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jueves, marzo 26, 2009

PODKAYNE DE MARTE -- Robert A. Heinlein

PODKAYNE DE MARTE


Robert A. Heinlein




* * *



1


Toda mi vida he deseado ir a la Tierra. No para vivir en ella, por supuesto; sólo para verla. Como todo el mundo sabe, Tierra es un lugar maravilloso para ser visitado, pero no para vivir en él. En realidad no resulta muy adecuada a la vida humana.

Personalmente, no estoy convencida de que la raza humana originara en la Tierra. ¿Hasta qué punto puede confiarse en evidencia de unos cuantos kilos de huesos antiguos y en las opiniones de los antropólogos –que de todas formas siempre están contradiciéndose unos a otros –cuando nos piden que veamos algo que desafía de modo tan patente el sentido común?

Piensen en esto: la aceleración de la superficie de la Tierra es indudablemente exagerada para la estructura humana. Sabido es que de ello resultan los pies planos, las hernias y los problemas cardiacos. El modo en que los rayos del sol inciden en la Tierra podría matar en un tiempo sorprendentemente breve a cualquier humano que no estuviera protegido. ¿Acaso conocen ustedes algún otro organismo que haya de protegerse artificialmente de lo que se supone que es su ambiente natural con objeto de permanecer vivo? En cuanto a la ecología terrestre...

Pero no importa. Es imposible que nosotros los humanos seamos originarios de la Tierra. Ni tampoco, si hemos de ser sinceros, de Marte, aunque Marte es el lugar que más se aproxima ideal dentro de lo que en la actualidad puede encontrarse en el sistema planetario. Probablemente, el Planeta Perdido fue nuestro primer hogar. Sin embargo, siempre pienso en Marte como «mi hogar» y siempre desearé volver a él por mucho que viaje en años futuros. Y me propongo viajar hasta muy, muy lejos.

En primer lugar deseo visitar la Tierra no sólo para ver cómo diablos consiguen vivir ocho mil millones de personas casi amontonadas las unas sobre las otras –ya que poco más de la mitad del área terrestre es apenas habitable –, sino sobre todo para ver los océanos... a buena distancia, claro. Los océanos no sólo me resultan fantásticamente imposibles, sino que su misma idea me aterra. Esa enorme cantidad de agua que ni siquiera puedo concebir... y sin confines. Aguas tan profundas que, si me cayera en ellas, me cubrirían la cabeza. ¡Increíble!

¡Y ahora nos vamos allí!

Tal vez debería comenzar por presentarnos. Presentar a la familia Fries, quiero decir. Yo soy Podkayne Fríes –Poddy para mis amigos, y desde este momento ya podemos considerarnos amigos –, hembra y adolescente. Tengo ocho años y unos meses. Descalza, mido un metro cincuenta y siete y peso cuarenta y nueve kilos. En cuanto a mi desarrollo, el tío Tom lo describe así: «Apetitosa y casi a punto de lograr marido». Descripción bastante justa, ya que una ciudadana de Marte puede contraer matrimonio sin repudia de su tutor al cumplir los nueve años. Sin embargo, no soy romántica y ni tan siquiera se me ocurriría la idea de un matrimonio limitado en mi noveno cumpleaños. No es que me oponga al matrimonio a su debido tiempo, ni creo tener problemas para hacerme con el varón de mi gusto. Pero tengo otros planes.

En estas memorias voy a ser más franca que modesta, porque no se publicarán hasta que ya sea vieja y famosa y, por supuesto, las corregiré antes de ese día. Mientras tanto, he tomado la precaución de redactarlas en inglés según la antigua escritura marciana. Estoy segura de que un padre podría resolver esta combinación, mi clave secreta, pero él nunca lo haría a menos que yo le invitara. Papá es un encanto y no anda espiándome. Mi hermano Clark sí querría hacerlo, pero él considera el inglés una lengua muerta y, por otra parte, jamás se molestaría en tratar de descifrar la antigua escritura marciana.

Tal vez hayan visto un libro titulado: Once años de edad. La crisis de adaptación del varón preadolescente. Yo lo leí confiando en que me ayudaría a entenderme con mi hermano. (Clark tiene sólo seis años, pero esos «once años» a que título son años terrestres, ya que el libro se escribió en la Tierra. Si aplicamos el factor de conversión 1,8808 para los años verdaderos –es decir, años marcianos –, se comprobará que mi hermano tiene exactamente once según esos años inferiores a lo normal que utilizan en la Tierra.)

Ese libro no me ayudó mucho. Se habla en él de «suavizar la transición al grupo social», pero no existen todavía indicaciones de que Clark se proponga unirse alguna vez a la raza humana. Lo más probable es que invente el modo de hacer explotar el universo sólo para darse el gustazo de oír el estallido. Como él está a mi cargo la mayor parte del tiempo, y como tiene coeficiente intelectual de ciento sesenta, mientras que el mío sólo es de ciento cuarenta y cinco, comprenderán claramente que necesito todas las ventajas que puedan darme la edad y madurez. En la actualidad mi lema habitual es: Manténte guardia y nunca aceptes el chantaje.

Pero volvamos a mí. Por mis antepasados soy toda una mezcla de razas. La parte sueca domina en mi aspecto, con algunos matices polinesios y asiáticos que añaden cierto aire exótico. Tengo las piernas muy largas para mi estatura, mido cuarenta y ocho centímetros de cintura y noventa de pecho. No todo costillas, se lo aseguro; aunque nosotros, las antiguas familias coloniales, tendemos todas a un desarrollo pulmonar hipertrofiado, parte de esos centímetros corresponde al normal desarrollo sexual secundario. Aparte de eso tengo el pelo de un rubio muy claro, ondulado, y soy bonita. No hermosa –Praxíteles no me habría mirado dos veces –, pero la belleza auténtica con frecuencia asusta a los hombres o bien les convierte en seres difícilmente manejables. Si una es bonita y sabe administrarse cuenta con una buena baza a su favor.

Hace un par de años solía lamentarme de no haber nacido chico, teniendo en cuenta mis ambiciones; pero al fin comprendí que eso era una bobada, como lamentarse por no tener alas. Según dice mi madre, «hay que trabajar con los materiales de que se dispone» y he descubierto que los materiales de que dispongo son adecuados. En realidad he llegado a descubrir que me gusta ser hembra. Mi equilibrio hormonal es perfecto y estoy muy bien ajustada al mundo que me rodea, y viceversa Soy lo bastante lista para no tener que andar demostrándolo sin necesidad. Tengo el labio superior pronunciado, y la nariz corta, y cuando arrugo la nariz y adopto una expresión de desconcierto, los hombres se sienten generalmente muy satisfechos de ayudarme, en especial si me doblan la edad. Hay muchos modos de hacer un cálculo balístico, aparte de contar con los dedos.

Ésa soy yo: Poddy Fries, ciudadana libre de Marte, futuro piloto y algún día comandante de un grupo de exploración espacial. Ya lo verán en las noticias.

Mi madre es el doble de guapa que yo y mucho más alta de lo que seré jamás; parece una valquiria a punto de salir galopando por el cielo. Tiene el título, valedero en todo el sistema planetario, de Ingeniero Maestro en la Construcción y Superficie de Caída Libre, y tiene derecho a llevar no sólo la Medalla Hoover, sino la Orden de los Cristianos, de la que es comendador por haber dirigido la reconstrucción de Deimos y Fobos. Pero mi madre es algo más que el tradicional ingeniero sabihondo; tiene un empaque social que le permite mostrarse a voluntad agradablemente encantadora o terriblemente intimidadora; posee numerosos títulos honorarios y publica importantes opúsculos como el titulado Criterio de diseños con respecto a los efectos de la radiación en la unión de las estructuras Sandwich cargadas de presión.

Como mamá casi siempre está fuera de casa por razones profesionales, me veo obligada, muy a mi pesar, a ocuparme de mi hermano menor. Sin embargo, supongo que es una buena práctica. ¿Cómo espero dirigir mi propia nave si no soy capaz de dominar a un salvaje de seis años? Mi madre dice que el jefe que se ve forzado a hacerle la raya del pelo a un subordinado con una llave inglesa ha fallado en algún punto, así que trato de controlar a nuestro pequeño nihilista sin recurrir a la violencia. Además, utilizar la violencia con Clark es muy arriesgado; tiene mi talla y encima juega sucio.

De hecho, Clark y yo nacimos a raíz del trabajo que mi madre llevó a cabo en Deimos. Mamá estaba decidida a cumplir sus compromisos de construcción y mi padre, que había acudido a la universidad de Ares con permiso y con una subvención Guggenheim, estaba resuelto con igual fervor, por mucho que ello retrasara la construcción, a salvar todos los restos de los antiguos artefactos marcianos. De tal modo chocaron, con tal aspereza e intimidad, que se casaron y, poco después, mi madre tuvo hijos.

Mis padres son Jack Spratt y su esposa. A él le interesa todo lo que ya ha sucedido; a ella únicamente lo que está por suceder especialmente si depende de ella que tal cosa ocurra. El de mi padre es profesor Van Loon de historia terrestre, su verdadera pasión es la historia de Marte, sobre todo lo sucediera hace cincuenta millones de años. Pero no crean mi padre es un hombre enclaustrado y entregado únicamente a la meditación y el estudio. Cuando tenía mi edad –más incluso, perdió un brazo en una noche helada durante asalto al Cuartel de Oficiales en tiempos de la Revolución, y puede disparar con la misma firmeza y rapidez con la mano que le queda.

–El resto de nuestra familia es el tío abuelo Tom, hermano del padre de papá. El tío Tom es un parásito. Al menos eso dice él. Cierto que no se le ve trabajar demasiado, pero es que ya era viejo antes de nacer yo. Es un veterano de la Revolución, lo mismo que mi padre, comandante de la Legión marciana y senador a perpetuidad de la República. Sin embargo, no parece dedicar mucho tiempo ni a la política, ni a la Legión, ni al pueblo. En cambio siempre está metido en el Club Elks jugando a naipes con otras reliquias del pasado. Tío Tom es realmente mi pariente más próximo y como no trabaja tanto como mis padres, ni está tan intensamente ocupado, siempre tiene tiempo de charlar conmigo. Además, posee cierta veta remanente del pecado original que le permite comprender muy bien mis problemas. Él dice que también yo tengo esa veta, y mucho más ancha que la suya. En lo que a eso se refiere, me reservo mi opinión.

Ésta es nuestra familia, y todos nos vamos a la Tierra. ¡Caray!, he olvidado a tres: los bebés. Pero éstos apenas cuentan todavía y es fácil pasarlos por alto. Cuando mis padres se casaron, la Junta de P.E.G. –Población, Ecología y Genética – los calificó como aptos para tener cinco hijos. En caso de solicitarlo les hubiera permitido siete, pues, como ya habrán adivinado ustedes, mis padres ocupan un lugar preeminente entre los colonos planetarios, los cuales descienden de estirpes elegidas y drásticamente seleccionadas o lo son ya por sí mismos. Pero mi madre dijo a la Junta que apenas si tendría tiempo para criar a cinco y entonces nos tuvo con la mayor rapidez posible mientras trabajaba a regañadientes en un puesto administrativo en el Departamento de Ingeniería Planetaria. Excepto a mí, que fui la primera, fue metiendo a sus bebés en la congeladora según éstos iban naciendo. Clark pasó dos años en estado de entropía constante, de otro modo sería casi tan viejo como yo.

Por supuesto, el tiempo de congelación no cuenta, y su fecha de nacimiento oficial es él día en que fue sacado de su recipiente. Recuerdo que me sentí celosísima; mi madre acababa de regresar de acondicionar Juno y no me parecía justo que empezara inmediatamente a criar un bebé.

Tío Tom me convenció de lo contrario sentándome en su regazo y hablándome largo y tendido. Ya no estoy celosa de Clark, sólo actúo con cautela en mi trato con él.

De modo que ahora tenemos a Gamma, Delta y Épsilon en el sótano de la casa cuna de Marsópolis y descorcharemos y bautizaremos al menos a uno de ellos en cuanto volvamos de la Tierra. Mamá está pensando en revivir a Gamma y Épsilon a la vez para educarlas como gemelas –son niñas – y, en cuanto estén ya un poco crecidas, sacar también a Delta, que es un chico.

Papá dice que eso no es justo, ya que Delta tiene derecho a ser mayor que Épsilon por la prioridad natural de su fecha de nacimiento, pero mi madre observa que eso no es más que una adoración exagerada del precedente, y que ojalá papá olvidara en la universidad tanto respeto por el pasado cuando vuelve a casa por la tarde. Mi padre dice que mamá no tiene el menor sentimentalismo. Por supuesto qué no, responde ella, y así lo espera, al menos ante un problema que requiere un análisis lógico. Papá contraataca arguyendo que en buena lógica cabe esperar que más tarde dos gemelas destrocen el espíritu de un muchacho o contribuyan a hacer de él un pillastre. Mamá califica este argumento de infundado y anticientífico, ante lo cual mi padre insiste en que lo único que ella desea es librarse de dos tareas molestas de una sola vez. Y ella dice que sí, que claro, que por qué no se han de aplicar a la economía doméstica los principios demostrados de la ingeniería de la producción.

A eso no contesta papá. Se limita a murmurar pensativamente que ha de admitir que dos niñitas vestidas igual serían muy monas y que las bautizaría Margret y Marguerité para luego llamarlas Peg y Meg.

Clark me susurró entonces: «Y ¿para qué molestarse en descorcharlas siquiera? ¿Por qué no nos acercamos sigilosamente una noche, abrimos las válvulas y decimos que ha sido un accidente?»

Le respondí que se lavara la boca con ácido prúsico y que papá no le oyera hablar así. Porque le daría una buena zurra. Aunque sea historiador, es un firme seguidor de las teorías más modernas y avanzadas de la psicología infantil, y las aplica canalizando los conocimientos por asociación con el dolor cuando quiere asegurarse realmente de que no se olvidará una lección. Según dice él, con bastante crudeza: «El que escatima las zurras estropea al hijo».

Yo he sabido canalizar conocimientos a la perfección. En realidad aprendí muy pronto a predecir y a evitar los incidentes que pudieran acabar en la aplicación de las teorías... y de la mano de papá. Pero en el caso de Clark casi siempre es necesario utilizar el palo, aunque sólo sea para retener su atención tan difusa.

Por tanto, ya es prácticamente seguro que vamos a tener hermanitas gemelas. Celebro decir que esto no me supondrá el menor problema, pues Clark ya es un trauma lo bastante grande para madurar la adolescencia de una niña. Para cuando las gemelas constituyan un serio problema, espero haberme ido ya de casa y estar muy lejos.




Interludio


Hola, Pod.

Así que me crees incapaz de leer tus gusanitos...

¡Pues sí que me conoces, Poddy! ¡Oh, perdona! Quise decir capitán Podkayne Fríes, famosa exploradora del espacio». Capitán Poddy, querida, probablemente nunca leerás esto porque jamás se te ocurrirá que no sólo he sido capaz de descubrir tu clave secreta, sino que también he escrito mis comentarios en los amplios márgenes que dejas.

Sólo para que conste, mi querida hermana, has de saber que leo el inglés antiguo con la misma facilidad con que leo el sistema Orto. El inglés no es tan difícil, ni mucho menos, y lo aprendí en cuanto descubrí que un gran número de libros que deseaba leer no habían sido traducidos. Pero de nada sirve andar por ahí presumiendo de lo que uno sabe o enseguida viene alguien y te ordena dejar lo que estás haciendo. Probablemente tu hermana mayor.

Pero, ¡mira que llamar «clave secreta» a una simple sustitución! Poddy, si hubieras sido realmente capaz de escribir en marciano antiguo, me habría resultado mucho más difícil descifrarlo. Pero no sabes. ¡Vaya, si ni siquiera papá puede escribirlo sin una gran concentración, y probablemente es quien más marciano sabe en todo el sistema!

Pero tú no descubrirás mi clave... porque no tengo ninguna. Intenta mirar este papel bajo una luz ultravioleta: una lámpara solar, por ejemplo.


* * *




2


¡Inconcebible!

¡Una jugada sucia! ¡Una mala faena! ¡Qué asco! ¡Qué rabia!

¡No nos vamos!

Al principio creí que mi hermano Clark se las había ingeniado para salir con una de sus aborrecibles maquinaciones, un juego de manos de lo más infame. Afortunadamente –lo único afortunado en este asqueroso lío –, pronto comprendí que tal cosa era imposible. Sus ideas son muy subversivas, pero él no podía ser el culpable a menos que hubiera conseguido inventar y construir en secreto una máquina del tiempo. Dudo que lo hiciera... si bien no estoy dispuesta a apostar a que no es capaz de realizar una cosa así. No lo estoy desde el día en que, sin alterar para ello –al menos nadie pudo demostrarlo – el sello de la Compañía en la caja de control, compuso el robot de servicio para que le sirviera un refresco a medianoche y lo cargara en mi número de código.

Nunca sabremos cómo lo hizo. La Compañía se ofreció a olvidarlo todo e incluso a pagar en efectivo para aprovechar el hecho en sus investigaciones. Le pidieron –¡por favor!– que confesara cómo se las había ingeniado para inutilizar aquel sello supuestamente invencible. Pero Clark se limitó a mirarles con aire desconcertado y no quiso hablar. Sólo hubo, pues, pruebas circunstanciales. Resultaba evidente para todos los que nos conocían –sobre todo para papá y mamá – que yo jamás habría pedido un helado bañado en salsa mayonesa, y con... ¡no, no puedo seguir!, me da asco. En cambio, ya se sabe que Clark es muy capaz de comerse cualquier cosa que primero no se lo coma a él. Pero ni siquiera esta prueba psicológica tan evidente habría convencido al ajustador de la Compañía de no haber demostrado sus propios informes que dos de esos banquetes obscenos habían tenido lugar mientras yo estaba ausente, a mil kilómetros de distancia, pasando unos días en casa de unos amigos en Sirtis Mayor. No importa, lo único que me propongo aconsejar a todas las chicas que no tengan por hermano a un genio chiflado como el mío. Elijan en cambio a un idiota, ligeramente subnormal, que se siente muy calladito delante de la tele contemplando con la boca abierta los clásicos del oeste, sin preguntarse nunca cómo es posible que aparezcan aquellas imágenes tan bonitas.

Pero me he alejado mucho de mi trágica historia.

Ya no vamos a tener gemelas.

Ahora tenemos trillizos.

Gamma, Delta y Épsilon, que hasta ahora sólo habían sido temas de conversación, son ya Gracia, Duncan y Elspeth, en carne sólida, a menos que papá cambie de opinión de nuevo antes de registrarlos definitivamente, pues ha elegido ya tres nombres distintos para cada uno de ellos. Pero ¿qué importa el nombre? La cuestión es que ya están aquí, en nuestra casa, con el cuarto de los niños dispuesto para recibirlos. Tres humanos sin terminar, inútiles, sonrosados como gusanitos, y sin rasgos que merezca la pena mencionar. Sus miembros se agitan sin propósito, aún no fijan la vista, y un débil y nauseabundo olor a leche agria invade todas las habitaciones. Sonidos horribles salen de un extremo de sus cuerpecitos –por donde se les colocara el generador heterodino – y aún son más horribles las condiciones en el otro extremo: todavía no he encontrado a los tres secos al mismo tiempo.

Si embargo hay algo en esos pequeños que resulta decididamente atractivo. De no ser porque suponen la causa inmediata de mi tragedia, nada me costaría llegar a quererles. Estoy segura de que Duncan empieza ya a reconocerme.

Pero, si bien confieso que ya he comenzado a aceptar su presencia, el estado de mamá sólo puede describirse como atávicamente maternal. Sus informes profesionales se amontonan sin que les dedique la menor atención, en sus ojos hay una suave expresión de Madonna e incluso parece más baja y más gruesa que hace una semana.

Primera consecuencia: no quiere ni oír hablar de ir a la Tierra, con o sin los trillizos.

Segunda consecuencia: papá no va si no va ella. ¡Vaya bronca le echó a Clark por sugerirlo siquiera!

Tercera consecuencia: como ellos no quieren, nosotros –Clark y yo, quiero decir – no podemos ir. Tal vez fuera posible que a mí se me permitiera viajar sola, ya que papá está de acuerdo, por mi madurez y buen juicio, en que ya soy «un adulto joven», aun cuando todavía me faltan unos meses para cumplir los nueve años. Pero esto de nada serviría, pues no se me considera lo bastante mayor para cargar con toda la responsabilidad y el control de mi hermano estando nuestros padres a varios millones de kilómetros. Tampoco estoy muy segura de que me gustara, a menos de saberme armada con algo al menos tan convincente como la estrella de la mañana. Por otra parte, mi padre es tan terriblemente equitativo con nosotros que ni siquiera se le ocurriría permitir que fuera uno y no los dos cuando a los dos se nos había prometido el viaje.

La justicia es una virtud inapreciable en un padre, pero precisamente en este momento no me importaría ser una niña mimada y favorecida.

Por todo lo que he dicho es por lo que estoy segura de que Clark no tiene una máquina del tiempo oculta en su armario. Esta serie de fatalidades, estos contratiempos estúpidos, resultan tan desastrosos para él como para mí.

¿Cómo sucedió? Recapacitemos... Hace más de un mes, cuando hacíamos en casa nuestros planes para un viaje familiar a la Tierra, poco sospechábamos que este desastre era ya un hecho y que sólo aguardaba el momento más odioso e inoportuno para presentarse. He aquí lo sucedido: La casa cuna de Marsópolis tiene capacidad para conservar en total seguridad a miles de recién nacidos, congelados casi al cero absoluto, hasta que sus respectivos padres estén dispuestos a aceptarlos. Se dice, y así lo creo, que ni el estallido de una bomba nuclear dañaría a los niños allí depositados. Mil años más tarde acudiría una escuadra de rescate y descubriría que la maquinaria automática de auto–mantenimiento no había permitido que la temperatura de los tanques variara ni una centésima de grado. En consecuencia, nosotros, los ciudadanos de Marte –marcianos, no, por favor, los marcianos fueron una raza no humana ahora casi extinguida –, los ciudadanos de Marte, repito, tendemos a casarnos muy pronto, a tener rápidamente la cuota de hijos que se nos permite, y a criarlos más tarde, cuando el tiempo y la situación económica resultan más favorables. Así se reconcilia la discrepancia, mucho más evidente desde la revolución industrial en la Tierra, entre la mejor edad biológica para tener hijos y la mejor edad social para criarlos y educarlos.

Esto es exactamente lo que hizo un matrimonio llamado Breeze hace unos diez años. Se casaron cuando ella tenía nueve y él acababa de cumplir los diez; cuando él era aún un cadete de aviación y ella asistía a la universidad de Ares. Solicitaron tres hijos, les fue concedido el permiso, los tuvieron y se los quitaron de encima mientras terminaban sus estudios. Muy sensatos.

Pasaron los años, él se hizo piloto y luego jefe de una nave; ella trabajó primero como empleada de finanzas en la nave de su marido y luego como sobrecargo; una vida estupenda. A las líneas espaciales les encanta ese tipo de empleados: un matrimonio que viaja unido significa una nave feliz.

El capitán Breeze y su esposa cumplieron sus diez años y medio de trabajo –veinte terrestres – y solicitaron la jubilación con media paga. Se les concedió e inmediatamente telegrafiaron a la casa cuna para que les descorcharan a sus tres hijos.

Recibida la orden por radio se retransmite para su confirmación; la casa cuna la acepta. Cinco semanas más tarde la feliz pareja recogió tres bebés, firmó en el registro e inició la segunda mitad de una vida perfecta.

O eso creían ellos, porque resulta que lo que habían depositado allí eran dos chicos y una chica, y lo que recibieron fueron dos chicas y un chico. Los nuestros.

Y créanme, por favor, les llevó casi toda una semana descubrirlo. Desde luego, he de admitir que la diferencia entre un niño nuevecito y una niña nuevecita es, en esa época, prácticamente nula. Sin embargo, existe una ligera diferencia. Al parecer, todo el problema fue porque los bebés pasaban por demasiadas manos: la madre, la suegra, una niñera temporal y una vecina servicial. Con tanta gente entrando y saliendo, no es probable que nadie bañara a los tres en sucesión durante la primera semana. Desde luego, la señora Breeze no lo había hecho. Cuando lo hizo se dio cuenta, se desmayó y dejó caer a uno de nuestros bebés en la bañera donde se habría ahogado de no haber acudido, atraídos por los gritos de ella, el marido y la vecina.

