las panteras, el
hombre negro mantenía a Gudrún con la misma facilidad con
que había sujetado al hombrecillo moreno. Levantando su
cuerpo blanco, que no dejaba de debatirse en el aire por
encima de la cabeza del ser alado, me la mostró mientras
lanzaba gritos sarcásticos. Los rubios cabellos de Gudrún
caían sobre los blancos hombros, se agitaba vanamente y me
gritaba, dominada por un terror y un horror extremos.
Raramente una mujer Aesir conoce un terror tan abyecto
como el que se había apoderado de Gudrún. Medí el abismo
de la diabólica conducta de su raptor por sus gritos
desenfrenados.
Pero me quedé inmóvil. Si hubiera valido que, para
ayudarla, hubiese tenido que hundirme en el interior de aquel
pantano rojo como el infierno, aceptando ser apresado,
traspasado y chupada toda mi sangre por aquellas flores
diabólicas, lo hubiese hecho. Pero aquello no habría ayudado
en nada. Mi muerte, solamente, la habría privado de su único
defensor. Así que me quedé inmóvil mientras Gudrún se
retorcía y sollozaba, mientras las risotadas del hombre negro
hacían desbocarse en mi cerebro las rojas oleadas de la
demencia. En un momento, hizo un gesto como de arrojarla
entre las flores. Mi control de acero estuvo a punto de ceder y
de impulsarme en aquel mar rojizo e infernal. Pero sólo era un
simulacro. No tardó en arrastrarla de nuevo a la torre y
lanzarla a su interior. Luego volvió al parapeto, apoyando en
él los codos y quedándose en aquella postura para
observarme. Aparentemente, jugaba conmigo como un gato
hace con un ratón antes de matarlo.
Sin embargo, con el hombre negro todavía acechándome,
volví la espalda y me hundí en el interior del bosque. Yo,
Hunwulf, no era un pensador, al menos no en el sentido que
lo entienden los hombres modernos. Vivía en una época en la
que las emociones se traducían por el golpe del hacha de
sílex más que por los elaborados productos del intelecto. Y,
pese a todo, yo no era el animal desprovisto de inteligencia
que el hombre supone que debía ser. Poseía un cerebro
humano, estimulado por la eterna lucha de la existencia y la
supremacía.
Sabía que no podía franquear vivo la banda rojiza que
rodeaba el castillo. Antes que pudiera dar una docena de
pasos, una multitud de puntas dentadas se habrían hundido
en mi carne y sus bocas ávidas chuparían la sangre de mis
venas para alimentar su apetito demoníaco. Incluso mi
energía de tigre me sería inútil para intentar abrirme camino
entre ellas.
El hombre alado no me siguió. Mirando por encima del
hombro, le vi acodado solemnemente en la misma posición.
Cuando sueño, como James Allison, los sueños de Hunwulf,
esta imagen se encuentra como grabada en mi mente. Veo la
silueta de gárgola, con los codos plantados en el parapeto,
como un meditabundo diablo medieval, agazapado sobre las
almenadas murallas del Infierno.
Franqueé las gargantas del valle y penetré en el que
había más allá, en el que los árboles se diseminaban y los
mamuts seguían las corrientes de agua con su pesado
deambular. Me detuve tras sobrepasar a la manada y,
sacando dos piedras de sílex de la mochila, me agaché e hice
saltar una chispa hacia la seca hierba. Yendo rápidamente de
un sitio para otro, eligiéndolos cuidadosamente, encendí una
docena de hogueras, dispuestas en un amplio semicírculo. El
viento del norte las atizó, las hizo propagarse y las empujó
ante él. En pocos instantes, una muralla de llamas avanzó con
rapidez hacia el fondo del valle.
Los mamuts dejaron de comer, levantaron las grandes
orejas y lanzaron barrites de alarma. No temían más que una
cosa en el mundo: ¡el fuego! Empezaron a batirse en retirada
hacia el sur, las hembras empujando a las crías ante ellas; los
machos barritando tan fuerte como harán las trompetas en el
Juicio Final. Con un gruñido de tormenta, el fuego
extendiéndose acelerado, los mamuts huían ante la
conflagración precipitadamente, en desorden. Era un terrible
huracán de carne, un terrible temblor de tierra, huesos y
músculos devastando y aplastándolo todo a su paso. Los
árboles estallaban y caían ante ellos, el suelo temblaba bajo
sus patas violentas. Tras ellos llegaba el rápido fuego. Y, justo
detrás, iba yo, siguiendo las llamas tan de cerca que la tierra
humeante me quemaba las sandalias de piel ciervo.
Atravesaron el estrecho gollete con un gruñido
retumbante, nivelando los espesos bosquecillos como una
guadaña gigantesca. Los árboles eran arrancados y
desarraigados; era como si un tornado se hubiera abismado
por el pasadizo.
Con el trueno ensordecedor de sus patas machacando la
tierra entre barrites, se desbocaron hacia el mar de flores
rojas, como una devastadora tempestad. Las plantas
demoníacas habrían hecho caer a un solo mamut aislado,
pero, bajo el impacto de la manada entera, parecían flores
ordinarias. Los mastodontes, enloquecidos por la furia, las
aplastaron por completo, las patearon, las machacaron, las
abatieron, las hicieron jirones, hundiéndolas en la tierra, que
absorbió sus humores.
Temblé por un instante, temiendo que aquellos brutos
continuaran su loca carrera hacia el castillo y que éste fuera
incapaz de soportar su asalto fatal. Evidentemente, el hombre
alado compartía mis temores, pues se lanzó enérgicamente
desde lo alto de la torre y voló rápido hacia el cielo,
dirigiéndose hacia el lago. Pero uno de los machos se dio de
cabeza contra la muralla, rebotó sobre la superficie uniforme,
lisa y sin curvas, y embistió contra el que le seguía
inmediatamente y el rebaño se dividió en dos. Sobrepasaron
mugiendo la torre, rodeándola por los lados. Los mastodontes
pasaron tan cerca de ella que sus flancos velludos se
rasparon contra las murallas. Bajaron a lo largo del campo
encarnado y se dirigieron en medio del estruendo de los
truenos hacia el lejano lago.
El fuego alcanzó el lindero de los árboles y se apagó por
sí solo. Los restos aplastados y atestados de savia de las
plantas rojas no ardían. Los árboles, sin raíces o aún en pie,
humeaban y crepitaban, devorados por las llamas. Ramas
ardientes llovían a mi alrededor mientras me abalanzaba a
través de los árboles. Luego corrí hacia el gigantesco
guadañazo que la carga de la manada había producido en el
lívido campo.
Mientras corría le grité a Gudrún, quien me respondió.
Su voz sonaba ensordecida y acompañada por un
martilleo. El hombre alado la había encerrado en la torre.
Cuando llegué a la base de las murallas del castillo,
pisoteando lo que quedaba de las flores rojas y los tallos
serpentinos, desenrollé la cuerda de cuero en bruto, la hice
girar y envié la lazada hacia arriba, apuntando a uno de los
morlones del parapeto almenado. No tardé en trepar a pulso
por ella, agarrándola entre los dedos de los pies, hiriéndome
codos y dedos contra el liso muro mientras permanecía
suspendido en el aire.
Estaba a menos de cinco pies del parapeto cuando fui
galvanizado por un batir de alas cerca de mi cabeza. El
hombre negro se abatió desde lo alto del cielo y se posó en la
galería. Tuve una buena vista suya cuando se inclinó por
encima del parapeto. Sus rasgos eran rectos y regulares; no
había en él ninguna sugerencia de rasgos negroides. Sus ojos
eran aberturas oblicuas y los dientes le brillaban con un
salvaje rictus de odio triunfal. Durante mucho, muchísimo
tiempo, había reinado en el valle de las flores rojas, cobrando
un tributo de vidas humanas a los desgraciados pobladores
de las colinas, llevándose por los aires a víctimas inocentes
para que sirvieran de alimento a sus flores carnívoras,
aquellos medio animales que eran sus súbditos y sus
protegidos. En aquellos momentos, yo estaba en su poder; mi
encarnizamiento y audacia no habían servido de nada. Un
único golpe de la curva daga que empuñaba me enviaría al
pie de la muralla, cayendo hacia la muerte. En alguna parte,
Gudrún, viendo en qué peligro me encontraba, lanzaba gritos
de bestia salvaje. Luego, una puerta se rompió con un
estrépito de paneles en explosión.
El hombre negro, dedicado a su demoníaco plan, apoyó
el borde acerado de la hoja contra la cuerda de cuero... luego,
por su espalda, un brazo blanco y vigoroso se cerró sobre su
cuello y fue violentamente echado hacia atrás. Por encima de
sus hombros pude ver la cara magnífica de Gudrún, sus
hirsutos cabellos, sus ojos dilatados por el horror y la rabia. El
hombre negro se volvió con un rugido, luchando contra su
presa. La arrancó de su cuello y la tiró contra la torre con tal
violencia que Gudrún quedó inmóvil, medio aturdida. Luego,
se volvió hacia mí. Pero, en el mismo instante, yo terminaba
de trepar ya hasta el parapeto y saltaba hacia la galería
empuñando el hacha.
Dudó por unos instantes; medio desplegó las alas. Aún
asía la daga, preguntándose si debía batirse o huir por el aire.
Por la talla, era un gigante, y sus músculos destacaban como
surcos ribeteados por todo su cuerpo. Pero dudaba, tan
inseguro como un hombre enfrentado a una bestia.
Yo no dudé. Con un rugido que me nació en el fondo de
la garganta, salté hacia adelante y eché hacia atrás el hacha
con toda mi fuerza de coloso. Con un grito estrangulado
levantó los brazos. Pero el filo del hacha se hundió entre ellos
silbando y le aplastó el cráneo, reduciéndolo a sangrientos
fragmentos.
Me volví hacia Gudrún. Se arrodilló titubeante y, luego,
me echó los brazos al cuello en un frenético abrazo de amor y
miedo, abriendo los ojos de forma desorbitada y mirando el
lugar en que yacía el alado señor del valle. La pulpa
enrojecida que había sido su cabeza se bañaba en un océano
de sangre y cerebro.
A menudo he deseado que fuera posible reunir las
diversas vidas que han sido la mía en el interior de un único
cuerpo, aliando las experiencias de Hunwulf con el saber de
James Allison. Si hubiera podido ser así, Hunwulf habría
franqueado la puerta de ébano que Gudrún había hecho saltar
en pedazos con un sobresalto de desesperada energía.
Habría penetrado en aquel salón fantástico que se atisbaba
entre los dislocados paneles. Aquella habitación estaba
atestada de muebles extraños y de anaqueles cubiertos de
rollos de pergamino. Habría desplegado aquellos rollos y se
habría inclinado sobre los caracteres hasta haberlos
descifrado y, quizá, leído las crónicas de aquella raza extraña
de la que acababa de matar a su último superviviente.
Seguramente su historia era más rara que los sueños
engendrados por el opio y tan maravillosa como la narración
de aquella Atlántida que se tragaron los mares en tiempos
remotos.
Pero Hunwulf no poseía tal curiosidad. Para él, la torre, la
habitación de los muebles de ébano y los rollos de pergamino
eran emanaciones de la brujería, cosas carentes de sentido e
inexplicables, cuyo significado residía en su propio carácter
diabólico. Aunque la solución del misterio se hallase al
alcance de su mano, estaba tan inmensamente alejado de ella
como de James Allison, que no debía nacer más que al filo de
los milenios.
Para mí, como Hunwulf que era, el castillo no resultaba
ser más que una trampa monstruosa. Sólo sentía por él una
sola emoción y un solo deseo: abandonarlo lo antes posible.
Con Gudrún agarrándose a mí, me deslicé hasta el suelo,
luego solté la cuerda con un hábil movimiento de torsión y la
volví a enrollar. Nos alejamos, tomados de la mano, y
seguimos el camino abierto por los mamuts que se perdían en
la distancia. Nos dirigimos hacia el lago azulado en el extremo
sur del valle y hacia la embocadura de los acantilados que se
alzaban más allá.
F I N