De modo que, repentinamente, nos vimos con unos trillizos de un mes.

El abogado de la casa cuna se mostró muy vago en sus explicaciones. Claro, no quería admitir que su sistema de identificación a toda prueba había hecho posible una confusión de tales proporciones. A mi entender, aunque no lo sé con certeza, lo más lógico es suponer que en la cadena de seguridades –números de serie, huellas dactilares de los bebés, maquinaria de informes, etc.–, se produjo un lapsus: cuando un empleado leyó en voz alta «Breeze» en la orden enviada por radio, y otro empleado, el que comprobó el archivo, entendió «Fries», e introdujo este nombre en una computadora. La máquina hizo el resto.

Pero el encargado de la casa cuna no lo dijo. Sólo estaba terriblemente ansioso porque mis padres salieran pronto del tribunal, aceptaran un cheque y firmaran un documento mediante el cual se comprometían a no dar publicidad al error.

Mis padres aceptaron un cheque por el sueldo que mi madre habría percibido durante tres años de servicio en su profesión, y el encargado tragó saliva al fin y se mostró aliviado.

Pero nadie se ofreció a pagarme a mí por haberme estropeado toda mi vida, mis esperanzas y mis ambiciones.

Clark lanzó una sugerencia que, para ser suya, casi era sensata. Propuso que hiciéramos el cambio con los Breeze, que les dejáramos conservar los niños ya vivos, mientras nosotros nos quedábamos con los aún congelados. Todo el mundo feliz y podríamos ir a la Tierra.

Mi hermano está demasiado pendiente de sí mismo para comprenderlo, pero el ángel de la muerte le rozó con sus alas en aquel instante. Papá es un ser verdaderamente noble, pero ya había aguantado casi más de lo que podía soportar.

Y yo también. Confiaba en estar hoy rumbo a la Tierra: mi primer viaje espacial más allá de Fobos, una simple excursión escolar, el clásico viaje de fin de curso. Una nonada.

Y, en cambio, ¿qué creen que estoy haciendo?

¿Tienen idea de cuántas veces al día hay que cambiar a tres bebés?

* * *


3


¡Alto! ¡Paren las máquinas! ¡Borren las cintas! ¡Cancelen todos los boletines! ¡Después de todo, nos vamos a la Tierra!

Bueno, no todos nosotros. Papá y mamá no van, y, naturalmente, los trillizos tampoco. Pero... Bueno, creo que será mejor lo cuente todo sin olvidar nada.

Ayer la situación llegó realmente al límite. Había estado cambiando a los niños por riguroso turno sólo para descubrir que cuando el número tres estaba seco y limpio, el número uno necesitaba de nuevo mis atenciones. Mientras lo hacía, pensaba con amargura que en ese momento exacto yo debía de haber entrado en el comedor del «S.S. Wanderlust» a los acordes de una suave música. Quizá del brazo de uno de los oficiales... quizás incluso del brazo del mismo capitán si hubiera tenido la oportunidad de disponer un feliz encuentro accidental, haciendo muy buen uso de mi expresión de gatita desconcertada.

Y mientras así soñaba despierta, hundida en la melancolía, descubrí de pronto que otra vez había de comenzar mi tarea. Pensé en los establos de Augias y de pronto me pareció que aquello era demasiado y mis ojos se llenaron de lágrimas.

Mamá entró en aquel mismo instante. Le pregunté sí, por favor, podía disponer de un par de horas de descanso. «No faltaba más, querida», me contestó, y ni siquiera me miró. Estoy segura de que tampoco advirtió que yo estaba llorando, pues, sin ninguna necesidad, se había lanzado a cambiar los pañales del bebé que yo acababa de arreglar. Había estado mucho rato al teléfono diciéndole a alguien con voz muy firme que, aunque era cierto que no nos íbamos de Marte, no estaba dispuesta a aceptar otra comisión, ni siquiera como consejera. Sin duda, esos diez minutos que pasara lejos de los niños la habían puesto nerviosísima, por lo que se lanzó de inmediato a su cuidado.

La conducta de mi madre resulta totalmente increíble. Todos los circuitos de su cerebro parecen haberse paralizado y los instintos primarios la dominan por completo. Ahora me recuerda a una gata que teníamos cuando yo era niña, Topitos, y su primera carnada de gatitos. Topitos nos quería y confiaba en todos nosotros excepto en lo que concernía a sus pequeños. Sólo conque tocáramos a uno se mostraba muy inquieta. Pero si sacábamos a un gatito de la cesta y lo poníamos en el suelo para admirarlo, se llegaba a él de un salto, lo cogía con los dientes e inmediatamente lo devolvía a la cesta. El inquieto movimiento de su trasero parecía querer decirnos con toda claridad lo que pensaba de las personas irresponsables que no saben manejar a unos bebés. Mamá se comporta ahora de la misma manera. Acepta mi ayuda sencillamente porque hay demasiadas cosas que hacer para una sola persona. Pero está convencida de que ni siquiera soy capaz de coger un niño en brazos sin la más estricta supervisión.

Así que me fui y, siguiendo ciegamente mi instinto, acudí en busca del tío Tom.

Le encontré en el Club Elks, el punto más probable a esa hora del día, pero tuve que esperar en el saloncito de señoras a que él saliera de la sala de juego. Lo hizo a los diez minutos, y además contando un montón de billetes.

–Siento haberte hecho esperar –dijo –, pero estaba enseñándole a un amigo la inseguridad del cálculo de probabilidades y hube de esperar lo suficiente para cobrar la clase. ¿Cómo te va, Podkayne?

Intenté contárselo todo, me armé un lío terrible y me eché a llorar. Me llevó hasta el parque que rodea el ayuntamiento, me sentó en un banco y compró paquetes de chocolatinas. Me comí el mío y la mayor parte del suyo mientras observaba las estrellas; luego volví a contárselo todo y me sentí mejor.

Me dio unos golpecitos cariñosos en la mano.

–Anímate, Flicka. Recuerda que, cuando las cosas parecen ir mal, aún suelen ponerse peor.

Sacó el teléfono del bolsillo e hizo una llamada. De pronto estalló:

–¡No importa la rutina del protocolo, señorita! Soy el senador Fries. Quiero hablar con el director. –Un instante después, ya con voz más suave, prosiguió: ¿Hymie? Soy Tom Fries. ¿Cómo está Judith? Estupendo, estupendo... Hymie, sólo te he llamado para decirte que voy para allá para ahogarte en uno de tus propios tanques de helio líquido. ¡Oh!, digamos en unos catorce o quince minutos. Eso te dará tiempo para salir de la ciudad. Corto. –Se metió el teléfono en el bolsillo. Vamos a almorzar –concluyó, dirigiéndose a mí –; nunca te suicides con el estómago vacío, querida mía, que es muy malo para la digestión.

Tío Tom me llevó al Club de los Pioneros. Yo sólo había estado una vez allí y quedé nuevamente impresionada. Tiene camareros auténticos, hombres tan viejos que podrían ser los mismos pioneros, o los que acudieron a recibir a la primera nave. Todos se peleaban por saludar a tío Tom; éste tuteaba a todo el mundo y aunque ellos le llamaban «Tom» sonaba más bien como «Su Majestad». El director del hotel se acercó y preparó personalmente mi postre, rodeado por media docena de ayudantes, que le alcanzaban todo lo necesario: parecía un famoso cirujano que operara a vida o muerte.

De pronto tío Tom soltó un eructo tras la servilleta; yo les di las gracias a todos y salimos de allí. Ojalá hubiera tenido la previsión de ponerme ese vestido que compré y que mi madre casi me obligó a devolver por juzgarlo inadecuado a mis ocho años... una no va al Club de los Pioneros todos los días.

Cogimos el túnel expreso en James Joyce Fogarty. Tío Tom viajó sentado todo el trayecto, con lo que tuve también que sentarme aunque eso me ponga nerviosa. Personalmente, prefiero caminar en la dirección en que se mueve el túnel y llegar a su término un poco antes. Pero tío Tom dice que ya supone bastante ejercicio el observar cómo los demás se agotan trabajando hasta morir.

Andaba tan preocupada con mis propias emociones que no comprendí realmente que nos dirigíamos a la casa cuna de Marsópolis hasta que estuvimos allí. Cuando llegamos ante un aviso que decía: OFICINA DEL DIRECTOR – POR FAVOR, UTILICEN OTRA PUERTA, tío Tom dijo: «Vete por ahí, ya te buscaré más tarde», y se metió en el despacho.

La sala de espera estaba abarrotada y las únicas revistas que se ofrecían a la vista eran «Juegos infantiles» y «Labores caseras modernas», así que me fui a dar una vuelta y pronto encontré un corredor que me llevó a la sala de los niños.

Encontré una puerta cerrada con un rótulo que señalaba las horas de visita: de las 16 a las 18.30. Seguí adelante y encontré otra puerta que parecía más prometedora. Claro que había un letrero: TERMINANTEMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA, pero no decía: «Eso se refiere a usted», ni estaba cerrada. Entré.

¡Jamás había visto tantos bebés en toda mi vida!

Fila tras fila, cada uno descansaba en su propio cubículo transparente. En realidad sólo distinguía bien la fila más próxima. Todos parecían de la misma edad y mucho más terminados que los tres que teníamos en casa. Eran unas cositas oscuras, arrugaditas, tan lindas como cachorritos. La mayoría estaban dormidos; sólo algunos, despiertos, pateaban babeando y agarrando los juguetes que tenían a su alcance. Si un cristal no me hubiera separado de ellos, los hubiera cogido en brazos. Todo un puñado de bebés.

Había muchas chicas en la habitación. Cada una de ellas estaba ocupada atendiendo a un pequeñín y no advirtieron mi presencia. De pronto, uno de los bebés que estaba más cerca rompió a llorar; una luz se encendió sobre su cubículo y una de las enfermeras se acercó corriendo. Retiró la tapa, tomó al bebé en brazos y empezó a darle palmaditas en el culito, hasta que dejó de llorar.

–¿Está mojado? –le pregunté.

Levantó la vista y se fijó en mí.

–¡Oh, no!, las máquinas se cuidan de eso. Simplemente se siente solo y hay que darle un poquito de cariño. –La voz me llegaba con toda claridad a pesar del cristal; sin duda habría un circuito de intercomunicación aunque no se veían los micrófonos. Ella seguía arrullando dulcemente al bebé; luego añadió –: ¿Eres una empleada nueva? Pareces algo despistada.

–¡Oh, no! –me apresuré a decir –. No estoy empleada aquí. Sólo que...

–Entonces no tienes por qué estar en esta sala, sobre todo a esta hora. A menos que... –Me miró con bastante escepticismo –. ¿Andas buscando tal vez la clase de instrucción para las madres jóvenes?

–¡Oh, no! –repetí, también a toda prisa –. Todavía no.

–Luego añadí más apresuradamente aún –: Soy una invitada del director.

Bueno, no era mentira. No del todo. Yo era la invitada de un invitado del director que estaba celebrando una entrevista con él. Aunque no equivalente, la relación era ciertamente concatenada.

Esto pareció tranquilizarla. Preguntó:

–¿Y qué deseas exactamente? ¿Puedo ayudarte en algo?

–Bueno, sólo deseo información. Estoy haciendo una especie de inspección. ¿Qué ocurre en esta sala?

–Estos son los contratos de seis meses de edad cuya salida está ya aprobada –me dijo –. Todos estos bebés se irán a sus casas dentro de pocos días.

Depositó de nuevo al pequeño, callado ahora, en su cubículo privado, le ajustó la tetina del biberón, procedió a realizar otros ajustes en el exterior del cubículo de modo que el colchoncito interior se alzara un poco y sujetara la botella de leche contra el nene y luego cerró la tapa. Avanzó unos cuantos metros y cogió a otro niño.

–Personalmente –añadió –, creo que el contrato de seis meses es el mejor. Un niño de doce meses es ya lo bastante mayor para advertir la transición. Pero éstos no. No les importa quién se acerca y los acaricia cuando lloran... y seis meses bastan para iniciar la crianza de un niño y evitarle a la madre la época más pesada. Nosotras sabemos hacerlo bien, estamos acostumbradas haber tenido que estar levantadas toda la noche por culpa niño. En consecuencia, no estamos de mal humor y nunca gritamos... pues no vayas a caer en el error de creer que los bebes no captan el tono de voz enojado simplemente porque aún no pueden hablar. Se dan cuenta. Y eso puede trastornarlos tanto que tal vez se venguen en otra persona años y años más tarde. Ea, ea, cariñito –continuó, aunque ya no se dirigía a mí –, ¿te sientes mejor ahora? Tienes sueñecito, ¿verdad? Ahora te quedes quietecito y Marta te cogerá la manita hasta que te duermas del todo.

Observó al pequeñín un momento más, luego retiró la mano, cerro la tapa y se acercó corriendo al lugar en que brillaba otra luz.

–Un niño no tiene sentido del tiempo –añadió, al levantar de la cuna a un rabiosillo –. Cuando necesita cariño, lo necesita de inmediato. Él no puede saber si... –Una mujer más vieja se acercado a ella –. ¿Diga, enfermera?

–¿Con quién está hablando? Ya conoce las reglas.

–Pero... es una invitada del director.

La mujer mayor me miró con expresión firme, con un gesto «nada de tonterías».

–¿La envió aquí el director?

–Estaba yo eligiendo a toda prisa entre tres respuestas que nada me comprometieran cuando me salvó el destino. Una voz suave que parecía llegar de todas partes anunció de pronto. «Se suplica a la señorita Podkayne Fries que acuda a la oficina del director. Por favor, la señorita Podkayne Fries debe acudir a la oficina del director».

Alcé la nariz en el aire y dije con gran dignidad:

–Exacto, enfermera. Ahora, ¿será tan amable de telefonear al director y decirle que la señorita Fries va para allá? –Y me largué afectando tener mucha prisa.


El despacho de aquel director era cuatro veces más grande y dieciséis veces más impresionante que el del director de mi colegio. Era el director un hombre bajo; tenía la piel oscura, una barbita gris y un aire de enojo. Aparte de él y, naturalmente del tío Tom, estaban presentes el abogadillo que tan mal lo pasara hacía una semana con mi padre... y mi hermano Clark. No podía imaginar cómo había llegado él hasta aquí, sólo que Clark tiene un instinto infalible para meterse en líos.

Me miró inexpresivamente. Yo incliné la cabeza. El director y su sabueso legal se pusieron en pie. Tío Tom no, pero dijo:

–Doctor Hyman Schoenstein, señor Poon Kwai Yau: mi sobrina Podkayne Fries. Siéntate, cariño, nadie va a morderte. El director tiene que hacerte una proposición.

El abogado interrumpió:

–No pienso...

–Estoy de acuerdo –le cortó el tío Tom –. Usted no piensa o ya se le habría ocurrido que, si arroja una piedra a un estanque, la superficie del agua se agitará y los círculos se irán ensanchando.

–Pero... doctor Schoenstein, el documento que me firmó el profesor Fries le obliga explícitamente a guardar silencio, no sólo por el bien y la consideración de todos, sino por la indemnización que se le prometió y que ya se le ha pagado. Esto equivale realmente a un chantaje. Yo... –

Entonces tío Tom se puso en pie. Su estatura parecía haberse duplicado y su sonrisa era como una máscara del terror:

–¿Cuál fue esa última palabra que utilizó?

–Yo... –El abogado parecía asustado –. Tal vez hablara con demasiada precipitación. Quise decir simplemente que...

–Ya le oí –gruñó tío Tom – y estos tres testigos también. Da la casualidad que ésa es una de las palabras por las que puede desafiarse a cualquiera en este planeta todavía libre. Pero, puesto que ya soy viejo y estoy gordo, me limitaré a demandarle hasta que pierda su último céntimo. Vamos, muchachos.

El director habló a toda prisa:

–Tom, siéntate, por favor. Señor Poon, hágame el favor de callarse hasta que le pida consejo. Ahora bien, Tom, sabes perfectamente que no puedes desafiar ni demandar a nadie por una comunicación de privilegios aconsejada a un cliente.

–Puedo hacer ambas cosas, o una al menos. La cuestión es: ¿me apoyará el tribunal? Claro que siempre puedo averiguarlo.

–¿Y sacar a relucir precisamente esa cuestión que sabes perfectamente que no puedo permitirme el lujo de que se sepa? ¿Sencillamente porque mi abogado habló con celo excesivo? A ver, señor Poon...

–Ya traté de retirar mis palabras. Las retiro de nuevo.

–¿Senador?

Tío Tom inclinó la cabeza rígidamente hacia el señor Poon, que le devolvió la reverencia.

–Aceptado, señor. Usted no quiso ofenderme y yo no me siento ofendido. Entonces sonrió alegremente, dejó de hinchar pecho (con lo que volvió a salirle la barriga) y dijo con voz normal –: De acuerdo, Hymie, adelante con la cuestión. Tú hablas.

El doctor Schoenstein dijo cautelosamente:

–Jovencita, acabo de saber que el reciente y desafortunado cambio de planes en su familia, que todos lamentamos profundamente, ha supuesto una profunda desilusión más para usted y su hermano.

–Por supuesto que sí contesté, –y me temo que con una voz demasiado aguda.

Sí. Tal como lo expresó su tío, se ha agitado la superficie del estanque. Otro de esos círculos acabaría con este establecimiento, arruinándolo como negocio. Y es éste un negocio muy extraño, señorita Fries. Aparentemente realizamos una función rutinaria de ingeniería, aparte los cuidados normales de los niños. Pero en realidad lo que hacemos está relacionado con la más primitiva de todas las emociones humanas. Si las gentes pierden la confianza en nuestra integridad o en la perfección con que llevamos a cabo el servicio que se nos ha confiado extendió las manos en gesto de impotencia –, no duraríamos ni un año. Yo podría revelarle exactamente cómo ocurrió el error que ha afectado a su familia, demostrarle lo muy improbable que es según los métodos que utilizamos y darle cuantas pruebas necesite de que en el futuro jamás podrá repetirse tal error de acuerdo con nuestros nuevos procedimientos. Sin embargo –su rostro adoptó de nuevo un aire de importancia – si usted hablara, si usted dijera simplemente la sencilla verdad de lo que en realidad sucedió una vez, podría arruinarnos.

Me sentía tan apenada por él que estaba a punto de estallar diciendo que ni siquiera me había pasado por la cabeza la idea de hablar aunque ellos sí habían arruinado mi vida – cuando Clark me susurró: «¡Calla, Pod! Esto se está poniendo bueno».

Así que me limité a mirar al director con mi expresión de esfinge y no dije nada. El egoísmo instintivo de Clark es de respetar.

El doctor Schoenstein hizo una seña al señor Poon para que siguiera callado.

–Pero, mi querida señorita, yo no le pido que no hable. Como dice su tío, el senador, no ha venido aquí para hacernos chantaje y yo no tengo por qué hacer un trato. La Fundación Casa Cuna de Marsópolis siempre cumple con sus obligaciones aun cuando éstas no consten en un contrato oficial. Le pedí que viniera aquí con objeto de proponerle algo que reparará el daño que indudablemente, aunque involuntariamente también, les hemos causado a usted y a su hermano. Su tío me ha dicho que se proponía ir a la Tierra con usted y su familia y que ahora se propone hacerlo solo en la próxima salida de las Líneas Triángulo. El «Tricornio», según creo, parte dentro de unos diez días. ¿Se sentiría usted compensada si le pagáramos los billetes de primera clase de usted y de su hermano, ida y vuelta desde luego, en las Líneas Triángulo?

¡Caray! La única cosa buena que tiene el «Wanderlust» es que se trata de un navío espacial que hace el viaje a la Tierra. Por lo demás, es lo que podría llamarse una vieja y lenta nave de carga. Frente a esto las naves de las Líneas Triángulo son, como todo el mundo sabe, auténticos palacios. Sólo pude asentir.

–Bien. Es privilegio nuestro, y así lo esperamos, que tengan un viaje maravilloso. Pero... eh... señorita... ¿cree posible darnos alguna seguridad, sin obligación, por supuesto, sólo por amabilidad, de que no hablará de cierto error lamentable?

–¿Cómo? Pensé que eso era parte del trato.

–Es que no es un trato. Según indicó su tío, nosotros le debemos el viaje sin importar la razón que exista para ello.

–Vaya... pues verá, doctor, voy a estar tan ocupada, voy a verme tan apremiada para disponer las cosas a toda prisa, que no tendré ni tiempo de hablar con nadie sobre un error que, probablemente, tampoco fue culpa suya.

–Gracias. –Se volvió hacia Clark –: ¿Y tú, hijo mío?

A Clark no le gusta en absoluto que le llamen «hijo». Pero no creo que esto afectara a su respuesta. Ignoró el vocativo y dijo fríamente:

–¿Y qué hay de nuestros gastos?

El doctor Schoenstein parpadeó. El tío Tom soltó una carcajada y dijo:

–¡Este es mi chico! Ya te dije, Doc, que tenía la rapacidad elemental de una comadreja. Llegará muy lejos... si alguien no le envenena antes.

–¿Alguna sugerencia?

–No hay problema, Clark. Mírame a los ojos O bien te quedas aquí y te metemos en un barril y te alimentamos por la espita para que no puedas hablar mientras tu hermana se va de todos modos, o aceptas estos términos: digamos mil a cada uno, no, quinientos, para gastos de viaje y cierras esa bocaza tuya sobre el lío de los bebés. Si no aceptas, yo mismo, con ayuda de cómplices de negro corazón, te cortaré la lengua y se la daré a los gatos. ¿De acuerdo?

–Debería recibir una comisión de los quinientos de mi hermana. Ella no tuvo el suficiente sentido común para pedir nada.

–No me vengas con ésas. También yo debería cargarte una comisión por toda la transacción. ¿De acuerdo?

–De acuerdo –asintió Clark. Tom se puso en pie.

–Todo resuelto, doctor. A su propio y repelente estilo, Clark es tan digno de confianza como ella. Así que, tranquilo. Y tú también Kwai Yau, puedes respirar a gusto de nuevo. Doc, envíame el cheque por la mañana. Vamos, chicos.

–Gracias, Tom. Si eso es lo que quieres, recibirás el cheque antes de que llegues a casa. Ah, una cosa más.

–¿Qué hay, Hymie?

–Senador, tú estabas aquí mucho antes de que yo naciera, así que no conozco demasiado bien la historia de tu juventud, solo esos informes tradicionales que aparecen en el Quién es en Marte. Exactamente, ¿por qué fuiste transportado? Porque tú fuiste transportado, ¿no es así?

El señor Poon parecía anonadado de horror y yo también. Pero el tío Tom no se mostraba ofendido. Rió calurosamente y contestó:

–Se me acusó de congelar niños en beneficio mío. Pero fue trampa. Jamás hice semejante cosa. Vamos, muchachos. Salgamos de este nido de vampiros antes de que se nos lleven al sótano.

Aquella misma noche, ya en la cama, empecé a soñar con el viaje. No había habido ni la menor discusión con mis padres; tío Tom lo había arreglado todo por teléfono antes de que llegáramos a casa. Oí un ruidito en el cuarto de los niños, me levanté y fui allí de puntillas. Era Duncan, el chiquitín; ni siquiera estaba mojado, pero se sentía solo. Le tomé en brazos y le arrullé; se hizo pis y tuve que cambiarle.

Decidí que era tan bonito e incluso más que todos aquellos nenes, aunque tuviera cinco meses menos que ellos y sus ojos no se fijaran todavía. Cuando le dejé otra vez en su cunita estaba profundamente dormido. Me volví de nuevo a la cama.

Pero me detuve de pronto... Las líneas Triángulo reciben este nombre porque sirven a los tres principales planetas, por supuesto, pero la dirección que sigue una nave Marte–Venus –Tierra depende del lugar en que nos hallemos en nuestras órbitas.

Y ¿dónde estábamos ahora exactamente?

Entré corriendo en la sala y busqué el «Daily War Whoop». Gracias al cielo lo encontré y lo puse en el visor. Pasé a la sección de embarques y leí los avisos de llegadas y salidas.

¡Sí, sí, sí! ¡No sólo voy a la Tierra sino a Venus también!

¡Venus! ¿Creen que mamá me dejaría? No, es mejor no decir nada ahora. El tío Tom será más tratable cuando lleguemos allí.

Voy a echar de menos a Duncan. Es un muñequito tan delicioso.

* * *




4


No he tenido tiempo para escribir en este diario desde hace días... Casi me resultó imposible disponerlo todo para el viaje. Habría sido totalmente imposible a no ser porque la mayoría de los preparativos –todas las inoculaciones terrestres especiales y las fotografías, pasaportes, etc.– estaban hechos desde antes que nos atacara la «gran tragedia». Mamá salió de su limbo atávico y me ayudó muchísimo. Incluso permitió que uno de los trillizos llorara unos minutos antes que dejar a medio terminar mi equipaje.

No sé cómo Clark se preparó ni si tenía alguna disposición que tomar. Seguía deslizándose sigilosamente de un lado a otro y, si se molestaba en hacerlo, contestaba con un gruñido. Tampoco el tío Tom parecía encontrarlo difícil. Sólo le vi un par de veces en aquellos diez días tan frenéticos –una de ellas para que me prestara parte de su concesión de peso de equipaje, cosa que hizo, ¡qué encanto de tío!– y en ambas ocasiones tuve que sacarle a rastras de la sala de juego de Club Elks. Le pregunté cómo se las arreglaba para disponerse a un viaje tan importante y tener tiempo todavía para jugar a las cartas.

–No hay problema –contesto –. Ya me he comprado un cepillo de dientes nuevo. ¿Es que hay que hacer algo más?

Le di un abrazo muy fuerte y le dije que era un cielo, y él y me acarició el cabello. Pregunta: ¿Llegaré a sentir alguna vez la misma indiferencia con respecto a los viajes espaciales? Supongo que sí, si he de ser astronauta. Pero papá dice que prepararse para un viaje supone ya la mitad de la diversión... así tal vez no desee convertirme en un ser tan sofisticado.

E1 caso es que mamá me entregó sana y salva, con todo mi equipaje y demás montones de documentos –billetes, informes médicos, pasaporte, complejo de identificación universal, asignación y garantía de los tutores, tres clases distintas de moneda, cheques de viaje, certificado de nacimiento y certificado de policertificado de seguridad y no recuerdo qué más, todo ello comprobado – en el aeropuerto de lanzamiento de la ciudad. Yo llevaba en la mano un paquete con todas aquellas cosas que ya era imposible incluir en el equipaje y un sombrero en la cabeza y otro en la mano. Aparte de esto, todo iba bien.

(No sé qué se hizo de ese segundo sombrero. No comprendo por qué, pero jamás llegó a bordo. Sin embargo, no lo he echado de menos.)

La despedida en el aeropuerto fue de lo más lacrimoso y apasionante. No sólo por papá y mamá, cosa que era de esperar –cuando papá me abrazó fuertemente lo rodeé con ambos brazos y, por un terrible segundo, deseé no separarme de ellos –, sino también porque aparecieron allí unos treinta compañeros de clase (y eso era algo totalmente inesperado) sosteniendo en alto una pancarta que decía: BON VOYAGE, PODKAYNE.

Me dieron tantísimos besos que hubiésemos podido iniciar una epidemia de grandes proporciones si alguno de ellos llega a tener una enfermedad. Me besaron incluso muchachos que jamás lo habían intentado en el pasado –y les aseguro que no es completamente imposible besarme, si se enfoca el asunto con confianza y elegancia, ya que opino que conviene permitir el desarrollo normal de los instintos, aparte del de la inteligencia.

El corpiño que papá me había obsequiado para el viaje se arrugó todo y ni siquiera lo advertí hasta que estuvimos a bordo del transbordador. Supongo que fue en ese momento cuando perdí aquel sombrero, pero nunca lo sabré, y habría perdido también la bolsa de mano si tío Tom no la hubiera rescatado. Había fotógrafos a nuestro alrededor, pero no por mí, sino por tío Tom. De pronto todos tuvimos que subir al transbordador sin perder momento, porque una nave no puede esperar: ha de salir disparada en el microsegundo exacto aun cuando Deimos se mueve mucho más lentamente que Fobos, Un reportero del «War Whoop» seguía intentando conseguir una declaración del tío Tom acerca de la inminente conferencia de los Tres Planetas, pero él se señaló la garganta y susurró: «Laringitis». Y entonces nos vimos a bordo, justo antes de que cerraran la compuerta.

Debe de haber sido el caso de laringitis más corto de la historia. La voz del tío Tom había estado perfectamente hasta que llegáramos al aeropuerto y estuvo perfectamente de nuevo en cuanto subimos a la nave.

Un viaje espacial es exactamente igual a otro, tanto si es a Fobos como a Deimos. Sin embargo, aquel primer ¡uuuuh! tremendo de la aceleración resulta emocionante y uno se hunde en el asiento con tal presión que no puede ni respirar, mucho menos moverse... y la caída libre, o pérdida de gravedad, resulta siempre extraña y desconcertante y altera bastante el estómago aunque uno no sea susceptible a las náuseas, como, afortunadamente, es mi caso.

Estar en Deimos equivale a estar en caída libre, ya que ni Deimos ni Fobos tienen la suficiente gravitación de superficie como para que se advierta. Nos pusieron sandalias a presión antes de sacarnos de la nave, a – fin de que pudiéramos caminar, como hacen en Fobos. Sin embargo Deimos es distinto de Fobos por razones que no tienen nada que ver con los fenómenos naturales. Fobos es parte de Marte; no existen formalidades de ninguna clase para poder visitarlo. Lo único que se requiere es el billete, un día libre, y el deseo de ir de picnic por el espacio.

Pero Deimos es un puerto franco, consignado a perpetuidad a la autoridad del Tratado de los Tres Planetas. Un criminal famoso cuya cabeza esté puesta a precio en Marsópolis podría cambiar allí de nave incluso ante los propios ojos de nuestra policía y ésta no tendría derecho a ponerle las manos encima. En cambio nos veríamos obligados a iniciar una actuación complicadísima ante el Tribunal Supremo Interplanetario en Luna, ganar prácticamente el caso contrarreloj y, aparte de eso, demostrar que su crimen lo era en verdad según las reglas de los tres planetas, y no de acuerdo únicamente con nuestras propias leyes. Aun así todo lo que podríamos hacer sería pedir a los procuradores que arrestaran al hombre, si es que aún andaba por allí, cosa que no parece posible.

En teoría yo ya sabía todo esto porque figuraba en media página de nuestro libro escolar: Elementos esenciales del gobierno de Marte, en la sección denominada «Extraterritorialidad».

Pero ahora tuve mucho tiempo para pensar en ello porque, en cuanto salimos del transbordador, nos vimos encerrados en una habitación falsamente llamada la «Sala de la Hospitalidad», esperamos hasta que estuvieron dispuestos a «procesarnos». Todo un muro de la habitación era de cristal y podían verse muchísimas personas corriendo arriba y abajo en el gran del otro lado haciendo toda suerte de cosas misteriosas e interesantes. Pero todo lo que estaba en nuestras manos era esperar junto a nuestro equipaje y aburrirnos.

Descubrí que me iba sintiendo más y más furiosa por minutos, desaparecido mi modo de ser tan habitualmente dulce y encantador. Vaya, este lugar había sido construido por mi madre y aquí estaba yo encerrada como un ratoncito en un laboratorio de biología!

(Bueno, admito que no es absolutamente cierto que mi madre, construyera Deimos; eso lo hicieron los marcianos a partir un asteroide perdido con el que tropezaron por casualidad. Pero hace muchos millones de años que se cansaron de los viajes espaciales y dedicaron todo su tiempo a tratar de averiguar el porqué y el cómo de lo inescrutable, de modo que, cuando mi madre se hizo cargo del trabajo, Deimos estaba casi perdido, tuvo que empezar desde la misma base y reconstruirlo por completo.)

En cualquier caso, lo cierto era que todo cuanto yo podía ver a través de aquel muro transparente era producto de la capacidad creativa e imaginativa y de la labor de ingeniería constructiva de mi madre. Me fui encolerizando más y más. Clark estaba en un rincón hablando en secreto con algún desconocido, al menos desconocido para mí. Prescindiendo de su disposición antisocial, vayamos donde vayamos Clark siempre parece conocer a todo el mundo, o saber de alguien que conoce a alguien. A veces me pregunto si formará parte de alguna vasta sociedad secreta y clandestina; tiene amigos muy poco recomendables y los trae a casa.

Sin embargo, Clark resulta ser una persona muy satisfactoria quien compartir esos sentimientos de rabia, ya que, si no esta ocupado, siempre se halla dispuesto a ayudarte a odiar todo ello que es odioso, e incluso saca a relucir las razones de qué una situación es todavía mucho más injusta y vil de lo tú creías. Pero estaba ocupado, lo que sólo me dejaba a tío De modo que le expliqué con gran amargura lo muy ultrajante que resultaba vernos enjaulados allí como animales siendo ciudadanos libres de Marte y en una de sus propias lunas, sencillamente porque había un aviso que decía: POR ORDEN DE LA AUTORIDAD DEL TRATADO DE LOS TRES PLANETAS, LOS PASAJEROS DEBEN ESPERAR HASTA OUE SE LES LLAME.

–¡Política! –exclamé amargamente – Creo que yo podría hacerlo mucho mejor.

–Seguro que sí –asintió con gravedad –; pero, Flicka, es que tú no lo entiendes.

–¡Lo entiendo demasiado bien!

–No, cariño. Lo único que entiendes es que no existen razones justas para que no puedas cruzar directamente esa puerta y divertirte haciendo compras hasta que sea la hora de subir al «Tricornio». Y tienes razón en eso, ya que no hay ninguna necesidad de que estés encerrada aquí cuando podrías estar adquiriendo objetos libres de impuestos, Sintiéndote feliz de pagarlos más caros aunque los creyeras más baratos. Por eso dices «¡Política!» como si fuera una palabrota y crees que con eso se arregla todo. –Suspiré – Pero es que no entiendes. La política no es mala; la política es la consecución más espléndida de la raza humana. Cuando la política es buena, es maravillosa; y cuando la política es mala... bien, todavía Sigue siendo algo estupendo.

–Creo que no lo entiendo –dije lentamente.

–Piensa en ello. Política no es más que un nombre para el modo en que nosotros hacemos las cosas... sin luchar. Los políticos hacemos cambalaches y aceptamos compromisos y todo el mundo piensa que hemos sido injustos; pero en cierto modo, y tras un sinnúmero de conversaciones aburridas, descubrimos algún medio justo de hacer las cosas sin que nadie resulte con la cabeza rota. Eso es política. De otra manera, el único sistema de zanjar una discusión consiste en destrozar unas cuantas cabezas. Eso es lo que sucede cuando una o ambas partes se niegan a aceptar el compromiso. Por eso digo que la política es buena aun cuando sea mala. Porque la única alternativa es la fuerza, y entonces siempre resulta alguien herido.

–Bueno, me parece gracioso que hable así un veterano de la Revolución. Por lo que he oído decir, fuiste uno de los sanguinarios que iniciaron el tiroteo. Al menos eso dice papá.

Tío Tom sonrió.

–Lo que hice fue escurrir el bulto. Si los intentos de arreglo no resultan, entonces hay que luchar. A veces tal vez haga falta que un hombre sea herido para que aprecie en toda su extensión la conveniencia de llegar a un compromiso político antes de volar la tapa de los sesos. –Frunció el ceño y de pronto pareció muy viejo –. Cuándo hablar y cuándo pelear... De todas las decisiones de esta vida, ésta es la más difícil de tomar con prudencia. –Luego sonrió y los años desaparecieron –. La humanidad no inventó la lucha. Ésta ya existía antes de que llegáramos nosotros. Pero sí inventamos la política. Piensa en esto, El homo sapiens es el más cruel, el más malvado, el más depredador y, desde luego, el más letal de todos los animales del sistema solar. ¡Y sin embargo inventó la política! Descubrió el modo de salir adelante con el bienestar suficiente para que no nos viéramos obligados a matarnos de continuo. Por eso no quiero volver a oírte pronunciar la palabra «política» como si fuera una obscenidad.

–Lo lamento, tío Tom –dije humildemente.

–Eres muy graciosa. Pero si dejaras que esa idea se apoderase de ti durante veinte o treinta años tal vez llegaras a... ¡Oh, oh! Ahí tienes a tu villano, niña, el burócrata designado por la política y que te ha retenido tan injustamente todo este tiempo. Sácale los ojos, demuéstrale lo que opinas de sus estúpidas reglas.

Contesté a sus palabras con un silencio digno. Es difícil saber cuándo tío Tom habla en serio, porque le gusta tomarme el pelo y hace de mí lo que quiere. El procurador de los Tres Planetas que él mencionara había abierto la puerta de nuestra prisión y nos miraba exactamente como lo haría el guardián del zoo que inspecciona la limpieza de una jaula.

–¡Pasaportes! –grito –. Pasaportes diplomáticos primero.

–Cuando se fijó en el tío Tom preguntó –: ¿Senador? Este agitó la cabeza.

–Soy un turista, gracias.

–Como diga, señor. En fila, por favor; en orden alfabético inverso.

Esta disposición nos dejó casi al final de la cola. A esto siguió una escalofriante demora de dos horas: pasaportes, certificado de salud, inspección del equipaje... La República de Marte no cobra derechos sobre lo que se exporta; sin embargo, hay toda una larga lista de objetos que no se pueden sacar sin permiso, como antiguos artefactos marcianos –los primeros exploradores hicieron todo lo posible por saquear este lugar y algunos de los tesoros más inapreciables se encuentran en el Museo Británico o en el Kremlin. He oído los rabiosos comentarios de mi padre –, productos que no pueden exportarse bajo ninguna circunstancia, tales como ciertos narcóticos y artefactos como pistolas y otras armas, que sólo pueden llevarse a bordo de una nave si se entregaban a la custodia del sobrecargo.

Clark fue sometido a inspección por su conducta extraña, algo típico en él. Nos habían entregado a todos unos ejemplares de la larga lista de cosas que no debíamos llevar en el equipaje, una lista fascinante. Nunca hubiera imaginado que existieran tantas cosas ilegales, inmorales o letales. Cuando la cansada familia Fries llegó al mostrador, el inspector pronunció esta frase como si toda ella fuera una sola palabra: «¿Algo que declarar?» Era un ciudadano de Marte y cuando alzó la vista reconoció a tío Tom.

–¡Oh! ¿Qué tal está, senador? Muy honrados de tenerle entre nosotros. Bien, supongo que no necesito perder el tiempo con su equipaje. ¿Estos dos jovencitos van con usted?

–Mejor será que registre mi maleta –le aconsejó tío Tom –. Estoy pasando armas de contrabando a un planeta ajeno a la Legión. En cuanto a los niños, son mis sobrinos. Pero no respondo por ellos, los dos son elementos subversivos. Especialmente la niña. Se sentía ardientemente revolucionaria mientras esperábamos.

El inspector sonrió y dijo:

–Supongo que podemos permitirle unas cuantas armas, senador..., al fin y al cabo sabe cómo utilizarlas. Bien, ¿y vosotros, chicos? ¿Algo que declarar?

Cuando me aprestaba a denegar con frialdad calculada, Clark exclamó:

–¡Claro! Dos kilos de polvo de la felicidad. ¿Y a quién le importa? Ya lo pagué. Y no voy a dejar que me lo robe un puñado de burócratas.

Hablaba con el tono más insolente de que es capaz, y la expresión de su rostro pedía a voces una buena bofetada.

Eso fue lo que lo estropeó todo. El inspector se hallaba a punto de echar una ojeada a una de mis maletas, una inspección puramente formal, creo, cuando el estúpido de mi hermano vino a trastornar las cosas deliberadamente. A la simple mención del polvo de la felicidad, cuatro inspectores más se acercaron a nosotros. A juzgar por su acento, dos eran venusianos, y los otros dos podían haber sido terrestres.

Naturalmente, el polvo de la felicidad no tiene importancia para los ciudadanos de Marte. Éstos lo utilizan, siempre lo han utilizado, y para ellos supone lo mismo que el tabaco para los humanos, al parecer sin efectos dañinos. Qué obtienen de ello, sé. Algunos criminales de otras razas que ahora viven entre nosotros han cogido el hábito de los ciudadanos de Marte, en clase de botánica experimentamos con el polvo, lo probamos bajo la supervisión de nuestro profesor y nadie sintió nada especial por ello. Todo lo que conseguimos fue una especie sinusitis que desapareció antes de terminar el día. Vamos, que nada de nada.

Pero con los nativos de Venus era radicalmente distinto... pueden conseguirlo. Los transforma en maníacos asesinos y serían capaces de hacer cualquier cosa por obtenerlo. El precio en el mercado negro es elevadísimo, y quien lo posea y distribuya en Venus se arriesga por lo menos a una sentencia de cadena perpetua en las lunas de Saturno.

–Todos rodearon a Clark como abejas enfurecidas.

Pero no encontraron lo que buscaban. Poco después, tío Tom hablo en voz alta:

–Inspector, ¿puedo hacerle una sugerencia?

–Por supuesto, senador.

–Lamento ver que mi sobrino ha causado un problema. ¿Por lo aparta a un lado, encadenándole, por supuesto, y permite que pasen adelante todas estas buenas gentes?

El inspector parpadeó.

–Creo que es una idea excelente.

–Y le agradecería que nos registrara ahora a mi sobrina y a mí para que no sigamos reteniendo a los demás.

–¡Oh, eso no es necesario! –El inspector selló todas las de mi tío, cerró la mía que había empezado a abrir, y dijo –: No tengo por qué andar revolviendo las delicadas cosas de esta señorita. Pero creo que vamos a coger a este chico avispado, a registrarle de pies a cabeza y a pasarle por los rayos equis.

–Hágalo.

Tom y yo avanzamos y cumplimos con las formalidades cuatro o cinco mostradores más: control fiscal, de emigración y reservas, y otras bobadas. Al final llegamos con nuestro equipaje hasta la centrifugadora para comprobar el peso. No hubo oportunidad de comprar nada.

Con gran dolor por mi parte, cuando bajé de aquel tiovivo las cifras demostraron que mi equipaje y yo pesábamos tres kilos más de lo permitido, cosa que me pareció imposible. No había desayunado más de lo habitual –menos en realidad no había bebido ni agua siquiera, porque aunque no me mareo cuando viajo en caída libre, beber en esas circunstancias es muy peligroso. El agua puede salirse por la nariz e iniciar una embarazosa reacción en cadena.

Estuve a punto de protestar afirmando que el pesador había hecho girar la centrifugadora a demasiada velocidad, produciendo una errónea lectura de masa, pero se me ocurrió que tal vez no estuvieran del todo correcto los pesos que habíamos utilizado mamá y yo. Me callé.

Tío Tom se limitó a sacar la cartera y preguntó:

–¿Cuánto?

El encargado del peso dijo:

–Mmm... Le pesaremos primero a usted, senador.

El tío Tom dio como resultado dos kilos menos de lo permitido. El pesador se encogió de hombros y dijo:

–Dejémoslo estar, senador. Ha habido otro par de pasajeros que no han dado siquiera el peso permitido. Creo que podemos pasarlo por alto. Si no, le entregaré una nota al sobrecargo. Pero estoy casi seguro que no excedemos el límite.

–Gracias. ¿Cómo dijo que se llamaba usted?

–Milo. Miles M. Milo, Aasvogel Lodge, número setenta y cuatro. Tal vez viera nuestro magnífico equipo en la convención de la Legión hace dos años; yo era el guía del ala izquierda.

–¡Por supuesto que sí, por supuesto que sí! – Se estrecharon las manos de ese modo secreto que creen que los demás no conocen, y tío Tom añadió –: Bien, gracias, Miles. Ya nos veremos.

–De nada... Tom. No, no se preocupe por su equipaje. –El señor Milo tocó un botón y llamó –: ¡Tricornio! ¡Que venga alguien a toda prisa a recoger el equipaje del senador!

Se me ocurrió, cuando nos detuvimos en el tubo de pasajeros unido a la estación de transferencia para quitarnos las sandalias de presión y colocarnos unos pequeños tacos magnéticos en los zapatos, que no hubiéramos tenido que hacer cola en ningún momento sólo conque tío Tom hubiera estado dispuesto a utilizar los privilegios que, por lo visto, podía exigir sencillamente.

Pero incluso así resulta estupendo viajar con una persona tan importante, aunque sólo sea el tío Tom sobre cuyo estómago solía yo saltar cuando era lo bastante pequeña para esas cosas. Nuestros billetes decían simplemente «primera clase» (estoy segura porque vi los tres), pero nos instalaron en lo que llaman «camarote del propietario», que es en realidad una suite de dormitorios y una sala de estar. Me quedé atónita.

De momento no tuve tiempo de admirarla. Nada más llegar ataron nuestras maletas con correas y luego nos sujetaron también a nosotros a unos asientos fijos contra un muro de la sala. Esa pared debía ser en realidad el suelo pero, en relación al peso que nosotros teníamos en ese instante, se alzaba casi verticalmente. Las sirenas de aviso sonaban ya cuando alguien trajo a Clark y le sujetó también con correas a uno de los divanes. Mi hermano parecía algo confuso, pero aún era capaz de presumir.

–Hola, contrabandista –le saludó tío Tom amablemente –. ¿Te encontraron algo?

–No había nada que encontrar.

–Eso es lo que me figuraba. Confío en que te hayan hecho pasar un mal rato.

–¡Qué va!

Por supuesto no creí esa respuesta de Clark. Me han dicho que el registro personal y a fondo puede ser algo muy desagradable –aun sin hacer nada ilegal – si los inspectores se sienten poco amistosos. Un «mal rato» resultaría beneficioso para el espíritu de Clark, ¡ya lo creo! Pero desde luego él no revelaba en absoluto que la experiencia le hubiera causado la menor incomodidad. Le dije:

–Clark, fue una observación muy estúpida esa que le lanzaste al inspector. Y una mentira también, una mentira idiota inútil.

–Cállate –dijo secamente –. Si yo paso algo de contrabando su obligación es descubrirlo, que para eso les pagan. ¿Algo que declarar? –remedó burlonamente –. ¡Vaya idiotez! Como si alguien fuera a declarar lo que se propone pasar de matute.

–De todas formas continué –, si papá te hubiera oído decir...

–Podkayne...

–Dime, tío Tom.

–Cállate. Estamos a punto de salir. Disfrutemos de ello.

–Pero... Está bien, tío.

Hubo una ligera disminución de la presión; luego un impulso repentino, no tan fuerte como aquel impresionante ¡uuuuh! con que arrancáramos de la superficie de Marte, pero que nos habría hecho saltar de los asientos de no haber estado sujetos con correas. No duró mucho. Luego nos sentimos realmente en caída libre por unos momentos y se inició un suave impulso en la misma dirección, impulso que continuó... Al fin, sin que apenas nos percatáramos de ello a no ser por el ligerísimo mareo que producía, la habitación empezó a dar vueltas lentamente.

Durante unos veinte minutos, nuestro peso fue aumentando gradualmente hasta que al fin recuperamos el habitual, en cuyo instante el suelo, que había estado invertido cuando entramos, se situó, casi nivelado, donde debía estar, bajo nuestros pies.

He aquí lo sucedido. El primer impulso de breve duración fue producido por los cohetes de lanzamiento del aeropuerto de Deimos que elevaron el «Tricornio», lo arrojaron al espacio y lo pusieron en órbita. Eso no tenía demasiada importancia porque la atracción entre una nave tan grande como el «Tricornio» y un satélite pequeño como Deimos apenas es lo bastante fuerte para que se advierta. Lo único que importa es conseguir que la masa considerable de la nave quede en libertad.

El segundo impulso suave, el que nos puso en movimiento y ya no desapareció, fue producido por la potencia de la misma nave, una décima de la unidad estándar. El «Tricornio» es una nave de propulsión constante; no tiene por qué perder el tiempo en órbitas económicas y semanas y meses de caída libre. Y va realmente a una gran velocidad porque incluso una décima parte de la unidad supone una fuerza considerable.

Pero una décima de la unidad estándar no es suficiente para que los pasajeros que están habituados a más se sientan cómodos. En cuanto el capitán hubo fijado el curso de la nave empezó a hacerla girar hasta que la fuerza centrífuga y el impulso –en adición vectorial, por supuesto – sumaron exactamente la gravitación de la superficie de Marte, o sea el 37 por 100 de una unidad estándar, en los compartimentos de primera clase.