lunes, junio 24, 2013

GIBRÁN KHALIL GIBRÁN - EL PRECURSOR


GIBRÁN KHALIL GIBRÁN


EL PRECURSOR
(1920)

EL PRECURSOR


Tú eres el precursor de ti mismo, amigo mío, y las torres y ciudadelas erigidas en tu vida no son más que cimiento para la esencia soberbia que a su vez será cimiento para la otra.
Yo soy como tú, precursor de mí mismo, porque la sombra desplegada ante mí, a la salida del sol, eclipasará bajo mis pies al mediodía. Amanecerá nuevamente y otra sombra se bosquejará; también ésta se esfumará, otra vez, bajo mis pies, al otro día.
Somos desde el principio precursores de nosotros mismos, y así seremos hasta la eternidad. Todo lo que acumulamos en nuestra vida no es más que una semilla que preparamos para un erial. Somos el erial y los sembradores; somos la fruta y los cosechadores.
Cuando eras, amigo mío, un pensamiento perdido en la tiniebla, yo era, como tú, otro pensamiento extraviado. Te llamé y acudiste a mi llamado. De nuestros afanes nacieron los sueños. Los sueños eran tiempo sin cadena, y los tiempos fueron espacio sin fin.
Eras una palabra muda entre los temblorosos labios de la vida; también era yo, como tú, otra palabra muda, y no bien nos pronunció la vida cuando asomamos al mundo con cora zones vibrantes por el recuerdo del pasado y con el afán para el mañana. Y el pasado no es más que la muerte expulsada; y el mañana es el nacimiento buscado.
Ahora estamos en manos de Dios. Tú eres un sol radiante en su derecha y yo una tierra iluminada en su izquierda. Tu po­der en la iluminación no es superior al mío en reflejar tu luz.
Y nosotros no somos el sol ni la tierra sino el comienzo de un sol más grande y de una tierra más gigantesca. Así seremos hasta el fin de los siglos.
Tú eres el predecesor de ti mismo, ¡oh, extraño!, tú, que franqueas el umbral de mi jardín; yo soy, como tú, precursor de mí mismo, no obstante vivir bajo la sombra de mis árboles, reposado y tranquilo.

EL AMOR

Se cuenta que el zorro bebe junto al león de una misma fuente. Y se dice que el águila y el milano devoran juntos la carroña sin disputas y en total armonía.
¡Oh, justo amor! Tú que has refrenado el capricho de mis pasiones con poderosa mano, y has convertido mi hambre y mi sed en altivez y magnanimidad, no permitas al fuerte soberbio que habita en mí comer el pan ni beber el vino que cautivan mi débil ser. Hazme recordar mejor y habré muerto de hambre. Deja mi corazón inflamarse de sed. Será mejor morir y extinguirse que tomar en la mano una copa que tú no has llenado, ni un vaso de licor que tú no has bendecido.

LAS CUATRO RANAS

El saber y el medio saber

Estaban cuatro ranas sentadas sobre _un grueso tronco de leña que flotaba a la orilla de un anchuroso río. Una ola fu­riosa arrastró al tronco hasta la mitad del río, donde la corriente lo condujo con el curso del agua. Alborozáronse las ranas por el encanto de su expedición y comenzaron a saltar sobre el tronco porque jamás se vieron navegar mar adentro. Pasado un momento de silencio la primera rana gritó:
- ¡Qué tronco más curioso y extraño! Mirad, compañe­ras, cómo viaja igual que los seres vivientes. Jamás he visto ni oído hablar de cosa tan parecida.
La segunda rana : -Este tronco no camina, se mueve, amiga mía; y tampoco es extraño y curioso como te lo has imaginado. Las aguas del río que corren de por sí hacia el mar conducen con ellas a este tronco que a su vez nos con­duce con él.
La tercera rana: -No, por mi vida, compañeras, os equi­vocáis. Es una divagación la vuestra. Ni el río se mueve, ni el tronco. Es nuestro pensamiento el que se mueve dentro de nosotros y él es quien nos conduce a creer en el movimiento de los cuerpos inmóviles.
Discutieron largamente las tres ranas sobre qué era lo que se movía en realidad, llenando la quietud del río con sus gritos y su perturbador croar.
Como no llegaron a ningún acuerdo, pidieron la opinión de la cuarta rana. Esta, que hasta entonces no había dicho esta boca -es mía, sino que las escuchaba con atención, habló de la siguiente manera:
-Todas vosotras habéis tenido razón, compañeras, y ninguna se ha equivocado en sus razones. El movimiento está en el río tanto como en el tronco, como en nuestro pensa­miento al mismo tiempo.
Este fallo conformó a las tres ranas en disputa, porque cada una quería tener la razón.
Cuéntase que lo que sucedió después del fallo de la cuarta rana fue cosa curiosa en el reino. Las tres ranas hicieron la paz entre ellas y en un conciliábulo ejecutivo resolvieron echar a la cuarta rana al río.
Y la arrojaron al agua.