Pero el suelo no estará del todo nivelado hasta que nos aproximemos a la Tierra, porque el interior de la nave se ha construido de forma que el suelo quede a nivel perfecto cuando el giro y el impulso sumados alcancen la gravedad normal de la Tierra.

Tal vez la explicación no haya quedado demasiado clara. Bueno, tampoco yo lo entendía demasiado bien en el colegio. No podía comprender cómo funcionaba exactamente hasta que tuve la oportunidad de ver los controles utilizados para hacer girar la nave y comprobar cómo se calculaba la fuerza centrífuga. Recuerden tan sólo que el «Tricornio» y las demás naves gemelas, «Triada», «Triángulo» y «Tricolor», son unos cilindros enormes. La impulsión va directamente a lo largo del eje principal; eso es imprescindible. La fuerza centrífuga sale proyectada del eje principal, ¿cómo si no?, y ambas fuerzas se suman para crear la gravedad artificial de la nave en los compartimentos de los pasajeros; pero como una fuerza –la impulsión – se mantiene constante y la otra el giro de la nave – puede variarse, sólo existe un índice de giro que, sumado al impulso, deje el suelo perfectamente nivelado.

En lo que respecta al «Tricornio», el giro que produce el nivel del suelo y la exacta gravedad terrestre en la parte de los pasajeros es de 5,42 revoluciones por minuto; lo sé porque el capitán me lo dijo... y porque comprobé sus operaciones de aritmética y tenía razón. El suelo de nuestro camarote está a más de treinta metros del eje principal de la nave, por eso queda nivelado.


En cuanto el suelo estuvo bajo nuestros pies y anunciaron el final de la maniobra me solté las correas y me apresuré a salir. Quería echar una rápida ojeada a la nave. Ni siquiera me detuve a deshacer el equipaje.

Desde luego. el que invente un buen desodorante para las naves espaciales se hará rico. El mal olor imperante en ellas es algo que nadie deja de advertir. Ciertamente los responsables tratan de evitarlo, lo admito. El aire atraviesa unos precipitantes cada vez que realiza un ciclo. Es lavado, perfumado, se le añade la fracción exacta de ozono, y el nuevo oxígeno que se le inyecta después de destilado el dióxido de carbono es tan puro como la mente de un bebé; no puede ser otra cosa, ya que está recién liberado como un producto secundario de la fotosíntesis de las plantas vivas. El aire es tan puro que ganaría la medalla de la Sociedad para la Supresión de los Malos Pensamientos.

Aparte de esto, buena parte del trabajo de la tripulación está –dedicada a limpiar, pulir, lavar, esterilizar... Oh, ya lo creo que lo intentan con todas sus fuerzas!

A pesar de todo, e incluso en una nave de lujo tan nueva y tan cara como el «Tricornio», huele sencillamente a sudor humano y a piel vieja, más lo que podría vagamente definirse como restos orgánicos y residuos desagradables que es mejor olvidar. En una ocasión acompañé a papá el día en que abrieron una tumba marciana y entonces comprendí por qué los xenoarqueologos siempre tienen a mano máscaras de gas. Pero es que una nave espacial huele incluso peor que esa tumba. Y de nada sirve quejarse al sobrecargo. El hombre se limita a escuchar con aire comprensivo, muy profesional, y envía a un tripulante que rocíe la estancia con un spray que, en mi opinión, no consigue más que atontar la nariz un ratito. Ahora bien, ese aire comprensivo del sobrecargo no es auténtico, puesto que el pobre, sencillamente, ya no nota el mal olor. Ha vivido en esas naves durante años y le es literalmente imposible advertir su tufo inconfundible. Además, él sabe que el aire es puro; los instrumentos de la nave lo demuestran. Ninguno de los profesionales de los viajes por el espacio capta el mal olor, pero tanto el sobrecargo como la tripulación están acostumbrados a que los pasajeros se quejen de esta peste insoportable y con toda amabilidad y simpatía inician todas las maniobras encaminadas a corregir el problema.

De modo que no fui a quejarme. Lo que yo quería es que la nave entera «viniera a comer en mi mano»; y eso no se consigue si desde el primer momento te tachan de quejicosa. Otros novatos sí lo hicieron y desde luego que les comprendí. En realidad empecé a tener ciertas dudas acerca de mis ambiciones de llegar a ser comandante de una nave de exploración.

Con todo, en un par de días me pareció que se las habían arreglado para limpiar un poco la nave y poco después dejé de pensar en ello. Creí comprender por qué la tripulación es incapaz de percibir el mal olor del que se quejan los pasajeros. Simplemente, su sistema nervioso cancela los viejos olores familiares, como un observador espacial cibernético cancela e ignora cualquier objeto cuya órbita prevista ya ha sido previamente programada en la máquina.

Pero el olor sigue allí. Sospecho que se incrusta en el metal y que ya no es posible eliminarlo a menos que se rascara o se fundiera toda la nave. Gracias al cielo, el sistema nervioso humano es infinitamente adaptable.


Sin embargo, mi propio sistema nervioso no parecía demasiado adaptable durante aquel primer recorrido apresurado por el «Tricornio». Menos mal que sólo había tomado un desayuno muy ligero y que había evitado beber nada. El estómago me dio un par de malos ratos, pero me dije con firmeza que ahora estaba ocupada, que tenía demasiadas ganas de examinar la nave y que, desde luego, no iba a ceder a las debilidades propias de la carne.

Bien, el «Tricornio» es precioso, desde luego –exactamente como anuncian los folletos de las agencias de viajes –, a no ser por la peste horrorosa. La sala de baile es magnífica y tan grande que se puede ver cómo se curva el suelo para adaptarse a la nave... sólo que no está curvado cuando se camina por él. Está nivelado también; es la única sala de la nave en la que solivian el suelo para que se adapte perfectamente a cualquier giro de la nave. Hay un bar con un techo que simula el espacio exterior y que se enciende para mostrar un cielo azul y unas nubes blancas en movimiento. Algunos pasajeros viejos estaban ya allí charlando.

El comedor es también fastuoso pero no me pareció muy grande, lo que me recordó los avisos del folleto de viaje acerca del primer y segundo turno. Volví corriendo a nuestro camarote para recordar a tío Tom que debía encargarse de reservar nuestros puestos inmediatamente, antes de que se llenaran las mejores mesas.

No estaba allí. Recorrí todas las habitaciones sin dar con él, pero ¡sí encontré a Clark en la mía y precisamente cerrando una de mis maletas!

–¿Qué estás haciendo? –le pregunté.

Pegó un salto y luego me miró con aire inocente.

–Sólo trataba de ver si tenias pastillas para el mareo –dijo secamente.

–Bien, pero no registres mis cosas. Sabes cuánto me molesta. –Me acerqué y le toqué la mejilla; no estaba febril –. No tengo ninguna. Pero he visto dónde está el despacho del médico. Si te encuentras mal, te acompañaré allí y él te dará una dosis.

Se apartó a toda prisa:

–No, no. Ya me encuentro mejor.

–Clark Fries, escúchame. Si tu... –Pero no me hizo caso. Se deslizó junto a mí, se metió en su habitación y cerró la puerta. Le oí pasar el cerrojo.

Cerré la maleta que Clark había abierto y al hacerlo observé que se trataba de la maleta que el inspector había estado a punto de registrar cuando mi hermano lanzara aquella estupidez sobre el polvo de la felicidad.

Mi hermanito jamás hace nada sin alguna razón... nada. Sus razones tal vez resulten incomprensibles para los demás –así es, con frecuencia –, pero si uno profundiza lo suficiente siempre descubre que su mente no es una máquina que funcione al azar y que haga las cosas porque sí. Es tan lógica y tan fría como una calculadora.

Ahora comprendí por qué había provocado con sus palabras una revisión a fondo que sólo podía acarrearle molestias innecesarias. Comprendí por qué la centrifugadora me había atribuido inesperadamente tres kilos más de lo permitido. Lo único que no sabía aún era qué había pasado de contrabando a bordo en mi maleta, y por qué lo había hecho.


Interludio


Bien, Pod, me alegra ver que has vuelto a escribir en tu diario. No solo encuentro divertidísimas tus opiniones femeninas, sino que en ocasiones me facilitas informes muy útiles.

Si puedo hacer algo por ti a cambio, dímelo. ¿Te gustaría que te ayudara un poquito a mejorar tu gramática? Esas frases sin terminar a las que eres tan aficionada indican una mente incompleta. Lo sabes, ¿verdad?

Por ejemplo, consideremos un caso puramente hipotético: un robot de servicio con un sello a toda prueba. Puesto que el sello es realmente invencible, dedicarse a pensar en él sólo puede conducir a la frustración. Pero el análisis completo de la situación te lleva al hecho indudable de que cualquier objeto cúbico o paralelepipédico tiene seis lados y que el sello sólo se aplica a uno de esos seis lados.

Continuando con esta línea de pensamiento se advierte asimismo que, aunque el cubo no pueda moverse sin cortar sus conexiones, el suelo en el que se apoya puede rebajarse hasta cuarenta y ocho centímetros si uno tiene toda la tarde para trabajar a solas.

Si esto no fuera un caso hipotético te sugeriría el uso de un espejo, una luz de hilo extensible, algunas herramientas comunes y una gran cantidad de paciencia.

Esto es lo que a ti te falta, Pod: paciencia.

Espero que esto te dé alguna luz sobre el asunto del polvo de la felicidad, otro caso hipotético, y que tengas la suficiente confianza para venir a mí con tus pequeños problemas.

* * *

5


Clark mantuvo constantemente cerrada la puerta de su dormitorio durante los tres primeros días que viajamos en el «Tricornio». Lo sé porque intentaba abrir cada vez que él salía de la suite.

Al cuarto día olvidó sus precauciones. Había salido a hacer un recorrido turístico por la nave con un grupo que visitaría las secciones a las que no suele permitirse la entrada de pasajeros. Presumiblemente ello le ocuparía una hora. A mí no me importó demasiado, porque para entonces ya disponía de mi «servicio de escolta» especial. Tampoco tenía por qué preocuparme por el tío Tom. Claro que él no se había unido al recorrido, eso habría violado sus reglas en contra del ejercicio físico, pero ya se había hecho con algunos compañeros de pinacle y estaría con toda seguridad en la sala de fumadores.

Las cerraduras de las habitaciones no son imposibles de forzar, sobre todo para una chica equipada con una lima de uñas y esto y lo otro, cositas tomadas de la oficina del sobrecargo. Estoy hablando de mi, claro. Pero descubrí que no tenía que forzar la cerradura: por lo visto la llave no había girado del todo. Lancé el convencional suspiro de alivio y calculé que ese feliz accidente me daba por lo menos una ventaja de veinte minutos sobre el horario previsto.

No contaré el registro con todo detalle. Pero si puedo presumir de que ni el departamento de investigación criminal lo habría hecho de un modo más lógico o más rápido estando limitado, como yo, a usar las manos desnudas por carecer de todo equipo. Tenía que ser algo prohibido según la lista que nos entregaran en Deimos y yo había conservado y estudiado cuidadosamente mi copia. Tenía que tener una masa ligeramente superior a los tres kilos. Debía ser grande y con una forma y dimensiones tan reveladoras que Clark se había visto forzado a ocultarlo en el equipaje; de otro modo estoy segura que habría intentado pasarlo de contrabando en su propia persona, confiando serenamente en su edad, en su aire de inocencia y en la compañía del tío Tom. De lo contrario jamás habría corrido el riesgo calculado de ocultarlo en mi maleta, pues no podía estar seguro de recuperarlo sin mi conocimiento.

¿Cómo podía predecir con exactitud que yo me iría inmediatamente a dar una vuelta por la nave sin detenerme siquiera a deshacer las maletas? Bueno, el caso es que acertó, aunque a mí se me ocurriera de repente. Hube de admitir, aun a pesar mío, que Clark es capaz de adivinar lo que voy a hacer casi con toda seguridad. No hay que subestimarlo como enemigo. Sin embargo, por seguro que estuviera de sí mismo, aquello seguía siendo para él un «riesgo calculado».

Resumiendo: grande, bastante pesado, prohibido... Pero aún ignoraba que aspecto tendría y había de dar por sentado que cualquier cosa que cumpliera los dos primeros requisitos estaría disimulado hasta parecer algo inocente.

Así pues, a trabajar.

Diez minutos más tarde comprendí que debía estar en una de sus tres maletas, lugar que yo había dejado a propósito para el final por parecerme el más improbable. El camarote de una nave espacial tiene muchos sitios aptos para esconder cosas: cajones, piezas desmontables, etc., pero yo había practicado con sumo cuidado en mi propia habitación y sabía qué lugares valía la pena abrir, cuáles no podían abrirse sin las herramientas adecuadas y cuáles era mejor no tocar so pena de dejar señales indudables de haberlos manipulado. Comprobé, pues, aquéllos a toda velocidad, felicitando en mi interior a Clark por su sentido común al no utilizar unos escondites tan obvios.

Registré después todo aquello a lo que tenía fácil acceso –los objetos a la vista, el armario abierto, etc.–, utilizando la técnica clásica de La carta robada, es decir, sin suponer nunca que un libro es sólo un libro porque así lo parece, ni que una chaqueta en la percha es sólo eso y nada más.

Cero, negativo, nada. Así que me dispuse al fin a meterme con las maletas, observando primero cuidadosamente cómo estaban colocadas y en qué orden.

La primera estaba vacía. ¡Oh!, podría haber manipulado el desde luego, pero la maleta no resultaba más pesada de lo normal y ningún doble fondo habría podido contener nada lo bastante grande para ajustarse a las especificaciones.

La segunda, lo mismo; y también, al parecer, la tercera, hasta que encontré un sobre en un bolsillo lateral. ¡Oh!, nada pesado, ni lo bastante grande; sólo un sobre corriente de cartas... Sin embargo, lo examiné. ¡E inmediatamente me puse furiosa!

En el sobre estaba escrito:


SEÑORITA PODKAYNE FRIES

Pasajera en el S.S. Tricornio

Para su entrega a bordo


¡Vaya, el muy fresco! ¡Había estado interceptando mi correo! Cuando con dedos temblorosos de rabia me precipité a rasgar el sobre, descubrí que había sido ya abierto, lo que me enfureció más si cabe. Pero al menos la nota todavía seguía dentro. Temblando de ira la saqué y la leí.

Sólo siete palabras: « Hola, Pod, espiándome otra vez, ya veo», escritas de mano de Clark.

Me quedé helada largo rato mientras me iba poniendo roja como la grana, tragándome el amargo convencimiento de que me habían tomado el pelo a la perfección otra vez.

Sólo tres personas en el mundo son capaces de hacer que me sienta idiota, y Clark es dos de ellas.

Oí que alguien carraspeaba a mi espalda y giré en redondo. Apoyado en el quicio de la puerta estaba mi hermano. Me sonrió y dijo:

–Hola, hermanita. ¿Buscas algo? ¿Necesitas ayuda?

No perdí el tiempo disimulando:

–Clark Fríes, ¿qué introdujiste de contrabando en esta nave, y en mi equipaje?

Su expresión era inocente, esa expresión bobalicona y malévola que ha enviado a más de un profesor bien equilibrado al psiquiatra.

–¿De qué diablos hablas, Pod?

–Sabes muy bien de qué estoy hablando. ¡De contrabando! ¡Oh! –Su rostro se ensanchó en una deliciosa sonrisa –.

–¿Te refieres a aquellos dos kilos de polvo de la felicidad? Vamos, hermanita, ¿aún te preocupa eso? ¡Pero si no existieron nunca! No hice más que divertirme un poco tomándole el pelo a aquel inspector tan envarado. Supuse que te lo imaginarías.

–No me refiero a dos kilos de polvo de la felicidad. Hablo de tres kilos al menos de algo más que escondiste en mi maleta.

Parecía preocupado.

–Pod, ¿te encuentras bien?

–¡Oh..., cáscaras! Clark Fries, ¡no me vengas con ésas! ¡Sabes muy bien lo que quiero decir! Cuando me centrifugaron, mis maletas y yo sobrepasábamos la tasa en tres kilos. ¿Bien?

Me miró pensativamente, comprensivamente.

–Ya me había parecido que estabas engordando un poco, pero no quería mencionarlo. Supongo que se debe a esta comida tan rica de la nave, de la que siempre estás atiborrándote. La verdad, Pod, deberías vigilarte un poquito. Después de todo, si una chica deja que se le estropee la figura no le queda mucho más. Eso me han dicho.

Si el sobre hubiera sido un instrumento cortante, le degüello. Escuché un gruñido ronco y comprendí que salía de mis labios. Respiré hondo.

–Bien, ¿dónde está la carta que venía en este sobre?

Pareció sorprendido:

–¿Cómo? Si la tienes ahí, en la mano.

–¿Esto? ¿Es esto lo que había? ¿No había una carta?

–No, sólo esa nota que yo escribí, hermanita. ¿No te gustó? Pensé que era lo más adecuado para la ocasión. Sabía que la encontrarías a la primera oportunidad. –Sonrío. La próxima vez que quieras meter mano en mis cosas, dímelo y te ayudaré. En ocasiones tengo algún experimento en marcha y podrías resultar herida. Es lo que suele pasar a los que no son muy inteligentes y no miran antes de cruzar. Y no me gustaría que te pasara nada a ti, hermanita.

Ya no quise perder más el tiempo hablando con él. Le empujé a un lado, me fui a mi propio cuarto, me eché en la cama y rompí a llorar.

Luego me levanté y me arreglé la cara con sumo cuidado. Sé muy bien cuándo me han vencido, no necesito que me lo deletreen. Tomé la resolución de no volver a mencionar este asunto a Clark.

Pero ¿qué podía hacer? ¿Acudir al capitán? Ya le conocía bastante bien y su imaginación sólo alcanza a la próxima predicción balística. ¿Decirle que mi hermano había metido algo de contrabando y que más le valía registrar toda la nave cuidadosamente porque, fuera lo que fuese, no estaba en la habitación de Clark? «No seas tan rematadamente idiota, Poddy», pensé. «En primer lugar, se reina de ti; en segundo lugar, no te gustaría que cogieran a Clark... ni a mamá ni a papá tampoco. »

¿Decírselo a tío Tom? Tal vez se mostrara también incrédulo o, de creerme, acudiera personalmente al capitán con los mismos desastrosos resultados.

Decidí no decirle nada, al menos todavía no. Pero sí mantener bien abiertos los ojos y atentos los oídos y tratar de hallar la respuesta por mí misma.

En cualquier caso no perdí mucho tiempo con las trastadas de Clark (si es que había cometido alguna, me dije con toda honradez). Ahora estaba viajando en mi primera nave realmente espacial –ya en camino, por tanto, de realizar mis ambiciones – y tenía mucho que aprender.

Los folletos de viaje son por lo general sinceros, supongo, pero no dan el cuadro completo.

Por ejemplo, consideremos esta frase del folleto de las Líneas Triángulo: Días románticos en la antigua Marsópolis, la ciudad mas vieja que el tiempo; noches exóticas bajo las hermosas lunas de Marte.

Digámoslo ahora con palabras más normales y corrientes, ¿qué les parece? Marsópolis es mi ciudad natal y la quiero mucho, pero es tan romántica como un bocadillo de pan y mantequilla sin jamón. Los distritos residenciales son nuevos, diseñados en plan funcional, no en plan romántico. En cuanto a las ruinas que quedan fuera de la ciudad (que los marcianos jamás llamaron Marsópolis), muchos intelectuales y eruditos, incluidos mi padre, se han ocupado de que estén totalmente cerradas y vigiladas, de modo que ningún turista vaya a grabar sus iniciales en algo que ya era viejo cuando las hachas de piedra constituían el último grito en lo que a su superarmamento se refiere. Aparte de esto, las ruinas marcianas no son hermosas, ni pintorescas, ni impresionantes a los ojos humanos. El único medio para saber apreciarlas consiste en leer un libro realmente bueno con ilustraciones, diagramas y explicaciones sencillas. Por ejemplo: Otros caminos distintos del nuestro, escrito por mi padre. (Esto es publicidad.)

Y hablando de noches exóticas –.. En Marte, el que no esté bien metidito en su casa después de la puesta del sol –a no ser por pura necesidad – es que está chiflado. Allí hace un frío mortal. Yo he visto Deimos y Fobos de noche únicamente dos veces, en ambas ocasiones sin interés por mi parte, y estaba tan ocupada tratando de no morir congelada que no podía pensar precisamente en las «hermosas lunas».

En lo referente a las naves, este folleto de propaganda es meticulosamente exacto y, a la vez, completamente falso. ¡Oh, el «Tricornio» es un palacio!, eso lo admito. Realmente es un milagro de la ingeniería que algo tan enorme, tan lujoso, tan fantásticamente adaptado a la salud y confort de los seres humanos sea capaz de verse arrojado –perdón por la palabra – al espacio.

Pero, en cuanto a las fotos... Ya saben a las que me refiero: esas a todo color y en relieve en las que aparecen grupos de hermosos jóvenes –de ambos sexos charlando o jugando en el salón de fumadores, bailando alegremente en el salón o contemplando «el camarote típico».

Lo del «camarote típico» no es que sea falso, no. Lo único que ocurre sencillamente es que ha sido fotografiado desde cierto ángulo y con determinadas lentes que le hacen parecer al menos dos veces más grande de lo que es. En cuanto a esos jóvenes hermosos y divertidos, desde luego no van en el mismo viaje que yo. Supongo que son modelos profesionales.

En este viaje del «Tricornio» los pasajeros jóvenes y hermosos como los de las fotografías pueden contarse con los pulgares de una mano. El pasajero típico que llevamos es una bisabuela, ciudadana de la Tierra, viuda y rica, que hace su primer viaje al espacio (y probablemente el último, pues no está muy segura de que le guste).

Francamente, no exagero; nuestros pasajeros parecen refugiados de una clínica geriátrica Y no es que yo desdeñe a los viejos, ni a la vejez. Comprendo que es un estado que también yo alcanzaré algún día si sigo inspirando y exhalando las veces suficientes (digamos novecientos millones de veces más, sin contar el ejercicio pesado). La vejez puede ser un estado encantador, y si no miren al tío Tom. Pero no es ninguna consecución meritoria; es algo que le sucede a uno a pesar de si mismo, como caerse por unas escaleras. Y debo añadir que ya me estoy hartando de que se trate a la juventud como si fuera una ofensa digna de castigo.

El pasajero típico del sexo masculino en este viaje es del mismo tipo, sólo que no necesariamente tan numeroso. Difiere de la mujer en que, en vez de mirarme de arriba abajo, se siente inclinado en ocasiones a darme unos golpecitos con aire paternal que yo no encuentro paternal ni me gusta, y que evito en todo lo humanamente posible sin conseguir por ello que dejen de hablar y meterse conmigo.

Supongo que no debería sorprenderme al descubrir que el «Tricornio» es como un asilo de ancianos de superlujo, pero no me importa admitirlo –mi experiencia es aún limitada y la verdad es que no conocía ciertos hechos económicos de la vida.

El «Tricornio» es caro. Es muy caro. Clark y yo no podríamos haber viajado jamás en él de no ser porque tío Tom le torció el brazo al doctor Schoenstein en beneficio nuestro. supongo que tío Tom puede permitírselo, pues por la edad, no por temperamento, encaja en la categoría antes definida.

Pero papá y mamá se habían propuesto que viajáramos en el «Wanderlust», un barco de carga más económico. Mis padres no son pobres, pero tampoco son ricos, y cuando terminen de criar y educar a cinco niños no es probable que lleguen a serlo en toda su vida.

¿Quién puede permitirse viajar en las naves de lujo? Respuesta: las viudas viejas y ricas, los matrimonios jubilados y ricos, los ejecutivos bien pagados cuyo tiempo es tan valioso que sus corporaciones los envían con gusto por las naves más rápidas, y alguna rara excepción de otro tipo.

Clark y yo somos esa rara excepción. Y sólo hay otra más en la nave: la señorita... bueno, la llamaré señorita Girdie Fitz Snugglie, porque si le diera su verdadero nombre y, por pura casualidad, alguien leyera esto alguna vez, podría reconocerla fácilmente. Yo creo que Girdie es una buena chica y no me importa lo que digan los cotillas de la nave. No se muestra celosa de mí, aunque parece ser que los oficiales jóvenes de la nave eran todos de su propiedad personal hasta que subí a bordo. Yo he recortado un poquito su monopolio pero no es rencorosa; me trata afectuosamente de mujer a mujer y he aprendido bastante de la vida y de los hombres con ella; mucho más de lo que mi madre me enseñó nunca.

(A lo mejor mamá es algo ingenua en lo que se refiere a ciertos temas que Girdie conoce mejor. Una mujer que trabaja como ingeniero y que se empeña en vencer a los hombres en su propio terreno, tal vez haya tenido una vida social bastante limitada, ¿no creen? Debo considerar esto muy en serio porque es posible que tal vez llegue a ocurrirle lo mismo a una piloto espacial, y no es parte de mi plan maestro acabar convertida en una solterona amargada.)

Girdie me dobla la edad, poco más o menos, lo que la hace terriblemente joven con respecto al resto de los viajeros, aunque, después de mirarme a mí, tal vez se le vean unas arruguitas en torno a los ojos. Pero esto tiene su contrapartida: tal vez mi aspecto tan infantil haga que ella, más madura, parezca a los hombres una Helena de Troya. Sea como sea, lo cierto es que mi presencia ha venido a aliviar su tensión, pues ahora ya son dos, y no uno solo, los blancos para las murmuraciones.

Y ¡vaya si murmuran! Oí que uno decía de ella: «¡Ha estado en más regazos que una servilleta! » Si es así, espero que se haya divertido.

¡Y esos alegres bailes de la nave, en el inmenso salón! La verdad es ésta: se celebran cada martes y sábado por la noche, cuando la nave está viajando. La música empieza a las ocho y media y la Sociedad de Damas para la Rectitud Moral se sienta alrededor de la pista, como si estuviera en un funeral. El tío Tom siempre está allí como una concesión a mí, muy orgulloso y distinguido con su traje de etiqueta. Yo llevo un vestido de fiesta que no es ya tan infantil como cuando mamá me ayudó a elegirlo gracias a ciertos arreglos peculiares que le he hecho a puerta cerrada. Incluso Clark asiste al baile porque no hay otro sitio al que ir y tiene miedo de perderse algo. Está tan guapo que me siento orgullosa de él, porque tiene que ponerse su «traje de mico», como él dice, o no le dejarían entrar al salón.

Junto al bar se hallan media docena de los oficiales vestidos con el uniforme de gala y con aspecto de sentirse algo incómodos.

El capitán, siguiendo ciertas reglas sólo de él conocidas, selecciona a una de las viudas y la invita a bailar. Dos maridos bailan con sus esposas. El tío Tom me ofrece el brazo y me lleva a la pista. Dos o tres oficiales jóvenes siguen el ejemplo del capitán. Clark se aprovecha de la animación general para entrar a saco en la ponchera.

Pero nadie invita a bailar a Girdie.

Esto no es accidental. El capitán ha dado la orden –lo he comprendido perfectamente merced a mi servicio de espionaje – de que ningún oficial del barco ha de bailar con la señorita Fitz–Snugglie hasta que haya bailado al menos dos piezas con otras señoras. Tampoco yo soy otra de esas «señoras» porque, desde que salimos de Marte, la prohibición se ha ampliado a mi.

Esto debería bastar para que todos se convenzan de que el capitán de una nave es, en realidad, el último de los monarcas absolutos.

Ahora hay seis o siete parejas en la pista y la diversión está en todo su apogeo. Sin embargo, nueve de cada diez sillas están aún ocupadas y se podría circular en bicicleta por la pista sin poner en peligro a los bailarines. Los espectadores parecen aquellas antiguas calceteras de la Revolución francesa. Lo único que falta, y quedaría muy propio, es una guillotina en el espacio vacío del centro de la pista.

Se detiene la música. El tío Tom me devuelve a la silla y saca a bailar a Girdie. Como él es cliente que paga al contado el capitán no ha tratado de obligarle a obedecer las reglas. Pero como yo sigo estando prohibida me dirijo al bar, tomo una copa de ponche de manos de Clark, la lleno y digo:

–Vamos, Clark, te dejaré que practiques conmigo.

–¡Qué va, si es un vals!

(Daría lo mismo si se tratara de un fox o de un corrido o de que sea; siempre le es imposible.)

–Obedéceme o le diré a la señora Grew que quieres bailar con ella, sólo que eres demasiado tímido para pedírselo.

–¡Si lo haces, le pongo la zancadilla! Tropezaré y la haré al suelo.

Sin embargo veo que empieza a ablandarse, así que le apremio:

–Mira, encanto, o me llevas a la pista y me das de pisotones un ratito, o me cuidaré mucho de que Girdie no vuelva a bailar contigo.

Eso lo arregla todo. Clark está sufriendo las agonías de su primer amor de adolescente y Girdie es tan amable que le trata de igual a igual y acepta sus atenciones con cálida cortesía. De modo que Clark baila conmigo. En realidad es buen bailarín y solo tengo que dirigirle un poquito. Le encanta bailar, pero odiaría la idea de que alguien –y yo menos que nadie – creyera que le gusta bailar con su hermana. Y no hacemos mala pareja en absoluto, ya que yo soy más bien baja. Mientras tanto, Girdie lo está haciendo estupendamente con tío Tom, lo cual es todo un éxito, dado que tío Tom baila con gran entusiasmo pero sin ritmo. Sin embargo, Girdie es capaz de seguir a cualquiera; si su pareja de baile se rompiera una pierna seguro que ella se rompía la suya en ese mismo instante. Pero la pista se está vaciando ya. Los maridos que bailaron la primera pieza están demasiado cansados para la segunda y nadie ha venido a reemplazarlos.

¡Oh, nos lo pasamos en grande en la nave de lujo «Tricornio»!

Sinceramente, sí pasamos ratos estupendos. A partir del tercer baile, Girdie y yo podemos elegir entre los oficiales de la nave, la mayoría de los cuales bailan muy bien, o por lo menos tienen práctica. A las diez en punto el capitán se va a la cama y poco después las cotillas sueltan la piedra de afilarse la lengua y desaparecen una a una. Hacia la medianoche sólo quedamos Girdie y yo, media docena de los oficiales jóvenes y el sobrecargo, que ya ha cumplido como bueno bailando con todas las señoras y ahora está convencido de que se merece cierta diversión. Y es muy buen bailarín para ser tan viejo.

Generalmente la señora Grew se queda también, pero ella no es ninguna cotilla y siempre se muestra amable con Girdie. Es vieja y gorda, llena de pellejos, arrugas y risitas. No espera que nadie baile con ella pero le gusta mirar y los oficiales que no tienen con quién bailar suelen sentarse a charlar con ella porque es divertida.

Hacia la una tío Tom envía a Clark a decirme que me acueste o que me encerrará. Sé que no lo haría, pero de todas formas me voy a la cama... ¡tengo los pies molidos!

¡Mi bueno y querido «Tricornio»!

* * *


6


El capitán aumenta poco a poco la velocidad de giro de la nave para que la falsa gravedad se adapte a la gravitación de superficie de Venus, que es el 84 por 100 de la gravedad estándar, es decir, más del doble de la que ha presidido toda mi vida. Por ello, cuando no estoy ocupada estudiando astronavegación o el manejo de la nave, paso la mayor parte del tiempo en el gimnasio del «Tricornio» preparándome intensamente para lo que se me viene encima, pues no tengo la intención de sentirme en desventaja en Venus, ni en fuerzas ni en agilidad.

Si puedo ajustarme a la aceleración de 1,84 de la unidad estándar, la transición posterior a la que es normal en la Tierra me resultará tan fácil como tomarme un helado de chocolate. O así lo espero.

Generalmente dispongo de todo el gimnasio para mí sola. La mayoría de los pasajeros son terrestres o venusinos y no tienen necesidad de prepararse para la gravitación tan pesada de Venus. De los doce ciudadanos de Marte yo soy, al parecer, la única que se toma en serio el problema que se avecina, aparte del puñado de seres extraños y no humanos que viajan en la nave y a los que nunca vemos; cada uno permanece en su cuarto especialmente acondicionado. Los oficiales de la nave si utilizan el gimnasio; algunos son auténticos fanáticos del ejercicio, pero suelen acudir allí a las horas en que no es probable que encuentren pasajeros.

Hoy, trece de Ceres –nueve de marzo según el calendario terrestre utilizado en el «Tricornio» (no es que me importen estas fechas absurdas, pero el día terrestre es más corto y eso me está costando media hora de sueño cada mañana, trece de Ceres, repito, entré corriendo en el gimnasio. Acudía, furiosa como si escupiera veneno, con el propósito de obtener un doble beneficio: desahogarme y fortalecer mis músculos. Allí me encontré a Clark, vistiendo calzón corto y con una barra de pesas.

Me detuve en seco y estallé:

–¿Qué demonios haces aquí?

–Reduciendo el peso de mi mente –contestó con un gruñido.

Bien, me lo había buscado. No hay ninguna regla de la nave que prohiba a Clark el uso del gimnasio. La respuesta encajaba con su lógica retorcida y yo debía ya estar acostumbrada a ella. Cambié de tema, me quité la bata y empecé con ejercicios de calentamiento.

–¿Qué masa? –pregunté.

–Sesenta kilos.

Miré la escala de pesos en la pared, una escala de muelle preparada de modo que puedan leerse las fracciones de la unidad estándar. Señalaba 52 por 100. Mentalmente hice un cálculo rápido: cincuenta y dos partido por treinta y siete de sesenta, o unidad de suma, más novecientos sobre treinta y siete y añadir un noveno de arriba abajo para mil sobre cuarenta, total veinticinco, es decir, lo mismo que alzar ochenta y cinco kilos allá en Marte.

–Entonces, ¿por qué estás sudando?

–¡No sudo! –gritó soltando la barra –. A ver si tú puedes levantarla.

–Muy bien –contesté.

En cuanto se apartó me incliné para alzaría... y cambié de opinión.

Créanme, en casa puedo levantar normalmente noventa kilos y a diario he comprobado la escala de la pared, añadiendo progresivamente pesas a la barra para alcanzar el peso que utilizo en Marte. Mi objetivo –inútil, según comienzo a creer – consiste en llegar a levantar, en condiciones de Venus, la misma masa que era capaz de alzar en mi planeta.

Así que estaba segura de que podía levantar sesenta kilos a un 52 por 100 de la unidad estándar.

Pero es un error que una chica venza a un chico en cualquier prueba de fuerza física... aunque sea su hermano. Sobre todo cuando éste tiene gran propensión a las peleas y tal cosa puede poner en funcionamiento esa propensión. Como ya he dicho, si alguien siente el deseo de odiar a algo o a alguien, Clark es lo más idóneo.

Así que gruñí, me tensé, hice mucho teatro, levanté la barra hasta el pecho, empecé a elevarla... y chillé:

–¡Ayúdame!

Clark dio un empujón con una mano en el centro de la barra y ésta subió. Entonces dije: «Quítamela» con los dientes apretados, y él la bajó. Suspiré.

–Caray, Clark, estás haciéndote muy fuerte.

–No voy mal.

Esto siempre da resultado. Clark estaba ahora todo lo dulcificado que su carácter le permite. Le sugerí que nos ejercitáramos un poco en alzarnos en el aire, si a él no le importaba estar abajo, ya que no estaba segura de poderle sostener a él, no a una unidad de punto–cinco–dos. ¿Le importaba?

No le importó en absoluto. Eso le daba también la oportunidad de mostrarse fuerte y masculino y yo estaba bien segura de que podía hacerlo. Pesaba once kilos menos que la barra que acababa de levantar. Años atrás solíamos hacer este ejercicio a menudo; entonces era yo quien le alzaba, pues era un modo de mantenerle quieto mientras estaba a mi cuidado. Ahora que es tan grande como yo aún nos volteamos en ocasiones, pero echando a suertes el estar arriba o abajo. Quiero decir en mi casa, claro.

Ahora, como mi peso era la mitad de lo que debería ser, no quería correr el riesgo de una cabriola desafortunada. De pronto, cuando me tenía alzada con una sola mano sobre su cabeza, saqué a relucir aquello en lo que había venido pensando:

–Clark, esa señora Royer, ¿es muy buena amiga tuya?

–¿Ésa? –gruñó, y añadió con gesto despectivo –: ¿Por qué?

–No estaba segura. Ella... Mmm... tal vez no debería repetirlo.

–Mira, Pod –dijo –, ¿deseas acaso estrellarte en el suelo?

–¡No te atrevas a hacerlo!

–Entonces no empieces a decir algo y lo dejes a la mitad.

–De acuerdo. Pero no te muevas mientras pongo los pies en tus hombros.

Me dejó hacerlo y luego salté al suelo. Lo peor con respecto a una aceleración exagerada no es tanto lo que uno pesa (aunque eso ya es bastante malo), sino más bien lo aprisa que uno cae, y yo sospechaba que Clark era muy capaz de dejarme cabeza abajo en el aire si llegaba a enojarle.

–¿Qué pasa con la señora Royer? –preguntó.

–¡Oh, nada en realidad! Sólo que, en su opinión, todos los ciudadanos de Marte son basura.

–Conque sí, ¿eh? Bueno yo pienso lo mismo de ella.

–Sí. Opina que es una vergüenza que esta línea nos permita viajar en primera clase y dice que el capitán debería prohibirnos compartir el comedor con las personas decentes.

–¿Y qué más?

–No hay más. Que somos gentuza, eso es todo. Criminales, ya sabes.

–Interesante. Muy, muy interesante.

–Su amiga, la señora García, está de acuerdo con ella. Pero supongo que no debía de habértelo contado. Después de todo tienen derecho a sus propias opiniones, ¿no?

Clark no contestó, lo cual es muy mala señal. Poco después se marchó sin decir una palabra. Repentinamente aterrada por si había desencadenado algo más grave de lo que me proponía, le llamé a voces pero no me hizo caso. Clark no es duro de oído pero cuando quiere no oye nada.

Ya era demasiado tarde, así que procedí a ponerme un arnés y a cargarme hasta alcanzar el peso que tendría en Venus. Empecé a trotar por la pista hasta que estuve empapada de sudor, a punto de bañarme y ponerme ropa limpia.

En realidad no me importaba en absoluto la desgracia que pudiera sobrevenir a aquellas dos arpías; sólo confiaba en que la habilidad de Clark para el disimulo estuviera a la altura habitual en él, a fin de que nadie pudiera echarle las culpas, ni siquiera adivinarlo, pues no había dicho a mi hermano la mitad de lo que se comentaba.

Créanme, jamás habría adivinado, hasta que estuvimos en el «Tricornio», que las personas pudieran despreciarse unas a otras sencillamente por sus antepasados o por el lugar donde vivían. Si, claro, había encontrado turistas de la Tierra cuyos modales dejaban bastante que desear, pero papá me había dicho que en todas partes los turistas parecen horribles sencillamente porque son extraños que no conocen las costumbres locales... y lo creí, porque papá no se equivoca nunca. Desde luego el visitante ocasional que nos traía a cenar a casa era siempre un profesor encantador, lo que demuestra que no todos los terrestres han de tener, por fuerza, malos modales.

Cuando subimos, ya había observado que los pasajeros del «Tricornio» parecían un poco altivos, pero no había vuelto a pensar en ello. Después de todo, los desconocidos no suelen venir corriendo a besarte, ni siquiera en Marte, y nosotros, los ciudadanos de Marte, somos bastante informales, supongo. La nuestra sigue siendo una sociedad fronteriza. Además, la mayoría de los pasajeros había viajado en la nave desde la Tierra y había formado ya sus amistades y grupos. Nosotros éramos como niños nuevos en una escuela nueva.

Yo daba los buenos días a todos los que me encontraba por los pasillos y, si no me contestaban, me limitaba a pensar que no me habían oído (indudablemente había muchos duros de oído). De todas formas no tenía un interés exagerado por trabar amistad con los pasajeros. Quería conocer a los oficiales de la nave, especialmente a los pilotos, con el fin de obtener alguna experiencia práctica que viniera a corroborar lo que había aprendido en los libros. No es fácil que acepten a una chica para el adiestramiento como piloto; ha de ser cuatro veces mejor que un candidato varón, y todo ayuda.

Desde el primer momento tuve una suerte increíble. ¡Nos sentaron a la mesa del capitán! Por el tío Tom, naturalmente. No soy tan engreída para pensar que «señorita Podkayne Fries, Marsópolis» signifique algo en la lista de pasajeros de una nave (¡pero esperen a que pasen diez años!) mientras que tío Tom, mi pariente más próximo y jugador de pinacle, es senador a perpetuidad de la República, hecho que, por supuesto, conoce el agente general de Marsópolis para la Línea Triángulo y que, sin duda, se encargaría de transmitir al sobrecargo del «Tricornio», si es que éste no estaba ya al corriente.

Sea como sea, a mí no me gusta desdeñar una suerte así, proceda de donde proceda. En nuestra primera comida empecé a trabajar al capitán Encanto. (La verdad es que se llama así: Barrington Bobcock Encanto. ¿Cómo le llamará su esposa? ¿Dulce Encanto?)

Naturalmente, en la nave, al capitán no se le llama por su nombre. Si los miembros de la compañía de la nave no hablan en su augusta presencia, es tan sólo «el capitán», «el amo», «el patrón», o incluso «el viejo». Nunca pronuncian su nombre; es sencillamente una figura majestuosa de autoridad impersonal.

(Me pregunto si algún día me llamarán «la vieja» cuando yo no les oiga. En cierto modo, no suena exactamente lo mismo.)

Sin embargo, el capitán Encanto no es conmigo demasiado majestuoso ni impersonal. Desde el primer momento me propuse dejar bien claro que yo era terriblemente encantadora, joven –más aún de lo que soy –, no muy inteligente, y que me sentía impresionada por él, casi asustada. Especialmente en el primer encuentro, de nada sirve que un hombre, sea cual sea su edad, advierta que una tiene cerebro. La inteligencia en una mujer tiende a hacer que el hombre se sienta suspicaz e inquieto, al estilo del temor que sentía Cesar ante el rostro flaco y hambriento de Casio. Primero hay que conseguir que el hombre esté plenamente de tu parte; entonces ya puedes dejarle que advierta, poquito a poco, tu inteligencia. Incluso puede creer inconscientemente que se te ha contagiado la suya.

Me propuse convencerle de que era una lástima que yo no fuese su hija (afortunadamente sólo tiene hijos). En el transcurso de nuestra primera comida le confié mi anhelo de seguir el adiestramiento de piloto, reservándome, por supuesto, otras ambiciones más elevadas.

Tanto tío Tom como Clark comprendían muy bien lo que me proponía. Pero tío Tom jamás me delataría y Clark se limitó a mostrarse aburrido y desdeñoso y no dijo nada. Clark no se molestaría en interferir ni en el Armagedón a menos de asegurarse un porcentaje del diez por ciento. Pero no me importa lo que piensen ellos de mis tácticas porque dan resultado. El capitán Encanto se sintió indudablemente divertido ante mi ambición grandiosa e «imposible», pero se ofreció a enseñarme la sala de control.

Poddy había ganado el primer asalto por puntos.

Ahora soy la mascota extraoficial de la nave, con libre acceso a la sala de control y casi con los mismos privilegios en el departamento de ingeniería. Por supuesto el capitán no deseaba realmente pasarse horas enseñándome la parte práctica de la astronavegación. Me mostró la sala de control y me dio una explicación de su funcionamiento a nivel de jardín de infancia que yo seguí con los ojos abiertos de par en par demostrándole mi admiración. Su interés por mi es puramente social. Nuestras relaciones mejoran día a día. Yo escucho con mi mejor aire de gatito asustado sus anécdotas, mientras él me invita a litros y litros de té. Realmente soy muy buena oyente, porque nunca se sabe cuándo va a oírse algo útil y todo lo que ha de hacer una mujer para que los hombres la juzguen «deliciosa» es escucharles mientras ellos hablan.

Pero el capitán Encanto no es el único piloto astronáutico de la nave. Él me concedió libre acceso a la sala de control; yo hice el resto. El segundo oficial, Savvonavong, juzga realmente asombrosa la rapidez con que cojo las matemáticas. Verán, él cree que me ha enseñado las ecuaciones diferenciales. Bien, eso es cierto en lo referente a las complicadas ecuaciones que se utilizan para corregir el vector de una nave de propulsión constante, pero si yo no hubiera trabajado intensamente durante un curso suplementario que me permitieron seguir en el último semestre, no habría entendido ni de qué hablaba. Ahora me está enseñando a programar una computadora balística

El tercer oficial, Clancy, está estudiando todavía para su licencia sin restricciones, de modo que tiene todas las cintas de estudio y todos los libros de referencia que necesito. También él es muy generoso. Tiene la edad más adecuada para hacer manitas conmigo, pero sólo un hombre muy estúpido lo intentaría a menos que la chica se las arreglara para hacerle saber que sería bien acogido. Clancy no es estúpido y yo tengo buen cuidado de no ofrecerle ni la menor indicación ni oportunidades.

Tal vez le bese dos minutos antes de abandonar la nave. Pero no antes.

Todos me ayudan mucho y piensan que es un encanto por mi parte el mostrarme tan seriecita e impresionada por sus conocimientos. Pero la verdad es que la astronavegación es mucho más difícil de lo que yo había imaginado.


Había supuesto que ese resentimiento que advertía en los pasajeros –resentimiento que no podía por menos de notar a pesar de mis alegres «buenos días»– se debía al hecho de que nos sentaran a la mesa del capitán. Por supuesto, el folleto Bienvenidos al «Tricornio» que hay en cada camarote declara lisa y llanamente que los asientos en las mesas se reparten de nuevo en cada puerto y que es costumbre en la nave el ir cambiando cada vez los invitados a la mesa del capitán, haciendo la selección entre los recién llegados. Pero no creo que ese aviso compense el disgusto de verse rechazado, porque supongo que tampoco me gustará cuando, llegados a Venus, me echen de la mesa del capitán.

Pero esto no es más que una parte...

Unicamente tres pasajeros se mostraban realmente amistosos conmigo: la señora Grew, Girdie y la señora Royer. Ésta fue la primera que conocí y, aunque es algo aburrida, al principio pensé que iba a gustarme, ya que se mostraba muy amistosa y yo tengo gran capacidad para soportar el aburrimiento si es útil a mis fines. La conocí en el salón el primer día y ella me miró inmediatamente, me sonrió, me invitó a sentarme a su lado y empezó a interrogarme acerca de mi misma.

Respondí a casi todas sus preguntas. Le dije que papá era profesor, que mamá estaba ahora criando a los niños y que mi hermano y yo viajábamos con nuestro tío. No presumí de nuestra familia; la presunción no es cortés y con frecuencia nadie cree lo que dices. Es mucho mejor dejar que la gente descubra por su cuenta las cosas agradables y confiar en que no descubran las desagradables. Aunque esto no quiere decir que haya nada desagradable en mis padres.

Le dije que me llamaba Poddy Fries.

–¿Poddy? –repitió –. Creí haber visto otro nombre en la lista de pasajeros.

–Bueno, realmente me llamo Podkayne –le expliqué –. Por el santo de Marte, ya sabe.

Pero no lo sabía. Comentó:

–Parece algo extraño que le pongan a una chica el nombre de un santo.

–Probablemente –dije, mostrándome de acuerdo con ella, ya que mi nombre es extraño incluso entre los míos, aunque no por esa razón –, pero entre los ciudadanos de Marte el género es más bien cuestión de opinión, ¿no le parece?

Parpadeó.

–Eso será una broma.

Empecé a explicárselo. Un ciudadano de Marte no elige a cuál de los tres sexos va a pertenecer hasta poco antes de madurar e incluso entonces la decisión es operatoria sólo durante un período de su vida relativamente corto.

Pero desistí de la explicación, ya que me pareció que hablaba con una pared. La señora Royer era simplemente incapaz de imaginar un esquema distinto del suyo, así que pasé rápidamente a otra cosa.

–San Podkayne vivió hace muchísimo tiempo. En realidad nadie sabe si fue un santo o una santa; sólo son tradiciones.

Por supuesto las tradiciones son bastante explícitas, y muchos marcianos afirman que descienden de san Podkayne. Papá dice que conocemos la historia marciana de hace millones de años con mucha mayor exactitud con que conocemos la historia humana de sólo unos dos mil años. En cualquier caso, la mayoría de los marcianos incluyen «Podkayne» en su larga lista de nombres (prácticamente genealogías en sinopsis) debido a la tradición de que cualquiera que reciba el nombre de san Podkayne puede acudir a él (o a «ella», o a «ello») en tiempo de crisis.