LOS OTROS MARES

Cierto día dijo un pez a otro:
-Por encima de nuestro mar existe otro. En ese mar hay diversos seres vivientes que viven como nadamos y vivimos nosotros aquí.
-Son fantasías tuyas -le contestó el otro pez-. ¿No sabes, hermano mío, que cada ser viviente que deja nuestro mar un momento moriría? ¿Cuál es entonces la prueba de la existencia de otros seres vivientes en otros mares?

EL ARREPENTIMIENTO

En una noche oscura entró un hombre a la quinta de un vecino, robó el melón más grande que encontró a manó y se lo llevó a su casa. Después de partirlo, lo halló verde. Enton­ces la conciencia le aguijoneó y llenó de reproches.
Y el ladrón se arrepintió de haber robado el melón a su vecino.

LA ESENCIA SUPREMA

Y sucedió que después de la ceremonia de la coronación de Nufsibaal, el rey de Yubail, éste se dirigió a su gabinete. Era una alcoba privada que los adivinos del Líbano construyeron para él. Hallándose solo, se detuvo en medio de su gabinete pensando en el poder ilimitado que poseía como rey de una comarca que otrora era un vasto imperio.
Había allí un espejo que ostentaba un artístico marco de plata, regalo de su madre. Y mientras se quitaba la corona y la púrpura vio con gran, asombro que del espejo salía un hombre desnudo y se adelantaba hacia él. Aterrorizado, el rey gritó:
-Hombre, ¿qué quieres de mí?
-Una sola cosa quiero de tí. Dime, ¿por qué te han coronado rey de Yubail?
-Me coronaron porque soy el hombre más noble de entre ellos.
- ¡Por Dios! Si fueras más noble de lo que eres, no hubie­ras aceptado el reino.
-Me coronaron porque soy el más caballero y más fuerte de entre ellos.
-Si es cierto que eres el más caballero y más fuerte de todos ellos no deberías haber aceptado el ser su rey.
-Mi pueblo me coronó porque soy el más sabio que hay entre él.
-No, por Dios; si hubieras sido más sabio de lo que eres ahora, no habrías admitido que te eligieran rey de Yubail. Cuenta la leyenda que ante las palabras del hombre des­nudo que salió del espejo cayó el rey de bruces y luego pro­rrumpió en llanto.
El hombre desnudo lo miraba con compasión y ter­nura; se sentía triste ante la estupidez e idiotez del rey. Tomó luego la corona que había rodado por el suelo y la colocó nuevamente sobre la humillada cabeza del Rey y volvió a entrar en el espejo, tal como había salido, mirando a Nufsibaal dulce y cariñosamente.
Al despertarse, el rey miró al espejo y no vio allí más que a su propia persona con la corona puesta en la cabeza.

LOS CRITICOS

Viajaba, cierta noche, un caballero montañés hacia la costa del mar. Llegaba a un lugar cercano de la costa, donde se levantaba una posada. Se apeó y ató el caballo a un árbol, frente a la puerta, porque tal como todos los montañeses, tenía confianza en la noche y en los hombres, y luego entró con los demás.
Cuándo se hubieron dormido todos los habitantes de la venta, y mientras se hallaban entregados al sueño, llegó.un ladrón y robó el caballo de nuestro viajero. Al día siguiente al despertar, el caballero montañés se dirigió al lugar donde había dejado el caballo. El animal no estaba y en vano lo buscó en todos aquellos lugares. Se afligió el viajero tanto por la pérdida, como por la amarga realidad de haber entre los hombres alguno que le probara a su conciencia robando. Cuando los demás compañeros del viajero supieron la nueva, le rodearon y comenzaron a cubrirlo de reproches:
- ¡Qué necio eres! ¿Por qué has atado tu caballo fuera del establo?
-Mucho me extraña que no haya puesto las argollas de hierro en las patas de tu bruto. ¡Qué ignorante eres!
-Viajar a caballo hacia las costas es una estupidez, amigo mío.
-Yo creo que nadie viaja en nuestra época a caballo, más que los lerdos y los pesados.
Esas razones elocuentes y la prédica de los viajeros asombraron al montañés, que encolerizado, les replicó:
-Amigos míos: os surgió la elocuencia espontánea­mente al enteraros del robo de mi caballo. Según vosotros, soy un necio porque confié en los hombres y en la noche. Me habéis enumerado mis errores, pero lo que más me asombra de tanta elocuencia vuestra es que ninguno de vosotros dijo una sola palabra del ladrón que robó mi ca­ballo.

EL MORIBUNDO Y EL MILANO

¡Detente, príncipe del aire!, detente un momento más y habré dejado todo este resto consumido. ¡Ah, cómo te impacienta mi agonía! Yo no quisiera hacerte sufrir de hambre al hacerte esperar unos minutos más; pero esas ca­denas, aunque fueron de hálitos débiles, son difíciles de romper. Mi amor a la muerte, el más lejano de mis deseos, está atado con las cadenas de mis deseos por la vida, que es lo que más amo.
Perdón, hijo del firmamento, me voy de este mundo, pero lentamente. Es el recuerdo que se apodera de mi alma para devolverle las reminiscencias pasadas y colocar frente a ella la comitiva de los días consumados de mi vida en la agonía, y dejarla contemplar la juventud que pasó en un sueño; el recuerdo que presenta ante mí un rostro que suplica no cerrar los párpados y devolver a mis oídos una voz amada cuyo eco aún suena en mi alma; es el recuerdo que deja tocar mi frente una mano de rosas y que yo no veo.
Perdón, compañero. Mucho has esperado; ya se acercó la hora tocando a su fin. Todo es vano en esta vida, todo es pasajero: el rostro, los ojos, la mano y la neblina que los envolvía. Ya se ha desatado el nudo; ya se ha roto la soga y aquello que no 'es para comerse ni beberse ya me abandona y se va.
Adelante compañero; acércate, ave hambrienta. Ya se ha alistado el banquete; pero el manjar es frugal, es humilde. Te lo presento voluntariamente. Ven y hunde tu pico en mi costado izquierdo. Desgárralo y arranca de los barrotes de su jaula este pequeño pájaro que dejó de aletear.
Tómalo y llévalo al infinito. Es el mejor tesoro que tuve sobre la tierra.
Ven, Príncipe del Aire; ven, amigo mío, eres ahora mi huésped. Yo te doy la bienvenida. Bienvenido seas.