Como he dicho, papá es romántico y pensó que sería muy agradable darle a un hijo la suerte (si es que tal suerte existe) que va unida al nombre del santo. Yo no soy ni romántica ni supersticiosa, pero me satisface tener un nombre que me pertenece a mí y a ningún humano más. Me gusta ser Podkayne, «Poddy» Fries, y no una Elizabeth o una Dorothy cualquiera.

Pero comprendí que aquello desconcertaba a la señora Royer y pasamos a otros asuntos. Hablando con la experiencia de una «veterana del espacio» sólo porque acababa de completar el viaje desde la Tierra, me contó muchas cosas sobre naves y viajes espaciales. La mayoría de ellas eran falsas, pero las dejé pasar. Me presentó a cierto número de personas y me contó gran cantidad de chismes sobre los pasajeros y los oficiales de la nave. Mezclado con todo ello me hablaba de sus dolores, sus síntomas, sus enfermedades, y qué ejecutivo tan importante era su hijo, qué persona tan destacada había sido su difunto esposo y cómo, al llegar a la Tierra, cuidaría de que yo conociera a las personas adecuadas.

–Tal vez estas cosas no importen en un puesto fronterizo como Marte, mi querida niña, pero en Nueva York es terriblemente importante empezar bien.

La taché de pedante, estúpida y bien intencionada.

Pronto descubrí que no podía librarme de ella. Si pasaba por el salón –cosa que había de hacer para ir a la sala de control – me agarraba y ya no podía escaparme a menos de mostrarme deliberadamente grosera o decirle una mentira.

Pronto empezó a utilizarme para sus recaditos. «Podkayne, querida, ¿te importaría llegarte a mi camarote y traerme el chal malva? Hace un poquito de fresco. Está sobre la cama, creo, o quizás en el armario. Anda, sé buena.» O bien: «Poddy, nena, he llamado una y otra vez y la camarera no viene por nada del mundo. ¿Quieres traerme mi libro y mi labor de punto? Oh, y ya que estás en ello podrías traerme también una taza de té del bar».

No es que todo esto tenga demasiada importancia; probablemente ella sufre de reúma y yo no. Con todo, sus demandas se hacían interminables y, además de su camarera personal, pronto pretendió convertirme en su enfermera particular.

Una noche me pidió que le leyera hasta que se durmiese:

«Tengo una jaqueca tan espantosa y tu voz es tan serena, monina...» Estuve una hora leyendo y luego tuve que frotarle las sienes durante casi otra hora más. Bien, de vez en cuando todos hemos de ser amables aunque sólo sea por hacer práctica; por otra parte, mamá sufre a veces horribles jaquecas cuando ha trabajado demasiado y sé que un masaje alivia mucho.

Cuando terminé trató de darme una propina. Yo la rehusé.

Insistió:

–Vamos, vamos, nena, no discutas con tu tía Flossie.

–No, de verdad, señora Royer –le dije –. Si quiere, entregue ese dinero a la Fundación para los astronautas inválidos como muestra de gratitud. Pero yo no puedo aceptarlo.

Dijo que eran tonterías e intentó metérmelo en el bolsillo. Así que la dejé y me fui a la cama.

No la vi en el desayuno, porque siempre lo toma en su habitación. Pero hacia media mañana una camarera me dijo que la señora Royer quería verme en su camarote. Casi gruñí al oír eso, pues el oficial Savvonavong me había dicho que, si yo aparecía justo antes de las diez, durante su guardia, podría observar todo el proceso de una corrección balística y él me explica –ría todos los pasos. Si la señora Royer me hacía perder más de cinco minutos, llegaría tarde.

Aun así acudí a verla. Se mostraba tan afectuosa como siempre.

–¡Oh, aquí estás, cariño! ¡Hace tanto que te espero! Esa estúpida camarera... Poddy, nena, anoche me dejaste la cabeza maravillosamente bien, y esta mañana he descubierto que tengo la espalda auténticamente paralizada. ¡No puedes imaginártelo, cariño, es horrible! Bueno, si fueras tan buena que me dieses unos minutos, digamos media hora, de masaje, estoy segura de que me iría de maravilla. Encontrarás la crema necesaria ahí, en el tocador. Y ahora, si me ayudas a quitarme la bata...

–Señora Royer...

–¿Sí, querida? La crema está en ese gran tubo. Utiliza únic...

–Señora Royer. No puedo hacerlo. Tengo una cita.

–¿Cómo, encanto? ¡Oh, bueno, que esperen! Nadie es puntual en una nave. Quizá fuera mejor que te calentaras las manos antes de...

–Señora Royer, es que no voy a hacerlo. Si tiene algo en la espalda no debo ni tocarla; podría hacerle daño. Pero si quiere le daré un recado al médico y le pediré que venga a verla.

De pronto dejó de mostrarse afectuosa:

–¿Pretendes decirme que no quieres hacer...?

–Como usted quiera. ¿Se lo digo al médico?

–¡Vaya! ¡La muy impertinente! ¡Fuera de aquí!

Me fui.

Cuando iba a almorzar, me crucé con ella en un pasillo. Sin decirme nada, miró fijamente al frente, como a través de mí. Y yo tampoco le hablé. Pero caminaba tan bien como yo; supongo que su espalda había sanado de pronto. La vi dos veces más ese día y en ambas ocasiones me ignoró.

A la mañana siguiente estaba utilizando el visor del salón para repasar una de las cintas de estudio del oficial Clancy sobre la aproximación y contacto por radar. El visor está en un ángulo, disimulado por una pantalla de palmeras artificiales, y tal vez no me vieron. O quizá no les importó.

Paré la cinta para dar un descanso a mis ojos y oídos, y entonces escuché la conversación entre la señora García y la señora Royer.

Lo que realmente no puedo aguantar de Marte es que esté tan comercializado. ¿Por qué no podían haberlo dejado primitivo y hermoso? –decía la señora García.

–Y ¿qué puede esperarse? ¡Esas gentes son horribles! –respondió la señora Royer.

El lenguaje oficial de la nave es el Orto, pero muchos pasajeros hablan entre ellos en inglés, actuando a menudo como si nadie más pudiera comprenderles. Esas dos no hablaban precisamente en voz baja. Seguí escuchando.

–Exactamente lo que le decía a la señora Rimski. Al fin y al cabo todos son criminales –prosiguió la señora García.

–O peor. ¿Se ha fijado usted en esa pequeña muchacha marciana? ¿La sobrina, al menos eso dicen, de ese gran salvaje negro? –observó la señora Royer.

Conté hasta diez en marciano antiguo y me recordé la pena por el delito de asesinato. No me importó el que me llamaran «marciana». Ellas no tenían ni idea de la diferencia y, de todas formas, no es un insulto; los marcianos ya eran civilizados antes de que los humanos aprendieran a caminar. Pero ¡eso de «gran salvaje negro»! Tío Tom es tan moreno como yo soy rubia; su sangre maorí y el tostado del desierto le han dado un color de hermoso cuero viejo, y a mí me encanta su aspecto. Aparte de eso es un hombre erudito, civilizado y amable y, dondequiera que vaya, siempre es muy agasajado y honrado.

–La he visto, querida señora Royer. Vulgar, diría yo. De una belleza llamativa pero sin estilo. Un tipo que atrae a cierta clase de hombres.

–Querida mía, no sabe aún ni la mitad. Yo he tratado de ayudarla; la verdad es que me daba pena, y siempre he creído que se debe ser amable, en especial con los socialmente inferiores..

–Por supuesto, querida.

–Intenté hacerle unas cuantas insinuaciones en cuanto a la conducta más adecuada entre las personas de clase. ¡Vaya! Incluso le pagaba los recaditos que me hacía para que no se sintiera violenta entre sus superiores. Pero es una cría totalmente desagradecida. Por lo visto pensó que podía sacarme más dinero. Se mostró tan grosera al respecto que llegué a temer por mi seguridad. En realidad tuve que ordenarle que saliera de mi cuarto.

–Fue usted muy prudente al cortar por lo sano, señora Royer. Todo se lleva siempre en la sangre, y la sangre mezclada es lo peor. Criminales para empezar... y luego esa' mezcla desvergonzada de razas. ¡Y vaya si se ve en esa familia! El chico no se parece en absoluto a su hermana, y en cuanto al tío... Bien, querida, usted ha insinuado algo. ¿Supone que ella no es su sobrina sino algo, digamos, un poco más íntimo?

–¡No me extrañaría de ninguno de ellos!

–¡Oh, vamos, dígamelo! ¡Diga me lo que averiguó!

–No dije una palabra. Pero tengo ojos... y usted también, ¿no es así?

–¡Y delante de todo el mundo!

–Lo que no puedo entender es cómo permite la línea que ésos se mezclen con nosotros. Tal vez se vean obligados a venderles el pasaje, por tratados, o alguna tontería semejante, pero no debería forzársenos a reunirnos con ellos. Y, desde luego, ¡no a comer con ellos!

–Por supuesto. Voy a escribir una carta muy fuerte al respecto en cuanto llegue a casa. Hay un limite para todo, ¿sabe?

Yo había pensado que el capitán Encanto era un caballero, pero cuando vi a esas criaturas instaladas en la mesa del capitán... bien, ¡no daba crédito a mis ojos! Creí que iba a desmayarme.

–Lo sé. Pero, después de todo, el capitán es oriundo de Venus.

–Si, pero Venus jamás fue una colonia prisión. Ese chico se sienta en la misma silla que yo solía ocupar, justo frente al capitán.

(Mentalmente tomé nota de pedir al maitre que trajera otra silla para Clark. No quería que él se contaminara.)

Después de eso abandonaron el tema de los «marcianos» y empezaron la disección de Girdie. Luego se quejaron de la comida y del servicio, e incluso lanzaron sus alfilerazos contra algunas de sus compinches que no se hallaban presentes. Pero yo ya no escuchaba. Sencillamente me estaba calladita y pedía fuerzas al cielo para seguir así porque, si hubiera dado a conocer mi presencia, estoy segura de que habría asesinado a las dos con sus mismas agujas de hacer punto.

Al fin se largaron a descansar un rato y reponerse para el almuerzo y yo me fui corriendo al camarote, me cambié y marché al gimnasio para sudar a gusto en vez de comprometerme en un crimen violento.

Entonces fue cuando encontré a Clark y le dije lo suficiente... o tal vez demasiado.

* * *


7


El oficial Savvonavong me dice que es muy probable que tengamos una tormenta radiactiva en cualquier momento, así que hoy haremos un ejercicio de simulacro de emergencia por si acaso. La estación meteorológica solar en Mercurio informa que se está formando tiempo «fulgurante» y avisa a todas las naves que circulan por el espacio y a todos los satélites tripulados para que estén preparados. Se espera que ese tiempo «fulgurante» dure unos...

¡Caray! La alarma de emergencia me pescó en medio de una frase. Hemos realizado nuestro ejercicio de simulacro y creo que el capitán ha conseguido asustar a todos los pasajeros. Hubo algunos que no hicieron caso de la alarma (o al menos lo intentaron) hasta que fueron a buscarlos unos tripulantes con trajes blindados. Por ejemplo, Clark. Fue el último que encontraron y el capitán Encanto le riñó en público, una verdadera obra de arte. Terminó diciéndole en tono de amenaza que si no era el primero en llegar al refugio la próxima vez que sonara la alarma, lo tendría el resto del viaje metido en el refugio, sin poder circular libremente por la sección de pasajeros.

Clark lo aceptó con su habitual rostro impasible, pero creo que las palabras del capitán surtieron efecto, en especial la amenaza de confinamiento. Estoy segura de que el discurso impresionó también a los demás pasajeros; era de esa clase que levanta ampollas a veinte pasos. El capitán lo hacía en beneficio nuestro.

Luego cambió de tono y, como si fuese un profesor en extremo paciente, explicó con palabras sencillas lo que podía sobrevenirnos, por qué era necesario bajar al refugio inmediatamente aunque a uno le pescara tomando el baño, y por qué estaríamos en perfecta seguridad si lo hacíamos.

Las llamaradas solares causan la radiación, explicó, radiación corriente, muy semejante a la de los rayos X («y de otra clase también», añadí yo mentalmente). Este tipo de radiación se encuentra en el espacio en todo momento, pero la intensidad puede a veces alcanzar niveles de mil a diez mil veces superiores a la radiación «normal» del espacio y eso supone gravísimo peligro pues, con la misma rapidez que si le dispararan en la frente, podría matar a un hombre que no estuviera protegido.

A continuación nos explicó por qué no necesitábamos una protección de mil a diez mil veces superior a lo normal para estar seguros. Es lo que se denomina el «principio de cascada». El casco exterior detiene el 90 por 100 de toda radiación. Luego viene la ataguía –los tanques de cargamento y de agua –, que absorben algo más. Y por supuesto el casco interior, que realmente es el suelo del cilindro que constituye la sección de los pasajeros de primera clase.

Toda esta defensa es más que suficiente para las condiciones normales. El nivel de radiación en nuestros camarotes es inferior al que tenemos en Marte y mucho menor que en la mayoría de los lugares de la Tierra, especialmente las montañas. (Estoy suspirando por ver montañas auténticas. ¡Qué miedo!)

Pero de pronto se organiza una tormenta de proporciones desmesuradas en el sol y el nivel de radiación salta de pronto a diez mil veces por encima de lo normal, lo que constituye una dosis mortal que podría acabar con cualquiera.

Pero no hay problemas. El refugio de emergencia está en el Centro de la nave, rodeado de cuatro cascos aislantes más, cada uno de los cuales detiene más del 90 por 100 de lo que cae sobre él. Así:

10.000

1.000,

después del primer casco interior, el techo de la sección de pasajeros;

100, después del segundo casco interior;

10, después del tercero;

1, después del cuarto, con lo cual ya estamos dentro del refugio.

El sistema de defensa es inmejorable, y estar en el interior del refugio de una nave durante una tormenta solar es más seguro que estar en Marsópolis

El único problema –y no es pequeño – es que el espacio del refugio es el centro geométrico de la nave, justo a popa de la sala de control, y no mucho mayor. Los pasajeros y la tripulación están tan comprimidos en él como una camada de cachorritos en un cesto. El billete que me han dado es para una especie de litera o estante de medio metro de ancho, medio metro de profundidad y sólo un poco más largo que mi estatura, con otras señoras codo a codo conmigo. No tengo claustrofobia, pero en un ataúd habría más espacio.

Todas las raciones de comida están enlatadas y se conservan en el refugio para las emergencias. Las facilidades sanitarias sólo pueden describirse como «horribles».

Espero que esta tormenta no sea más que una racha de llamaradas y que venga seguida de buen tiempo solar. Terminar el viaje a Venus en el refugio transformaría en una pesadilla esta experiencia maravillosa.

El capitán terminó por decir que probablemente dispondríamos de cinco a diez minutos desde el aviso de la estación Hermes. Pero añadió:

–Que no les cueste ni cinco minutos llegar aquí. En el instante en que suene la alarma corran al refugio inmediatamente y a toda la velocidad posible. Si no están vestidos, tengan siempre ropas dispuestas a mano y vístanse una vez hayan llegado. Detenerse a buscar algo puede significar la muerte.

»La tripulación registrará toda la sección de pasajeros en el momento en que suene la alarma y todos sus miembros tienen la orden de utilizar la fuerza para enviar al refugio a cualquier pasajero que no se mueva con la suficiente rapidez. El tripulante no se parará a discutir con nadie; le pegará, le atontará, le arrastrará y yo le daré la razón a él.

»Otra cosa más. Algunos de ustedes todavía no llevan sus contadores personales de radiación. La ley me da el derecho a multarles severamente por esta omisión. En circunstancias normales suelo pasar por alto tales errores técnicos; al fin y al cabo se trata de su salud, no de la mía. Pero durante esta emergencia están obligados al cumplimiento de tal regla. Se les entregarán ahora nuevos contadores de radiación a cada uno de ustedes; el médico se encargará de los viejos, que examinará, y el resultado se escribirá en sus informes con vistas al futuro.

Dio la orden de «pasó el peligro» y nos volvimos a la sección de pasajeros, sucios y sudorosos (al menos así me sentía yo). Estaba lavándome la cara cuando la alarma sonó otra vez; atravesé las cuatro cubiertas corriendo como un gato escaldado.

Pero no conseguí llegar la primera. Clark me adelantó por el camino.

No era más que otro simulacro. Esta vez todos los pasajeros se hallaban en el refugio en cuatro minutos. El capitán parecía complacido.

Hasta ahora he dormido desnuda, pero a partir de esta noche y hasta que acabe todo este lío, voy a ponerme el pijama, dejándome además una bata muy a mano. El capitán Encanto sí es un encanto, pero creo que se propone hacer exactamente lo que dice y no voy a representar el papel de Lady Godiva; no hay un caballo en toda la nave.

La señora Royer y la señora García no aparecieron por la noche en el comedor, aunque ambas habían sido extraordinariamente ágiles cada vez que sonó la alarma. Tampoco estaban en el salón después de la cena, las puertas de sus camarotes seguían cerradas y vi que el doctor salía del cuarto de la señora García.

¿Qué habrá ocurrido? No creo que Clark las haya envenenado... ¿O sí? No me atrevo a preguntarle nada por la remota posibilidad de que pueda decirme la verdad.

Tampoco quiero preguntárselo al médico porque eso atraería la atención sobre la familia Fries, pero, si es que eso existe realmente, me gustaría tener percepción extrasensorial por lo menos el tiempo suficiente para descubrir qué ocurre tras esas dos puertas cerradas.

Espero que Clark no se haya dejado llevar demasiado lejos por su talento. ¡Oh!, sigo tan rabiosa como siempre con esas dos, porque en las cosas desagradables que dijeron hay la suficiente pizca de verdad para que me duela. Sí, soy una mestiza y sé que algunas personas lo consideran horrible aunque no existan prejuicios al respecto en Marte. Sí, hay «convictos» entre mis antepasados, pero nunca me he avergonzado de ellos. Por lo menos no mucho, aunque supongo que me siento inclinada a recrearme en los más selectos. Pero un «convicto» no siempre es un criminal: existió un período en la primitiva historia de Marte, cuando los comisarios dirigían los asuntos de la Tierra, en que Marte fue utilizada como colonia penal. Todo el mundo lo sabe y no tratamos de ocultarlo. Pero la gran mayoría de los transportados allí fueron prisioneros políticos: «contrarrevolucionarios», «enemigos del pueblo». ¿Es eso tan malo?

En cualquier caso hubo después un periodo mucho más largo, unas cincuenta veces más que la época colonial, en que cada nuevo ciudadano de Marte era seleccionado con el mismísimo cuidado con que una novia elige su traje de boda aunque de un modo mucho más científico. Y finalmente está el período actual, desde nuestra revolución e independencia, en el que hemos anulado todas las leyes en contra de la inmigración y acogemos gustosamente a cualquiera que sea sano y tenga una inteligencia normal.

No, no me avergüenzo de mis antepasados ni de mi pueblo, sean cuales sean los tonos de su piel o su historia; me enorgullezco de ellos. Y me encolerizo rabiosamente cuando oigo que alguien los desprecia. ¡Vaya, apuesto a que esas dos no obtendrían las calificaciones necesarias para un visado permanente, ni siquiera bajo nuestra política actual de puertas abiertas! Su inteligencia deja muchísimo que desear.

Pero espero que Clark no haya hecho nada demasiado drástico. No me gustaría que tuviera que pasarse el resto de su vida preso en Titán. Amo a ese pequeño monstruo.

Bueno, si no exactamente amor, es algo muy parecido.


Hemos tenido tormenta radiactiva. La verdad, prefiero una colmena llena de abejas furiosas. Y no me refiero a la tormenta en si; no fue demasiado mala. La radiación subió unas mil quinientas veces por encima de lo normal para el punto en que nos hallamos ahora, a unas ocho décimas de una unidad astronómica del Sol, digamos unos ciento veinte millones de kilómetros en unidades que ustedes puedan comprender. El oficial Savvonavong dice que quizás habría bastado con que los pasajeros de primera clase subieran una cubierta hasta la sección de pasajeros de segunda clase, lo que, desde luego, habría sido mucho más cómodo que permanecer todos, pasajeros y tripulación, apretujados en aquel mausoleo de seguridad máxima del centro de la nave. Los departamentos de segunda clase son estrechos y tristones, y en cuanto a los de tercera... mejor sería viajar como carga. Pero todo esto habría sido una fiesta comparado con lo que supone pasar dieciocho horas en el refugio de radiación.

Por primera vez envidié a la media docena de seres no humanos que viajaban a bordo. Ellos no acuden al refugio, simplemente permanecen encerrados como de costumbre en sus camarotes especialmente acondicionados. No, no es que se les deje morir por efectos de la radiación; estas habitaciones numeradas están casi en el centro de la nave, en la sección de los oficiales y de la tripulación, y tienen su propio casco aislante porque no puede esperarse que un marciano, por ejemplo, abandone el ambiente de presión y humedad que requiere y se una a nosotros, los humanos, en el refugio. Eso equivaldría a meterle en una bañera y sostenerle la cabeza bajo el agua. Si tuviera cabeza, quiero decir.

Sin embargo, supongo que valen más dieciocho horas de incomodidad que hacer todo el viaje encerrado en una pequeña habitación. Durante este tiempo, un marciano se contenta con meditar sobre la diferencia sutil que hay entre cero y nada y no digamos de un venerio: ése se dedica sólo a reposar. Pero yo no. Yo necesito la inquietud con tanta o más frecuencia que el descanso. En caso contrario mis circuitos se funden y me sale el humo hasta por las orejas.

Pero el capitán Encanto no podía saber por adelantado que la tormenta seria corta y relativamente suave; tenía que suponer lo peor y proteger a sus pasajeros y tripulación. Según demostraron más tarde los informes de los instrumentos, habría bastado con que permaneciéramos once minutos en el refugio. Pero adivinar esto significaría tener doble vista y un capitán no salva su nave y las –vidas que dependen de él fiándose de esa doble vista.

Estoy empezando a comprender que ser capitán no supone en absoluto una gran aventura, ni el hecho de ser saludado por llevar cuatro tiras doradas en los hombros. El capitán Encanto es más joven que papá y sin embargo tiene tantas arrugas de preocupación que parece mucho más viejo.


Pregunta: Poddy, ¿estás segura de que tienes lo que se necesita para ser capitán de una nave exploradora?

Respuesta: ¿Qué tenía Colón que tú no tengas? Aparte de Isabel, claro. ¡Semper toujours, muchacha!


Antes de la tormenta pasé mucho tiempo en la sala de control. En realidad, la estación meteorológica solar Hermes no nos avisa cuando viene la tormenta; lo que hace es dejar de avisarnos de que no hay tormenta. Esto suena idiota, pero es así.

Los meteorólogos de Hermes están perfectamente seguros, ya que viven bajo tierra en el lado oscuro de Mercurio. Sus instrumentos emergen cautelosamente sobre el horizonte en la zona de crepúsculo y recogen datos sobre el tiempo solar, incluidas telefotos a varias longitudes de onda.

Pero el Sol necesita unos veinticinco días para dar toda la vuelta sobre sí mismo, así que la estación Hermes no puede vigilarlo de continuo. Peor aún, Mercurio, que gira en torno al Sol en la misma dirección que éste, necesita ochenta y ocho días para una revolución completa, de modo que, cuando el Sol se enfrenta de nuevo al punto en que estaba Mercurio, éste se ha movido. Todo ello da por resultado que la estación Hermes se enfrenta exactamente a la misma posición del Sol cada siete semanas poco más o menos.

Indudablemente esto no es suficiente para predecir tormentas que pueden formarse en un par de días, estallar en pocos minutos y acabar con todo en cuestión de segundos.

Por ello, la Luna de la Tierra, la estación satélite de Venus y algunos centros de observación de Deimos colaboran en controlar el tiempo solar. Además, hay que tener en cuenta el tiempo que tarda la estación meteorológica principal de Mercurio en recibir la información desde estas estaciones más distantes. Tal vez quince minutos para Luna y hasta mil segundos para Deimos... lo que no sirve de nada cuando los segundos cuentan.

Ahora bien, el período de tormentas sólo es una parte pequeña del ciclo del Sol como estrella variable, digamos un año, poco más o menos, de cada seis. Años auténticos, quiero decir; años marcianos. El ciclo del Sol es de unos once de esos años terrestres que los astrónomos insisten en seguir utilizando.