LA LEONA

Dormía sobre su trono la reina de la selva, y en su regazo acurrucábase una gata que maullaba en tanto que miraba con asco y desprecio a cuatro esclavos que abanicaban a la reina. Y en el silencio de aquel recinto se oyó este diálogo:
Esclavo primero (A sus compañeros):
- ¡Qué horrible está la hija del león en su sueño! Mirad como se han aflojado sus labios; oíd sus ronquidos, como si el diablo le apretara la garganta.
La gata: -Su horrible aspecto en sueños no se compara ni con una parte de la brutalidad de vuestra esclavitud.
Esclavo segundo: -Lo más raro es que el sueñb no ha dul­cificado los rasgos de su rostro. Al contrario, lo ha surcado de arrugas. Sin duda alguna está soñando algo terrible y sa­tánico.
La gata:            - ¡Ojalá durmierais vosotros para soñar en vuestra libertad!
Esclavo tercero: -Me parece ver que desfila en su sueño la comitiva de sus víctimas que tan despóticamente sacrificó.
La gata: -Sí, señores, ella ve, ve en su sueño, la comiti­va de vuestros abuelos y de vuestros nietos.
Esclavo cuarto: - ¡Imbéciles! Habláis de la reina mientras ella duerme. Decidme: ¿qué ganáis con este diálogo? ¿Atenuaríá, acaso, la tribulación de mi consigna o la fatiga que me produce abanicar?
La gata: -No, por cierto. Seguid abanicando hasta la eternidad, porque está escrito: "Tanto como en el cielo, así es en la tierra."
En aquel instante sé movió la reina en su sueño y cayó la corona de su cabeza, yendo a rodar por el suelo.
-Un mal augurio -dijo uño de los esclavos.
Entonces la gata contestó maullando: -Las desgracias de unos benefician a otros.
Esclavo segundo: -¿Qué sería de nosotros si se desper­tara de su sueño y hallara la corona tirada en el suelo? ¡Por Dios!, nos degollaría a todos.
La gata (maullando):-Os degollaba, necios, desde vuestro nacimiento, y vosotros ignorabais esto...
Esclavo tercero:-Sin duda nos degollaría a todos, segura de que con sus actos adoraba a sus dioses.
En aquel momento el cuarto esclavo hizo callar a sus compañeros y, recogiendo sigilosamente la corona de la reina, la colocó nuevamente sobre su cabeza, sin despertarla. Ante la actitud del cuarto esclavo la gata maulló fuertemente:
-En verdad os digo que no recogen las coronas rodadas por el suelo más que los mismos esclavos.
A los pocos minutos de acabar el diálogo se despertó la reina y, mirando en derredor de sí, dijo, bostezando, a los esclavos:
-Creo haber visto en mis sueños cuatro reptiles persegui­dos por un escorpión, alrededor del tronco de una gigantesca encina. ¡Qué sueno más horrible! ¡Maldito sea!
Y cerrando sus ojos volvió a dormir por segunda vez, después de haber llenado la alcoba con sus ronquidos. Prosiguieron los esclavos con los abanicos y la gata epilo­gó aquel acto con el siguiente maullido:
-Seguid, seguid, ciegos esclavos; seguid abanicando a vuestra ama. Vosotros no abanicáis más que un fuego voraz que devorará vuestra vida.

EL SANTO

En la mocedad visité un santo anacoreta en su retiro de penitencia. Habitaba una celda levantada sobre una cumbre envuelta en silencio y bruma. En tanto que conversaba con él sobre temas de moral y virtud, apareció un ladrón que cami­naba fatigosamente sobre las colinas cercanas. Venía domina­do por la fatiga. Cuando llegó a la celda, entró y se arrojó a los pies del santo y dijo:
-Santo Varón, he venido a pedirte un consuelo, -pues mis pecados se han elevado sobre mi cabeza.
-Hijo mío -replicó el santo-, mis pecados también se alzan sobre mi cabeza.
-Soy ladrón y salteador. Es imposible que tú seas como yo.
-Te equivocas, hijo mío; la verdad te digo que soy, como tú, ladrón y salteador.
- ¡Por Dios, señor mío!, que no comprendo lo que me dices. ¡Soy un asesino, un criminal, y el grito de mis víctimas resuena en mis oídos!
-Soy también asesino y criminal, hijo mío, y en mis oídos aún suenan los gritos de muchas de mis víctimas. -Señor, he cometido muchos crímenes e innumerables delitos. ¿Cómo te igualas a mí, tú que eres un Santo Varón de Dios?
- ¡Si supieras de mis maldades y de mis pecados! Sí, hijo mío, si supieras, no me habrías mencionado los tuyos. Entonces se puso el ladrón de pie y mirando al Santo, larga y extrañadamente, se retiró de la celda sin proferir palabra.
Yo guardé silenció hasta tanto se retiró aquel personaje extraño, y en aquella circunstancia hablé así al Santo, pregun­tándole:
-¿Qué motivos te movieron, señor mío, para atribuirte maldades y pecados que no has cometido nunca? ¿No ves, Santo Varón, que ese hombre ha dejado de creer en tu santa misión y en tus prédicas?
-Sí, hijo mío -me contestó el Santo-; es verdad lo que dices. Este hombre dejó de creer en mi santa misión; pero la verdad te d~"go que se retiró con el corazón lleno de consuelo. En aquel momento oímos al ladrón cantar, desde lejos, mientras resonaba en las montañas su voz alegre y sonora.

EL REY ANACORETA

En una selva que se pierde en las montañas vivía un joven que en el pasado fue monarca, dueño de un vasto reino exten­dido en Ibro Al Bahrain. Dijéronme que este joven había abdicado voluntariamente a su corona para sustituirla por el desierto y la soledad.
Dije entre mí: "Iré hasta aquel hombre e intentaré saber los secretos de su corazón, porque aquel que abdica su corona por su propia voluntad es más grande que el mismo trono."
Aquel día emprendí camino hacia la selva, donde vivía el rey anacoreta.
Lo encontré sentado a la sombra de un álamo blanco, sosteniendo en su mano una caña, igual que aquel cetro suyo de antaño. Lo saludé como si saludara en él al mismo rey, y él me contestó el salam dulcemente, como un pastor. Y después de mirarme fijamente me interrogó con suavidad:
-¿Qué buscas en esta selva solitaria, amigo mío? ¿Habrás venido a buscar, a esta hora, una esencia extraviada entre el ramaje frondoso, o regresas a tu hogar al haber terminado tu labor?
-No vine a buscar -respondí- sino a ti; y sólo incitado por el deseo de saber cuál era el motivo por el cual has cambiado tu reino por este retiro miserable.
-Breve es mi historia -replicó-; reventaron súbitamente las burbujas de mi vanidad, y he aquí mi historia: Hallábame un día sentado frente a mi ventana, y vi que el visir se paseaba con un embajador extranjero en el jardín. Cuando hubie­ron llegado hasta cerca de mi ventana, oí al visir hablar así de sí mismo:
-Yo soy como el rey: escancio el vino añejo hasta la embriaguez; amo toda clase de juego y me encolerizo como mi rey.
"Se perdieron visir y embajador entre la arboleda, no tar­dando en volver a pasar por cerca de mi ventana. Y he aquí lo que hablaba de mí el visir:
"-El rey es como yo. Tira bien al blanco, gusta de la música y como yo se baña tres veces al día.
El rey anacoreta calló y luego prosiguió:
-Aquella noche abandoné mi palacio y salí sin más baga­jes que mi manto, porque no quise continuar siendo el rey de unos que se atribuyen mis vicios y me confieren sus virtudes.
- ¡Qué curiosa es tu historia y qué extraño es tu caso, señor! -le dije.
-No, amigo mío -me replicó-; no es tal. Yo llamé a la puerta de mi soledad pretendiendo de ella muy mucho y tan sólo muy poco he, obtenido de ella. Dime, por Dios, ¿quién no cambiaría su reino por una selva en la cual quepan todas las estaciones alegre y eternamente inquietas? Muchos son los que abandonaron sus tronos para sustituirlos por una vida sosegada y quieta; por una vida solitaria y feliz. ¡Cuántas águilas hay a l1í que han bajado de su cielo para vivir con los topos en sus cuevas silentes y, así, conocer mejor los secretos de la tierra! ¡Y cuán numerosos son los que renuncian al reino de sus sueños para no aparentar ante los demás que viven ellos distantes de aquellos cuyas almas están vacías de sueños! ¡Cuán numerosos son aquellos que renuncian al reino de la desnudez para cubrir la suya y para que así no se enro­jezcan los libres al contemplar la desnudez de la razón, de la verdad y de la belleza!
"Pero es más digno de todos aquel que abdica el reino de la tristeza para no vanagloriarse ante el mundo de sus aflic­ciones.
Y se levantó, apoyándose sobre su caña, para continuar diciéndome:
-Vuelve a la ciudad opulenta y detente en sus puertas y observa a todos los que salen y entran en ella; y preocúpate de encontrar al hombre que pretendió haber nacido rey y que está sin trono; y al hombre que creyó señorear con su cuerpo y que sólo domina con su espíritu, pero que él ignora esto, igual que sus vasallos; y al hombre que se presenta públicamente como dueño y señor y que en realidad no es más que un esclavo de sus esclavos.
Al terminar su perorata me miró y sobre sus labios asomó una sonrisa; creí ver en ellas mil amaneceres. Tomó su camino y desapareció en el corazón de la selva.
Yo volví a la ciudad opulenta y me detuve en sus puertas. Observaba a los transeúntes que salían y entraban en ella. ¡Ay! ¡Cuán numerosos fueron los vasallos sobre los cuales pasó mi sombra!

LA GUERRA Y LAS NACIONES PEQUEÑAS

Una oveja con su corderito pacía en un prado. Por encima de ellos se cernía un águila. La rapaz seguía al corderito con ojos encendidos de hambre y voracidad, Mientras giraba en torno del humilde corderillo aprestándose a hundir sus garras en su tierna carne, se presentó otra águila aguijoneada por igual hambre y ferocidad. Al hallarse ambos colegas frente a frente, riñeron hasta llenar el vacío con sus gritos y graznidos. En aquella circunstancia la oveja estupefacta miró a las dos águilas y dijo a su hijo:
-Mira, hijo mío, ¡qué extraña es la riña de esas nobles aves! ¿No es vergonzoso para los reyes del espacio disputar y reñir, teniendo todo el anchuroso cielo para buscar manuten­ción? Pero, ora, hijo mío, ora, mi niño en tu corazón a Dios implorando la paz para tus hermanos alados.
Y el corderito oró fervorosamente y de todo corazón.