Eso hace las cosas mucho más fáciles. Cinco años de cada seis las naves tienen muy pocas probabilidades de ser alcanzadas por una tormenta radiactiva.

Pero durante la estación de las tormentas un capitán inteligente y cuidadoso (y ésos son los únicos que llegan a cobrar la jubilación) planeará su órbita de modo que se encuentre en la peor zona de peligro –digamos dentro de la órbita de la Tierra – sólo mientras Mercurio se halle entre él y el Sol, a fin de que la estación meteorológica Hermes pueda avisarle siempre de un problema inminente. Eso es exactamente lo que ha hecho el capitán Encanto. El «Tricornio» esperó en Deimos casi tres semanas más del tiempo garantizado en los folletos de propaganda de la Línea Triángulo para las visitas turísticas a Marte, con objeto de enfocar su acercamiento a Venus de modo que la estación Hermes pudiera observar y avisar, ya que estamos precisamente en plena estación de las tormentas.

Supongo que a los altos mandos de la Línea les revientan estas demoras tan caras. Quizá pierdan dinero durante la estación de las tormentas. Pero vale más un retraso de tres semanas que perder la nave.

Cuando se inicia la tormenta, las comunicaciones por radio se interrumpen de inmediato: la estación Hermes no puede avisar a las naves que se hallan en el espacio.

Entonces, ¿es imposible? No del todo. La estación Hermes sí ve cómo se forma una tormenta y distingue las condiciones del Sol que, casi con plena certeza, darán lugar muy pronto a una tormenta radiactiva. De modo que envían aviso de tormenta y el «Tricornio» y las demás naves inician sus ejercicios de simulacro de emergencia. Luego esperamos. Un día, dos días, una semana entera... y la tormenta no llega a desarrollarse o bien empieza de pronto a lanzar materia radiactiva en grandes cantidades.

Durante todo este tiempo la estación de radio de guardia en el lado oscuro de Mercurio envía aviso continuo de tormentas, sin descansar un instante, dando un informe completo de la situación meteorológica en el Sol. De pronto se calla.

Puede ser un fallo de potencia y entonces se echa mano del transmisor secundario. Puede ser un «bajón» en la intensidad sin que por eso haya estallado la tormenta y entonces se reanuda de inmediato la transmisión con unas palabras tranquilizadoras.

Pero es posible también que, sin previo aviso, la primera explosión de la tormenta haya venido a caer sobre Mercurio con la velocidad de la luz y que los ojos y la voz de la estación meteorológica hayan desaparecido devorados por una radiación muy potente.

El oficial de guardia que permanece en la sala de control no puede estar seguro y no se atreve a correr el riesgo. En el instante en que pierde a la estación Hermes aprieta un botón que pone en marcha un gran reloj que sólo tiene segundero. Cuando han pasado cierto número de segundos sin que la estación Hermes dé señales de vida, suena la alarma general. El número exacto de segundos depende del punto en que se halle la nave, de su distancia del Sol y del tiempo que necesite la explosión de la tormenta para llegar a la nave después de haber dado ya en la estación Hermes.

Son éstos los momentos en los que el capitán se muerde las uñas, le salen canas y se gana el sueldo a conciencia... porque tiene que decidir el número de segundos que debe contar en el reloj. En realidad, si la primera explosión, que es la peor, viene a la velocidad de la luz, ya no tiene tiempo de avisar en absoluto porque la interrupción de las señales de radio de Hermes y ese primer estallido procedente del Sol son simultáneos. También puede haber ocurrido que si el ángulo de vuelo no es favorable sólo se haya estropeado su aparato receptor de radio y la estación meteorológica de Hermes siga tratando de alcanzarle con los avisos de última hora. Pero él no lo sabe. Lo único cierto es que, si hace sonar la alarma y envía a todo el mundo corriendo al refugio cada vez que la radio deja de funcionar por unos segundos, los pasajeros y tripulación acabarán por estar hartos y asqueados de sus continuos gritos de: «¡El lobo! ¡Que viene el lobo!», que cuando se presente un verdadero problema tal vez no se muevan con la velocidad suficiente. Y sabe también que el casco exterior de la nave puede detener casi todo lo existente en el espectro electromagnético. Entre los fotones –y no hay otra cosa que viaje a la velocidad de la luz – sólo los rayos X más intensos podrán penetrar hasta la sección de pasajeros, y no todos tampoco. Pero a continuación, retrasándose un poco cada segundo, viene lo que es realmente peligroso: partículas grandes, partículas pequeñas, partículas de tamaño medio, restos todas ellas de explosiones nucleares. Este conjunto se mueve muy aprisa, aunque no exactamente a la velocidad de la luz. Y ha de proteger a sus gentes antes de que todo caiga sobre la nave.

El capitán Encanto fijó una demora de veinticinco segundos de acuerdo con el punto en que estábamos y lo que podía esperarse de los informes meteorológicos. Le pregunté cómo se había decidido por este tiempo y él se limitó a sonreír con cierta amargura y respondió: «Se lo pregunté al fantasma de mi abuelo».

Mientras yo estaba en la sala de control el oficial de guardia conectó cinco veces el reloj y cinco veces se reanudó el contacto con la estación Hermes antes de que se consumiera el tiempo y sonara la alarma.

La sexta vez siguieron pasando los segundos mientras todos reteníamos el aliento y el contacto con Hermes no se reanudó: la alarma sonó como la trompeta del día del Juicio.

El capitán, con el rostro pétreo, dio media vuelta y empezó a bajar la escalerilla que llevaba al refugio antirradiactivo. Yo no me moví porque confiaba en que me dejaran permanecer en la sala de control. Estrictamente hablando la sala de control es parte del refugio radiactivo, ya que se halla exactamente sobre él y envuelta por los mismos cascos de defensa.

(Resulta sorprendente el elevado número de personas que creen que un capitán controla su nave mirando por una ventanilla como si estuviera conduciendo una locomotora antigua. No es así, por supuesto. La sala de control está en el mismo centro de la nave, donde él puede vigilarlo todo con mucha mayor exactitud y conveniencia a través de los paneles de instrumentos. El único punto de mira al exterior que existe en el «Tricornio» se halla en el extremo superior del eje principal a fin de permitir a los pasajeros que miren las estrellas. Pero aún no hemos llegado al punto de perfección de que la masa de la nave proteja este observatorio de la radiación solar, de modo que ha estado cerrado durante todo el viaje.)

Sabía que estaba segura en el lugar en que me hallaba, por lo que fui rezagándome procurando sacar ventaja del hecho de ser «la preferida del profesor». Desde luego no quería pasarme horas o días tendida en un estante con mujeres chillonas y tal vez histéricas apretujándome por ambos lados.

¡Qué poco sabía yo! El capitán vaciló sólo un microsegundo antes de iniciar la bajada y gruñó:

–Vamos, señorita Fries.

Y le obedecí. Siempre me llama Poddy y en su voz latía la amenaza.

Los pasajeros de tercera clase ya estaban entrando en manada, puesto que son los que tienen menos distancia que recorrer y los miembros de la tripulación los llevaban a sus puestos. Estos tripulantes habían vivido en perpetua emergencia desde que la estación Hermes nos avisara por primera vez. Habían reforzado las guardias relevándose cada cuatro horas. Parte de los tripulantes había permanecido concentrada en la sección de pasajeros, vestidos con trajes de aislamiento antirradiactivo. Estos hombres no pueden quitarse ese traje tan pesado bajo ningún pretexto hasta que aparecen los relevos vestidos también con ropas aislantes. Se trata de los «cazadores», dispuestos a apostar su vida a que son capaces de registrar a fondo toda la sección de pasajeros, sacar de su escondite a los rezagados y llegar al refugio con la rapidez suficiente para que la radiación letal no se acumule en ellos. Todos son voluntarios y los que están de servicio cuando suena la alarma reciben una paga extra muy considerable; la otra mitad –que tiene la suerte de no estar de servicio en ese momento – recibe también una prima, aunque algo menor.

El primer oficial está a cargo de la primera sección de cazadores y el sobrecargo de la segunda, pero ellos no reciben ninguna paga extra, aunque, según la tradición y la ley, el que está al frente del servicio cuando suena la alarma es el último hombre que penetra en la seguridad del refugio. Esto no me parece muy justo pero ellos, aparte de su obligación, lo consideran un honor.

Otros tripulantes hacen turnos de guardia en el refugio antirradiactivo y están preparados con las listas del pasaje y los diagramas de la distribución de los pasajeros.

Naturalmente el servicio ha sido bastante defectuoso últimamente, ya que muchos tripulantes faltan de sus puestos habituales con objeto de atender con toda urgencia su cometido en cuanto suene la alarma. La mayoría de esas guardias de emergencia corren a cargo de los camareros y empleados, pues los ingenieros y los responsables de las comunicaciones no pueden abandonar sus puestos. Por ello el servicio de comedor se demoran el doble de lo habitual, el del salón es prácticamente inexistente y los camarotes no se arreglan hasta última hora de la tarde.

Naturalmente, pensarán ustedes, los pasajeros se hacen carde lo absolutamente necesario de tal austeridad temporal y muestran agradecidos, pues saben que todo se hace por su seguridad.

¿De veras? Queridos míos, si así lo creen es que pueden tragarse lo que sea. Les aseguro que no sabrán lo que es la realidad hasta que hayan visto a un viejo y rico terrícola privado de algo a lo que cree tener derecho porque lo ha pagado y está incluido en el precio del billete. Yo he visto a un hombre, quizá tan viejo como tío Tom y desde luego lo bastante mayor para ser más prudente, al que casi le dio un ataque: se puso de color púrpura, realmente púrpura, y empezó a gruñir sólo porque el camarero del bar no acudió al instante para traerle un paquete nuevo de cartas.

El camarero del bar llevaba en ese momento ropas aislantes y no podía abandonar el área que tenía asignada y el camarero del salón trataba de estar en tres lugares a la vez y de atender asimismo las llamadas de los camarotes. Pero eso no tenía la menor importancia para nuestro simpático compañero de navegación; cuando ya sus palabras eran incoherentes amenazó con demandar a la Línea y a todos sus directores.

No todo el mundo es así, por supuesto. La señora Grew, aunque muy gorda, se ha estado haciendo la cama y jamás se ha mostrado impaciente. E incluso otros que por lo general suelen exigir muchos servicios han tratado con optimismo de sacar el mejor partido. posible de la situación.

Pero algunos actúan como niños enfurruñados, lo que si no es bonito en un niño, mucho menos lo será en los viejos.

En el instante en que seguí al capitán hasta el refugio antirradiactivo descubrí cuán eficientes pueden ser los servicios del «Tricornio» cuando realmente importa. Me levantaron en el aire como si fuera una pelota y me fueron pasando de mano en mano. Por supuesto, estando tan próxima al eje principal, no llego a pesar mucho con una décima parte de la gravedad, pero eso la deja a una sin aliento. Otras manos me depositaron sobre mi litera, previamente extendida, con la misma indiferencia y serenidad con que el ama de casa va almacenando la ropa limpia en los estantes. Una voz gritó: «¡Fríes, Podkayne!», a lo que otra contestó: «¡Comprobado!»

A mi alrededor, el espacio se llenaba a toda prisa. Los tripulantes trabajaban con la misma eficiencia serena de una máquina automática que va distribuyendo el correo. En algún lugar lloraba un niño y por encima de sus chillidos oí decir al capitán:

–¿Entró ya el último?

–El último, capitán –respondió el sobrecargo –. ¿cómo ha ido el tiempo?

–Dos minutos treinta y siete segundos. Los muchachos ya pueden empezar a calcular su paga porque esto no es un simulacro.

–No pensé que lo fuera, capitán, también yo he ganado la apuesta a mi compañero.

Entonces el sobrecargo pasó ante mi litera llevando a alguien en brazos; traté de incorporarme, me dio un porrazo en la cabeza y casi se me salieron los ojos.

La pasajera que llevaba se había desmayado y su cabeza pendía inerte sobre el hombro del sobrecargo. Al principio no distinguí quién era, ya que aquel rostro era de un rojo brillante. Luego la reconocí y casi me desmayé. La señora Royer.

Naturalmente el primer síntoma de cualquier exposición a la radiación es un eritema. Basta una quemadura solar o un simple descuido con una lámpara ultravioleta y lo primero que se ve es que la piel se enrojece o adopta incluso una coloración rojo brillante.

Pero ¿era posible que la señora Royer se hubiera visto alcanzada en un tiempo mínimo por una radiación tan extraordinaria, hasta el punto de que su piel estuviera tan quemada, como la peor quemadura de sol que se puede imaginar? ¿Y sólo por ser la última en entrar?

En ese caso no se había desmayado; estaba muerta.

Y si eso era cierto, lo seria igualmente que los últimos pasajeros en llegar al refugio habían recibido una cantidad excesiva de radiaciones. Tal vez no se sintieran enfermos de momento, o durante horas; quizá no murieran en algunos días, pero ya podían considerarse tan muertos como si estuvieran tendidos, rígidos y helados.

¿Cuántos? No había modo de adivinarlo. Posiblemente –probablemente, me corregí – todos los pasajeros de primera clase. Eran los que tenían más distancia que recorrer hasta el refugio y, por consiguiente, los más expuestos.

Tío Tom y Clark...

De pronto sentí náuseas de terror y deseé no haber estado en la sala de control. Si mi hermano y tío Tom morían yo no quería seguir viviendo.

No creo que perdiera mucho tiempo compadeciendo a la señora Royer. Claro que sentí una fuerte impresión al ver aquel rostro púrpura pero, sinceramente, aquella mujer no me gustaba. juzgaba un parásito con opiniones despreciables y si hubiera muerto de un fallo cardíaco no creo sinceramente que ello me hubiese afectado el apetito. Ninguno de nosotros va por ahí lamentándose por los millones y billones de personas que han muerto en el pasado, ni por los que aún viven o están aún por nacer y cuya herencia más segura, incluida Podkayne Fries, es la muerte. ¿Por qué pues derramar lágrimas estúpidas solamente porque da la casualidad que te encuentras al lado de alguien que no te gusta, de alguien que en realidad desprecias, cuando llega al fin de su camino?

En cualquier caso, no tenía tiempo para lamentarme por la señora Royer. Mi corazón estaba abrumado de dolor por mi hermano y mi tío. Lamentaba no haber sido más dulce con tío Tom en vez de tratar de dominarle y querer siempre que él dejara lo que tenía entre manos para ayudarme con mis problemitas tontos. Lamentaba asimismo las muchas veces que me había peleado con mi hermano. Después de todo, él era un niño y yo una mujer; debía de haberle disculpado.

Las lágrimas corrían de mis ojos y casi me perdí las primeras palabras del capitán.

–Compañeros de navegación –empezó con voz firme y tranquilizadora –, tripulantes y pasajeros: esto no es un simulacro. Es en realidad una tormenta radiactiva.

»No se alarmen; todos y cada uno de nosotros estamos en perfecta seguridad. El médico ha examinado el contador de radiación personal del último pasajero en llegar al refugio. Está dentro de los limites de seguridad. Incluso si se le añadiera la exposición acumulada del tripulante más expuesto el total seguiría estando dentro del máximo de conservación para la salud personal y la higiene genética.

»Permítanme repetirlo. Nadie ha resultado dañado. Nadie va a sufrir daño. Sencillamente tendremos que soportar ligeros inconvenientes. Me gustaría poder decirles el tiempo que habremos de permanecer en la seguridad de este refugio. Pero no lo sé. Tal vez sean unas pocas horas; quizá varios días. La tormenta radiactiva de mayor duración que consta en los informes fue inferior a una semana. Esperamos que el viejo Sol no esté tan malhumorado esta vez. Pero, hasta que la estación meteorológica Hermes nos avise que ha terminado la tormenta, habremos de permanecer aquí. Una vez sepamos que ha terminado, no suele llevar mucho tiempo la revisión de la nave a fin de comprobar que sus habitaciones ya no ofrecen el menor peligro. Hasta entonces mantengan la calma y sopórtense con paciencia unos a otros.

Empecé a sentirme mejor en cuanto el capitán comenzó a hablar. Su voz era hipnótica y producía ese efecto tranquilizador del «todo irá mejor ahora» con que una madre calma a su pequeño. Me relajé, aunque todavía me sentía débil por efectos de la alarma.

Pero de pronto empecé a preocuparme. ¿No sería que el capitán Encanto nos decía que todo iba bien cuando realmente todo iba mal, sencillamente porque era demasiado tarde y no podía hacerse nada al respecto?

Pensé en todo cuanto había aprendido acerca del envenenamiento por radiación, desde la higiene más elemental que enseñan en los jardines de infancia hasta la cinta propiedad del oficial Clancy que había estudiado aquella misma semana.

Y decidí que el capitán nos había dicho la verdad.

¿Por qué? Pues porque, aun cuando hubieran sido ciertos mis peores temores y nos hubiésemos visto atacados por la tormenta tan inesperadamente y con la misma violencia que si un arma nuclear hubiera explotado junto a nosotros, siempre puede hacerse algo. Estaríamos divididos en tres grupos: los que no habían recibido el menor daño y no iban a morir (desde luego todos los que estaban en la sala de control, o en el refugio, cuando estalló la tormenta, más casi todos o todos los pasajeros de tercera clase si habían llegado con rapidez); un segundo grupo sometido a una exposición tan terrible que morirían con toda seguridad por mucho que se hiciera por ellos (digamos los pasajeros en la sección de primera clase); y un tercer grupo, cuyo número ignoraba, sometido a una exposición peligrosa pero que se salvaría con un tratamiento rápido y drástico.

Los cuidados médicos habrían ya empezado. Primero comprobarían nuestros contadores de exposición y nos separarían en grupos: los que estaban en peligro y requerían ese tratamiento rápido, los que iban a morir de todos modos (a quienes se apartaría a un lado y se daría inyecciones de morfina) y los que estábamos completamente a salvo, que seriamos retenidos para evitar que estorbáramos o se nos pediría que acudiéramos a ayudar a los que aún podían salvarse.

Todo eso era seguro. Pero el caso es que no había nada en marcha, nada... sólo los bebés que lloraban y un murmullo de voces. ¡Vaya, si ni siquiera habían comprobado los contadores de exposición de la mayoría de nosotros! Lo más probable era que el médico sólo hubiese comprobado los de los últimos en llegar al refugio.

Por tanto el capitán nos había dicho toda la verdad sencilla y consoladora.

Me encontré tan bien de pronto que ni siquiera me pregunté por qué la señora Royer tendría aquel aspecto de tomate maduro. Me relajé consolándome con el pensamiento dichoso de que el querido tío Tom no iba a morir y de que mi hermano pequeño seguiría viviendo para causarme todavía muchos quebraderos de cabeza. Estaba así adormecida cuando, de pronto, me despertó repentinamente la mujer que estaba a mi derecha con sus alaridos: «¡Déjenme salir de aquí! ¡Déjenme salir de aquí!»

¡Entonces si que vi una acción de emergencia rápida y drástica!

Dos miembros de la tripulación se acercaron a toda prisa a nuestro estante y la cogieron. Una azafata venía pegada a ellos. Le dio un bofetón en la boca y le clavó una aguja hipodérmica en el brazo. Luego la sostuvieron hasta que dejó de chillar. Cuando quedó al fin quieta y callada, uno de los tripulantes la tomó en brazos y se la llevó a otra parte.

Poco después apareció una azafata que recogió los contadores de exposición y repartió tabletas para dormir. La mayoría las tomó, pero yo me resistí; no me gustan las píldoras por principio, y desde luego no iba a tomarme una que me atontara, con lo que me perdería todo lo que iba a pasar. La azafata se mostró insistente, pero también yo puedo ser espantosamente terca, así que se encogió de hombros y se fue. A continuación hubo tres o cuatro casos más de claustrofobia galopante, o tal vez sólo ganas de chillar y llamar la atención, no lo se. Todos fueron atendidos rápida y discretamente y pronto reinó la paz en el refugio a no ser por los ronquidos, algunos susurros y el sonido constante y débil del llanto de los niños.

No hay bebés en primera clase, ni muchos niños de cualquier edad. En segunda clase viajan algunos niños, pero en tercera hay superabundancia de ellos: cada familia parece que tenga al menos un pequeño. Por eso están allí, naturalmente. Casi todos los pasajeros de tercera clase son gentes de la Tierra que emigran a Venus. Estando la Tierra tan abarrotada, un hombre con familia numerosa alcanza con facilidad el punto en que la emigración a Venus le parece la mejor salida de una situación casi imposible, de modo que firma un contrato de trabajo y la corporación de Venus le paga los billetes como adelanto contra su salario.

Supongo que está bien. Ellos han de emigrar y Venus necesita tanta gente como pueda conseguir. Pero me alegro de que la República de Marte no subvencione la inmigración, o nos veríamos invadidos. Nosotros aceptamos inmigrantes, pero son ellos quienes tienen que pagarse el viaje y han de depositar los billetes de vuelta en la Cámara de P.E.G., billetes que no pueden canjear por dinero efectivo en un plazo de dos años de los nuestros.

Eso también está muy bien. Por lo menos la tercera parte de los inmigrantes que llegan a Marte no saben ajustarse al nuevo ambiente. Sienten nostalgia y desaliento, y utilizan esos billetes de vuelta para regresar a la Tierra. Me resulta imposible comprender que haya alguien a quien no le guste Marte pero, si no les gusta, es mejor que no se queden.

Seguí tumbada en la litera pensando en esto, un poquito excitada y un poquito aburrida, pero preguntándome sobre todo por qué no se hacía algo por aquellos pobres niños.

Las luces se habían amortiguado al mínimo y, cuando alguien se acercó a mi litera, al principio no pude ver quién era.

–¿Poddy? –La voz de Girdie llegaba hasta mí en un susurro pero clara –. ¿Estás ahí?

–Claro. ¿Qué pasa, Girdie? –Intentaba hablar también en susurros.

–¿Sabes cambiar los pañales a un niño?

–¡Por supuesto que sí! –De pronto me pregunté qué tal estaría Duncan y me di cuenta de que hacía días que no pensaba en él. ¿Me habría olvidado? ¿Conocería a su mamita Poddy la próxima vez que me viera?

–Entonces ven, cielo. Hay mucho trabajo que hacer.

¡Vaya si lo había! La parte inferior del refugio, cuatro niveles por debajo de mi litera, justo sobre el espacio de la maquinaria, estaba dividida en cuatro secciones, tres de las cuales estaban ocupadas por dos enfermerías –una para hombres y otra para mujeres – y por una pobre imitación de un departamento para niños que no tenía más de dos metros de lado. En tres de sus muros estaban colocados los niños, en cestas de lona colgadas de las paredes, y aún había algunos más en la enfermería de las mujeres. La gran mayoría de los bebés estaba llorando.

En el estrechísimo espacio que quedaba en medio de aquel escándalo trabajaban dos azafatas cambiando pañales a toda prisa sobre un mostrador apenas lo suficientemente ancho adosado a la pared restante. Girdie se acercó a una de ellas y le dio un golpecito en el hombro:

–Muy bien, muchachas, han llegado los refuerzos. Así que id a descansar y a comer algo.

La mayor intentó una débil protesta, pero las dos se sintieron inmensamente felices de tomarse un respiro, de modo que se marcharon y Girdie y yo nos lanzamos a la tarea. Ignoro cuánto tiempo trabajamos, pues ni siquiera teníamos tiempo para pensar en ello; siempre había más de lo que podíamos hacer y nunca llegábamos a acabar con todo. Pero eso era mejor que estar tumbada en un estante contemplando otra litera a pocos centímetros de la nariz. Lo peor de todo era que no había, sencillamente, bastante sitio. Yo trabajaba con los brazos pegados al cuerpo para no tropezar con Girdie por un lado y con una cesta que me estaba torturando por el otro.

No es que me queje. El ingeniero que diseñó el refugio del «Tricornio» se había visto forzado a colocar el máximo de personas en el menor espacio posible. No había modo de hacerlo de otra forma y que dispusiéramos de niveles suficientes para refugiarnos en una tormenta. Dudo que se preocupara demasiado por si había sitio para cambiarles los pañales a los niños y mantenerlos secos; tenía bastante con preocuparse de mantenerlos vivos.

Pero eso no se lo puedes explicar a un bebé.

Girdie trabajaba sin pérdida de tiempo, con una eficacia y rapidez que me sorprendieron; jamás habría adivinado que ella hubiese tenido alguna vez un niño en brazos. Pero sabía lo que se hacía, incluso era más segura que yo.