EL REY DE ARDOSA

Se presentaron un día los ancianos de Ardosa ante el rey y le rogaron ordenar que prohibiera el alcoholismo en su ciudad.
No prestó el rey oído a su petición, sino que se rió de ellos y les dio las espaldas; y les dejó.
Los ancianos de Ardosa se retiraron poseídos de una verdadera desesperación. Al llegar a la puerta del palacio toparon con el visir del rey. Este ministro, que era muy diplomático, sagaz y ladino, viendo perturbados a los ancia­nos y jefes de la ciudad, se dio cabal idea de su asunto. Y les habló así:
-¡Oh, amigos míos! La suerte no os ha acompañado esta vez. Si vosotros hubierais venido en el momento de hallarse ebrio el rey, habríais conseguido todo lo que venís a pedirle.

EL AVE DE MI FE

De las profundidades de mi corazón voló un ave y se remontó en el espacio, y cada vez que más subía, su tamaño se aumentaba más y más. Comenzó con la forma de la mari­posa, luego tomó la de una paloma; más adelante el tamaño de un águila, hasta que semejó una nube de primavera, llenan­do así el cielo tachonado de estrellas.
De las profundidades de mi corazón voló .un ave y se remontó en el cielo, aumentando su tamaño a medida que subía, y siempre quedaba habitando la profundidad de mi corazón.
¡Oh, mi Fe, mi Sabiduría obstinada y fuerte! ¿Cómo llegar a alcanzar tu altura para ver, juntamente contigo, la esencia sublime del hombre grabada sobre la faz del cielo? ¿Cómo convertir este mar que está en lo más hondo de mi alma, en una densa neblina y vagar, junto a ti, en el espacio infinito?
¿Podrá ver el prisionero, en la penumbra del templo, sus cúpulas doradas? ¿Tendrá la semilla la fuerza para esparcirse y envolver la fruta que antes la envolvía recíprocamente? Sí, ¡oh, mi Fe clemente! Sí; yo vivo encadenado con cadenas de hierro en los antros oscuros de esta prisión sin fin. Me separan de ti estas barricadas hechas de carne y huesos, para no poder volar contigo en el mundo infinito. Empero, tú vuelas de mi corazón para cernirte en el anchuroso espacio, tanto, que siempre te encuentro habitando la profundidad de mi corazón dolorido.
Y con todo esto estoy resignado, conforme y confiado.

LA HOJA BLANCA

Dijo así, un día, una hoja blanca de papel:
-Me he formado blanca, nítida, inmaculada y pura, y así seré hasta la eternidad. Prefiero quemarme y volverme ceniza blanca antes de permitir que me mancille la negrura y me macule la suciedad.
Oyó un tintero aquellas razones y se rió en su negro cora­zón, pero no se atrevió a tocar a aquella hoja blanca de papel. Oyéronla también las plumas y tampoco la tocaron. Y así permaneció la hoja de papel blanca, nítida, cual la nieve,... pero vacía.

EL SERMON DE LA AZOTEA

(El último despertar)

Era la noche profunda y lóbrega. Soplaba, en la mitad de su carrera, un aura pura y apacible impregnada por los prime­ros suspiros del alba. En aquella hora se levantó El Precursor, que es el eco de la voz que aún no ha tocado oído alguno, y, abandonando la alcoba, subió a la azotea de su casa. Contem­pló largamente la ciudad acostada en brazos de la noche y luego irguió su cabeza, y, como si se viese rodeado por los espíritus despiertos de los hombres dormidos, abrió su boca y habló así:
-Hermanos y vecinos míos: vosotros que pasáis por mi casa todos los días, quiero hablaros e invocaros en vuestros sueños; quiero caminar desnudo y libre porque estando despiertos estáis más alelados que en vuestro sueño; porque vuestro oído está cargado de baraúndas; porque es sordo y débil.
Os he amado mucho, y más que mucho.
He amado a cada uno de vosotros como si fuerais todos vosotros.
He amado a todos vosotros como si fuerais uno solo.
Mi corazón era un 'campo fértil y floreciente en vuestro
amor; en su primavera yo =cantaba en vuestros jardines; en su estío cuidaba de vuestras parvas.
Sí, hermanos y vecinos míos. A todos vosotros he amado; a vuestro titán como a vuestro enano; a vuestro leproso como al más sano que hay entre vosotros.
He amado al que se deslizaba en las tinieblas buscando en la noche su camino, igual que al que trillaba sus días bailando sobre collados y montañas.
Amé al fuerte a pesar de vivir patentes en mis carnes las huellas de sus herraduras férreas.
Amé al débil no obstante haber agobiado mi fe y agotado mi paciencia.
Amé al rico, cuya miel se volvía cicuta en mi boca.
Amé al pobre que, sabiendo mi vergüenza, y conociendo mis necesidades y mis debilidades, me ha escarnecido.
Amé al poeta plagiador que hacía vibrar la cítara de su vecino tocándola con sus dedos ciegos. Lo amé generosamen­te, cortésmente.
Amé al sabio que consumía su vida jutando mortajas viejas en el campo del abominable alfarero.
Amé al sacerdote acurrucado en el silencio de su pasado, preguntando por el día de su mañana.
Amé al anacoreta que hacía de los espectros de su capri­cho unos dioses para la adoración.    
Amé al charlatán diciendo entre mí: "Le queda todavía mucho que decir a la vida."
Amé al mudo, porque pensaba: " ¡Ojalá pudiera hablar de su silencio!"
Amé al juez y al crítico, pero cuando me vieron crucifica­do dijeron: "Cuán suave emana la sangre de sus heridas y qué hermosas son las líneas que su sangre traza sobre su piel blanca."
Sí, hermanos y vecinos míos. Os he amado a todos voso­tros; a vuestro joven como a vuestro anciano. Amé a vuestra caña débil que temblaba al soplo de las brisas, igual que a vuestras gigantescas encinas. Pero ¡ay de mi! Mi corazón, que rebosaba por vuestro amor, ha endurecido el vuestro hacia mí, porque sois capaces de escanciar el vino del amor del fondo de las copas, pero jamás de tomarlo del río caudaloso. Y cuando habéis visto que yo os he amado igual, a todos igual, os habéis mofado de mí, diciendo: "Cuán débil es su corazón y apartada de su camino la sagacidad. Su amor es el de un mendigo hambriento que acostumbra recoger las miga­jas, aun sentado a las mesas de los reyes. Es el amor de un villano, servil, porque el hombre fuerte tan sólo ama a sus semejantes."
Y cuando habéis sabido que yo os amaba profundamen­te, desinteresadamente, hablasteis así: "El amor de este ser es el de un hombre extraño, sin gusto, que bebe el vinagre como si bebiera vino; es el amor de un intruso, hipócrita, porque ¿cuál es el hombre extraño que puede amarnos como nuestros padres y hermanos?
Estas son vuestras razones y otras tantas, porque cuántas veces me habéis indicado con vuestros dedos en las calles de la ciudad, diciendo burlescamente, unos a otros: "Mirad a este pequeño gran hombre que no le preocupan las estaciones ni los abriles ni los años. En el mediodía juega con nuestros niños y a la tarde acompaña a nuestros ancianos en sus reuniones simulando sabiduría.­
Entonces . dije: "No importa todo esto; yo los amaré más y más; pero esta vez cubriré mi amor con un velo de odio y mi cariño con un disfraz de hierro y no les seguiré sino ague­rrido."
Y me armé con mi desdén; puse mi mano pesada sobre vuestras heridas y contusiones y, al igual que una tempestad que sopla en plena noche, así he tronado en vuestros oídos y desde la azotea de mi casa os he llamado fariseos, traidores; burbujas de un mundo falso y vacío.
He maldecido a los miopes que hay entre vosotros cual murciélagos ciegos y, al igual que los topos sin alma, así he comparado a los que viven entre vosotros pegados a la tierra y al lodo.
Califiqué a vuestros hombres elocuentes y sabios de char­latanes e hijos de Babel; al hombre callado lo llamé duro de corazón y torpe de lengua; de vuestro hombre simple dije: "Los muertos no se aburren de la muerte.­
Y sentencié: "Que los que buscan en vosotros y en vuestros hijos la sabiduría humana son apóstatas, blasfemado­res contra el Espíritu Santo; a los atraídos por la fuerza espi­ritual extasiados por las investigaciones del más allá de la naturareza, los llamé pescadores de espectros que tiran sus redes en aguas mansas y que tan sólo pescan sus medrosas sombras."
Así he pregonado y publicado vuestras miserias en mis labios mientras mi corazón sangraba y os llamaba por los nombres más dulces.
Sí, hermanos y vecinos míos. El odio que así os ha hablado era guiado por su propio látigo; y el orgullo que ha bailado sobre vuestras miserias y cadáveres estaba lleno de polvo de la derrota y degollado por sus propios dolores.
Mi profundo dolor hacia vosotros, mi sed para amaros, se han rebelado sobre la azotea, mientras os imploraba el perdón de rodillas.
Pero he aquí el milagro, hermanos y vecinos míos; mi simulación os ha abierto los ojos .y mi odio ha despertado los corazones.
Vosotros no amáis más que las espadas que se hunden en vuestros corazones y sólo gustáis ver clavados los dardos en vuestros pechos.
Vosotros no os consoláis sino de vuestras heridas y no os embriagáis más que en vuestra sangre.
Y cual mariposas que aletean alrededor de la llama, buscando inocentemente la muerte, así os juntáis todos los días en mi jardín, y con cabezas erguidas y los ojos fijos en mí me seguís mientras yo desgarro con mis manos Tos teji­dos de vuestros días, en medio de vuestro cuchicheo, dicien­do entre vosotros: "El ve con la luz de Dios y habla con los profetas de aquellos tiempos. Descubre el velo de nuestras almas y destroza las cerraduras de nuestros corazones y cuál el águila que conoce los cubiles de los chacales, así El conoce nuestro camino."
Sí, por cierto, amigos míos. Yo conozco vuestro camino, pero a igual que el águila que conoce el nido de sus aguilu­chos.
Con todo placer os he descubierto mis secretos, pero para acercarme a vuestros corazones, simulo desdén y acrimo­nia; os finjo odio y aparento que os desprecio.
Y no bien terminó El Precursor su sermón, cuando cubrió su cara con su mano y rompió en llanto. Lloró amargamente porque comprendió que el amor desnudo que se rechaza es más sublime que el que canta gloria cubierto por la simula­ción y el fingimiento.
Y se avergonzó de sí mismo. Alzó súbitamente la cabeza y como si despertara de un sueño letárgico extendió sus brazos y miró con éxtasis el firmamento azul y dijo:
-Ya se ha desgarrado el manto de la noche y nosotros, los hijos de la noche, debemos morir cuando llegue el día caminando, sigilosamente, sosteniéndose sobre las lejanas colinas. De nuestras cenizas surgirá un amor más profundo y fuerte que el nuestro y se reirá en la cara del sol y se llamará AMOR ETERNO.


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