–¿Dónde están sus madres? –pregunté con toda intención, queriendo decir: «¿Por qué no están aquí esas gandulas ayudándonos en vez de dejárselo todo a las azafatas y a algunas voluntarias?»

Girdie me entendió:

–La mayoría de ellas, todas quizá, tienen otros niños pequeños que cuidar, no pueden atender a todo. Algunas se pusieron histéricas y ahora están durmiendo –señalaba con un gesto hacia la enfermería.

Me callé, pues aquello tenía lógica. En aquellos nichos estrechos en los que estaban encajados los pasajeros era imposible atender con comodidad a un chiquitín y, si cada madre trataba de traer aquí a su nene cada vez que necesitara cambiarlo, el embotellamiento de tráfico sería indescriptible. No. Este trabajo en cadena era imprescindible. Dije:

–Nos estamos quedando sin pañales.

–Están en un armario detrás de ti. ¿Viste lo que le sucedió al rostro de la señora García?

–¿Cómo? –me incliné a sacar más pañales –. Querrás decir la señora Royer, ¿no?

–Quiero decir las dos. Pero yo vi primero a la encopetada señora García y le pude echar una buena ojeada mientras trataban de tranquilizarla. ¿No la viste tú?

–No.

–Pues asómate un instante a la sala de mujeres en cuanto puedas. Su rostro tiene el color amarillo cromo más impresionante que se haya podido ver en un bote de pintura, y no digamos en un rostro humano.

Me quedé atónita.

–Es curioso. Yo vi a la señora Royer de un rojo brillante, no amarillo. Girdie, ¿qué diablos les sucedió?

–Estoy bastante segura de saber lo que sucedió –contestó Girdie lentamente –, pero nadie puede imaginarse el cómo.

–No te entiendo.

–Los colores lo revelan. Son los tonos exactos de dos de los tintes activados por agua que se utilizan en fotografía. ¿Sabes algo de fotografía?

–No mucho –contesté. No iba a admitir lo poco que sabía porque Clark es un fotógrafo amateur casi perfecto. Y tampoco iba a mencionar eso.

–Bueno, pero sí habrás visto a alguien sacando fotos. Aprietas el botón y ya tienes la foto.. – sólo que la foto no existe todavía. Aquello está tan transparente como el cristal. Así que lo metes en agua y lo dejas unos treinta segundos. La foto sigue sin verse. Entonces lo ponen en cualquier lado a la luz, y la foto empieza a aparecer... y cuando los colores son ya lo bastante brillantes para tu gusto la cubres y la dejas que acabe de secarse en la oscuridad para que los colores no sean demasiado fuertes. –Reprimió una risita –. Por los resultados, yo diría que no se cubrieron el rostro a tiempo de detener el proceso. Probablemente trataron de quitárselo frotando y eso lo empeoró más.

Dije en tono desconcertado –y lo estaba realmente, pues había algo que se me escapaba –:

–Todavía no comprendo cómo pudo pasarles tal cosa.

–Ni tú ni nadie. Pero el médico tiene una teoría. Alguien anduvo manipulando sus toallas.

–¿Qué?

–Alguien en la nave debe tener una provisión de esos tintes puros. Ese alguien empapó dos toallas en los tintes inactivos, es decir, incoloros, y las secó cuidadosamente en la oscuridad total. Luego, ese mismo alguien se introdujo con las dos toallas preparadas en los dos camarotes y las cambió por las que encontró allí en los toalleros. Esta última parte no debió resultar muy difícil para alguien con los nervios bien templados. A veces cambian las toallas del camarote, a veces no, y al fin y al cabo todas las toallas son del mismo dibujo. ¿Quién iba a saberlo?

«¡Espero que nadie!», dije para mi, y añadí en voz alta:

–Supongo que nadie.

–No, desde luego. Pudo ser una de las camareras o cualquiera de los pasajeros. Pero el verdadero misterio es saber de dónde salieron los tintes. La tienda de la nave no los tiene, sólo vende rollos de película preparada, y el médico dice que él sabe lo bastante de química para estar dispuesto a jugarse la vida a que sólo un químico especializado y utilizando un laboratorio idóneo sería capaz de aislar los tintes puros de un rollo de película. Cree también que, puesto que los tintes no se fabrican siquiera en Marte, ese alguien debe ser un pasajero que abordara la nave en la Tierra. Girdie me miró y sonrió –. Así que tú no eres sospechosa, Poddy. Pero yo si.

–¿Por qué eres sospechosa? –pregunté –. ¿Por qué habías de serlo? ¡Qué idiotez! –En mi interior pensaba que si yo no era sospechosa, Clark tampoco.

–Sí, es una idiotez porque yo no habría sabido hacerlo ni aun disponiendo de los tintes. Pero no lo es si pensamos que podría haberlos comprado antes de salir de la Tierra. Tampoco tengo razones para apreciar a ninguna de esas dos.

–Nunca te he oído decir una palabra contra ellas.

–No, pero ellas sí han dicho miles contra mí y la gente tiene oídos. Así que soy sospechosa, Poddy. Pero no te preocupes por ello. No fui yo, de modo que resulta imposible demostrar que lo hiciera. –Se rió –. Y espero que no cojan nunca al que lo hizo.

Ni siquiera contesté: «¡Y yo también!», porque yo sí sabia de una persona capaz de hallar el modo de aislar el tinte puro de un rollo de película sin un laboratorio completo de química y estaba comprobando mentalmente a toda velocidad las cosas que había descubierto al registrar la habitación de Clark.

No había habido nada en su camarote que pudiera contener tintes fotográficos. No, ni siquiera películas.

Lo que no viene a demostrar nada, tratándose de Clark. Sólo espero que tuviera cuidado con las huellas dactilares.


Pronto llegaron otras dos azafatas y dimos el biberón a todos los bebés. Luego Girdie y yo nos las arreglamos para lavarnos un poco y tomar algo de pie. Volví a mi litera y, con gran sorpresa por mi parte, me quedé profundamente dormida.

Debí dormir tres o cuatro horas, porque me perdí el gran acontecimiento: el nacimiento del bebé de la señora Dickson. Esta figura entre los emigrantes de la Tierra a Venus y no debía dar a luz hasta mucho después que llegáramos allí; supongo que tanta excitación apresuró las cosas. De todos modos, cuando se inició el parto la llevaron a la enfermería y el doctor Torland le echó una mirada y ordenó que la trasladaran a la sala de control, el único lugar dentro del espacio antirradiactivo con sitio suficiente para atenderla como es debido.

De modo que allí nació la nena, en la sala de control, entre el estante de las cartas hidrográficas y la computadora. El doctor Torland y el capitán Encanto son los padrinos y la azafata más antigua la madrina. Le van a poner Radiante, un retruécano algo soso pero bastante bonito.

Dispusieron una incubadora para Radiante allí mismo, en la sala de control antes de llevarse a la señora Dickson a la enfermería y darle algo para que durmiera. El bebé todavía seguía allí cuando me desperté y oí hablar del caso.

Decidí aprovechar que el capitán estaba de mejor humor para llegarme a la sala de control y asomé la cabeza:

–Por favor, ¿podría ver a la nena?

El capitán pareció enojado, luego sonrió ligeramente y dijo:

–De acuerdo, Poddy, echa una ojeada y vete.

Eso hice. Radiante pesa como un kilo y, francamente, parece un gatito que nadie querría quedarse. Pero el doctor Torland dice que va bien y que llegará a ser una chica sana y fuerte, más bonita que yo. Supongo que sabe de lo que habla, pero si va a ser alguna vez más bonita que yo le falta mucho camino por recorrer. Tiene casi el mismo color que la señora Royer, no es más un puñadito de arrugas.

Pero indudablemente superará todo eso porque parece una de las últimas fotografías de la serie de un libro escolar muy bueno que se llamaba El milagro de la vida y las primeras fotografías de esa serie eran todavía más repugnantes. Probablemente es mejor que no podamos ver a los bebés hasta que estén dispuestos a hacer su debut, porque si no la raza humana perdería todo interés en ellos y se extinguiría. Y pienso que aún sería mejor si pudiéramos poner huevos. La maquinaria humana no es todo lo perfecta que podría ser, en especial el género femenino.


Regresé abajo, donde estaban los niños un poco mayores que Radiante, para ver si me necesitaban. En ese momento no, ya que les habían dado de comer de nuevo y una azafata y una joven a la que nunca había visto estaban allí de servicio y juraron que sólo llevaban trabajando unos minutos. De todas formas preferí quedarme un poco más por allí antes que volver a la litera. Pronto simulé que servía para algo moviéndome junto a las que realmente trabajaban, comprobando si los bebés estaban secos y pasándoles los que había que cambiar en cuanto quedaba un poco de espacio disponible.

Eso dio cierta velocidad al proceso. De pronto saqué a un pequeñín que pateaba furioso en su cesto y estaba meciéndole cuando la azafata alzó la vista y dijo:

–Ya estoy libre para cambiarle.

–¡Oh, no está mojado! –contesté –. Lo único que le ocurre es que se siente solo y necesita cariño.

–No tenemos tiempo para eso.

–Yo no estoy tan segura –repliqué.

Lo peor de aquel cuarto de niños en miniatura era el escándalo reinante. Los bebés se despertaban unos a otros, se molestaban y el volumen seguía aumentando. Sin duda todos se sentían abandonados y probablemente estaban asustados. Al menos así me habría sentido yo.

–La mayoría de ellos –proseguí – necesitaban cariño más que ninguna otra cosa.

–Todos han tenido ya su biberón.

–Un biberón no puede hacerles mimitos.

No me contestó y se limitó a seguir comprobando si estaban secos. Pero, en mi opinión, lo que yo había dicho no era ninguna tontería. Un bebé no entiende lo que dices, ni sabe dónde está si le pones en un lugar extraño, ni lo que ha sucedido. Así que llora y necesita que le tranquilicen.

Precisamente entonces apareció Girdie.

–¿Puedo ayudar? –preguntó.

–Ya lo creo que sí. Ea, coge a éste.

En unos instantes conseguí hacerme con tres chicas de poco más o menos mi edad y tropecé con Clark que iba por los corredores de los distintos niveles en vez de estarse quieto en su litera asignada, así que le traje a él también. La verdad es que no tenía demasiadas ganas de ofrecerse voluntario, pero hacer algo era un poco mejor que no hacer nada, así que vino.

Era imposible echar mano de más ayuda pues el lugar de que disponíamos para movernos era prácticamente inexistente, pero conseguimos arreglarlo haciendo que los de las que mecían a los niños se metieran en las enfermerías mientras yo, la maestra de ceremonias, permanecía al pie de la escalera corriéndome de un lado a otro para que todos pudieran entrar y salir del cuarto de baño y subir la escalera. Girdie, que era la más alta, me alcanzaba los bebés más chillones para que los atendieran y a los mojados para que los cambiaran y viceversa: los ya secos de vuelta a sus cestitos, a menos que empezaran a chillar; los otros, ya tranquilos por haber sido acunados, también a dormir en paz.

Al menos siete bebés podían recibir atención personal de inmediato y a veces hasta diez u once porque, a una décima de la unidad estándar de gravedad, no se nota el cansancio en los pies y un niñito, apenas pesa nada. Es muy fácil sostener uno en cada brazo y eso es lo que hacíamos.

En diez minutos habíamos acallado aquel escándalo, reduciéndolo a un susurro ocasional que también cesaba pronto. Nunca imaginé que Clark perseverara en su tarea, pero se quedó probablemente porque Girdie formaba parte del equipo. Con aire de noble determinación en el rostro, algo que jamás había visto antes en él, mecía a los bebés e incluso le oí decir: «Ea, ea, cariñito», y «Vamos, vamos, cielito», como si lo hubiera estado haciendo toda la vida. Y lo que es más, aquello parecía gustar a los bebés. Clark era capaz de tranquilizarlos y dormirlos más aprisa que cualquiera de nosotras. ¿Hipnotismo quizá?

Así seguimos durante varias horas: nuevas voluntarias iban llegando y las agotadas se retiraban. Cuando me relevaron me tomé a toda prisa un tentempié y luego me tendí en la litera por una hora antes de volver al servicio.

Estaba de nuevo en el mostrador de los pañales cuando el capitán Encanto habló por el altavoz:

–Atención, por favor: dentro de pocos minutos se cortará la potencia y la nave quedará sin gravedad mientras se hace una reparación en el casco exterior. Que todos los pasajeros se sujeten con correas. Los miembros de la tripulación deben tomar precauciones para la pérdida de gravedad.

Acabé rápidamente de cambiar al bebé que tenía entre manos, no se puede soltar a un niño así como así. Mientras tanto, los que estaban acunando a los nenes los devolvieron a sus cestitos y todo el equipo de voluntarias corrió a sus literas para atarse. La rotación de la nave cesó. Un giro cada doce segundos es algo que sencillamente no se advierte en el centro de la nave, pero sí se advierte cuando cesa. La azafata que estaba conmigo en el mostrador dijo:

–Poddy, sube y átate. De prisa.

–No seas boba, Bergitta –respondí –. Hay trabajo que hacer, –Y metí al bebé que acababa de cambiar en su cesto y corrí la cremallera.

–Eres una pasajera. ¡Esto es una orden, por favor!

–¿Quién va a cuidar de todos estos bebés? ¿Tú sola? ¿Y qué me dices de los cuatro que están en la enfermería de las mujeres.

Bergitta me miró aterrada y corrió a recogerlos. Las demás azafatas estaban muy ocupadas comprobando las correas y nadie volvió a lanzarme de nuevo el «esto es una orden». Bergitta sujetó a toda prisa el mostrador de los pañales al muro, así como los cestos de los niños. Yo los iba revisando a toda prisa y comprobé que casi todos estaban con la cremallera sin correr, situación lógica mientras andábamos sacándolos y metiéndolos, pero no ahora, puesto que la cremallera es para el niño como las correas para el adulto: le retiene cómoda y firmemente dejando sólo la cabeza fuera.

Aún no había terminado de cerrarlas todas cuando sonó la sirena y el capitán cortó la potencia.

¡Caray! ¡Menudo escándalo! La sirena despertó a los bebés que ya dormían y asustó a los que estaban despiertos. Todos aquellos gusanitos se pusieron a gritar a pleno pulmón.

Un bebé, cuya cremallera aún estaba por correr, se salió del cestito y quedó flotando en medio de la sala. Conseguí agarrarle por una pierna pero, con la pérdida de gravedad, el bebé y yo empezamos a ir de un lado a otro chocando suavemente contra los muros. La caída libre resulta muy desagradable cuando uno no está acostumbrado y yo admito que no lo estoy. O no lo estaba.

La azafata consiguió agarrarnos a los dos, metió al chiquitín en su bolsa y corrió la cremallera mientras yo me agarraba a una manilla. En aquel momento dos más se salieron de sus cestos.

Esta vez lo hice un poco mejor. Alargué el brazo libre sin soltarme y retuve a uno mientras Bergitta se cuidaba del otro. Ella puede manejarse perfectamente en gravedad cero, con movimientos graciosos y nada bruscos, como una bailarina en una película de cámara lenta. Mentalmente tomé nota de que debía adquirir ese arte.

Pensé que había terminado la emergencia, pero me equivocaba. A los bebés no les gusta la pérdida de la gravedad; les asusta. También les altera notablemente el control de los esfínteres. Claro que esto último podíamos ignorarlo de momento, pero los pañales no llegan a todo y por desgracia unos seis o siete niños acababan de comer.

Ahora comprendo por qué todas las azafatas han de tener el título de enfermeras. En los cinco minutos siguientes evitamos que se ahogaran cinco niños. Es decir, Bergitta le limpió la garganta al primero que estaba vomitando y tragándose el vómito de nuevo con peligro de ahogarse y yo, después de ver cómo lo hacía, me dediqué a otro que estaba en apuros mientras ella cogía al tercero, etcétera.

Luego nos lanzamos con entusiasmo a limpiar el ambiente con pañales limpios porque... Miren, amigas, si alguna de ustedes lo pasó mal porque su hermanito le vomitó encima de su traje de fiesta, traten de pensar lo que puede ser esa pérdida repentina de gravedad cuando aquello no se detiene en ningún sitio en particular, sino que flota como humo hasta que o tú te apoderas de ello. o ello se apodera de ti.

Y de seis niños. Y en una habitación pequeña.

Para cuando habíamos limpiado todo aquel follón, o al menos la mayor parte, estábamos empapadas en leche agria desde la raya del pelo hasta los tobillos. En eso el capitán nos avisó de que nos preparáramos para la aceleración que, para alivio nuestro, vino casi en seguida. Apareció la jefe y se horrorizó al descubrir que no me había sujetado con correas. Le respondí con gran altivez que se fuera al diablo si bien utilizando otras palabras más corteses y adecuadas a mi edad y sexo y le pregunte qué habría pensado el capitán Encanto si un bebé moría ahogado por su propio vómito sólo porque yo, obedeciendo las órdenes, me había atado. Bergitta me apoyó y le dijo que yo había limpiado la garganta al menos a dos niños o quizá más... había estado demasiado ocupada para contarlos.

La señora Peal, la azafata jefe, cambió de tono a toda prisa, se disculpó, me dio las gracias, suspiró, se secó la frente y tembló. Bien se veía que estaba medio muerta de fatiga. Sin embargo. comprobó personalmente el estado de todos los niños y se marchó corriendo. Pronto nos relevaron y Bergitta y yo entramos al lavabo de señoras y tratamos de limpiarnos un poco. No sirvió de mucho, ya que no teníamos ropa limpia para cambiarnos.

Cuando escuché el «pasó el peligro», me pareció como si se abrieran las puertas del cielo. El baño caliente que tomé era como estar en él, con todos los ángeles cantando. La cubierta A ya había sido examinada a fin de comprobar el nivel de radiación y declarada totalmente segura mientras se hacía la reparación en el exterior de la nave. Según me dijeron, ésta había sido pura rutina. Algunas antenas y receptores del casco exterior no pueden resistir una tormenta radiactiva y, al terminar ésta, un equipo de reparación debe acudir a sustituirlos. Esto es normal e inevitable, como reemplazar las bombillas fundidas en casa. Pero los que lo hacen reciben la misma paga extra que los que van recogiendo a los pasajeros rezagados. Porque el viejo Sol podría dejarlos allí mismo sólo con que se le ocurriera hacerlo.

Me sumergí en el agua caliente y limpia y pensé lo horribles que habían sido aquellas dieciocho horas. Aunque, pensándolo bien, no lo habían sido tanto; después de todo es mucho mejor pasarlo mal que morirse de aburrimiento.

* * *




9


Ahora tengo veintisiete años.

Años de Venus, naturalmente; pero suena mucho mejor. Todo es relativo.

No quiero decir con esto que me gustara quedarme en Venus; no lo haría aunque me garantizaran la edad ideal por mil años. Venusberg es como un ataque de nervios bien organizado y toda la región que rodea la ciudad es aún peor. Lo poco que he visto me ha quitado las ganas de conocer mucho más. El porqué bautizaron a la diosa del amor y de la belleza con el nombre de este lugar horrible envuelto en perpetua niebla, es algo que nunca comprenderé. Este planeta parece haber sido hecho con toda la basura que quedó cuando estuvo concluido el resto del Sistema Solar.

Por mí no saldría ni una sola vez de Venusberg a no ser porque quiero ver hadas en pleno vuelo. La única que he visto hasta ahora está disecada, en el vestíbulo del hotel en el que nos hospedamos.

En realidad me limito a esperar que venza el plazo de espera para partir hacia la Tierra, porque Venus es un gran desengaño. No hago más que cruzar los dedos para que la Tierra no me suponga la misma desilusión. Pero no, no creo que lo sea; existe algo deliciosamente primitivo en la misma idea de un planeta en el que se puede salir de casa sin ninguna preparación especial. ¡Vaya, si tío Tom me ha dicho que incluso hay lugares junto al Mediterráneo (que es un océano de La Belle France) donde los nativos se bañan sin ropas de ninguna clase y no digamos trajes o máscaras aislantes!

Pero no me gustaría. No es que me importe exhibir el cuerpo, como a todos los de Marte me complace una buena sudada en la sauna. Pero me aterraría bañarme en un océano. Estoy decidida a no remojarme en absoluto en nada mayor que una bañera. En una ocasión, a principios de primavera, vi cómo sacaban a un hombre del Gran Canal: tuvieron que deshelarle antes de poder incinerarle; y aunque digan que en todas las costas del Mediterráneo, en primavera, el ambiente suele estar a la misma temperatura de la sangre y el agua no mucho más fría, Podkayne Fries no va a correr riesgos estúpidos.

Ahora bien, me siento terriblemente ansiosa por ver la Tierra, tan fantásticamente improbable. La verdad es que mis ideas más claras sobre este planeta tienen su origen en las historias de Oz y, si uno se pone a pensarlo, no creo que ésa sea una fuente de información muy digna de crédito. Quiero decir que la conversación de Dorothy con el Mago es instructiva, sí, pero ¿sobre qué? Cuando yo era una niña creía al pie de la letra todas las historias de Oz, pero ahora ya no soy una niña y no puedo creer que un torbellino sea un buen medio de transporte, ni que uno vaya a encontrarse con el Hombre de Hojalata en un camino de ladrillo amarillo.

En el Tic–Toc sí que creo, porque nosotros tenemos Tic–Tocs en Marsópolis para los trabajos más simples y tediosos. No exactamente como el Tic–Toc de Oz, naturalmente, y tampoco nadie le llama Tic–Toc, aparte de los niños; pero algo muy parecido, lo suficiente para demostrar que las historias de Oz se basan en hechos, aunque no precisamente históricos.

Y también creo en el Tigre Hambriento, y de modo totalmente realista, porque había uno en el museo municipal cuando yo era una niña, regalo del club Kiwania de Calcuta a los kiwanianós de Marsópolis. Siempre me pareció que me miraba como si yo fuera su aperitivo. Murió cuando yo tenía unos cinco años y no supe si entristecerme o alegrarme. Era hermoso... y parecía tan hambriento...

Pero aún nos faltan muchas semanas para llegar a la Tierra y, mientras tanto, Venus tiene algunos puntos de interés para una recién llegada como yo.

Desde luego les recomiendo que hagan todos sus viajes acompañados por mi tío Tom. Al llegar aquí no tuvimos que aguardar tontamente en la Sala de la Hospitalidad. Nada más llegar se nos concedió «cortesía del puerto», con gran dolor de la señora Royer. «Cortesía del puerto» significa que nadie registra el equipaje ni se molesta en repasar toda la documentación: pasaporte, informe de salubridad, permiso de seguridad, prueba de solvencia, certificado de nacimiento y otros diecinueve formularios. En lugar de entretenemos con estos trámites absurdos, nos condujeron desde la estación de satélites al aeropuerto espacial en la nave privada del presidente de la Corporación. ¡Allí fuimos recibidos por el presidente en persona, nos acomodaron en su Rolls, y así entramos como miembros de la realeza en el Hilton Tannhauser!

El presidente nos invitó a que nos instaláramos en su residencia oficial –su «quinta», que es la palabra que utilizan en Venus cuando quieren decir un palacio ––, pero creo que en realidad no esperaba que aceptáramos. Tío Tom se limitó a arquear burlonamente las cejas y dijo:

–Señor presidente, no creo que le gustara que alguien pudiera acusarle de haberme sobornado, aunque usted lo hiciera.

El presidente no pareció ofenderse en lo más mínimo. Se echó a reír hasta que su vientre empezó a agitarse como el de san Nicolás, al que, por cierto, se parece mucho con su barba y sus mejillas sonrosadas. Sus ojos, sin embargo, brillan siempre con frialdad, incluso cuando ríe.

–Senador –replico, creí que usted me conocía mejor. Mis intentos de sobornarle serían mucho más sutiles. Quizás a través de esta jovencita. Señorita Podkayne, ¿le gustan las joyas?

Le dije sinceramente que no mucho, porque siempre las pierdo. Parpadeó y se volvió a Clark.

–¿Y tú, hijo?

–Yo prefiero dinero en efectivo –respondió Clark.

El presidente parpadeó de nuevo y no dijo nada.

El chófer, a quien no se comunicó ninguna instrucción, nos condujo directamente a nuestro hotel. Ésta es la razón que me hace suponer que el presidente nunca esperó que aceptáramos su hospitalidad.

Sin embargo ahora empiezo a comprender que para tío Tom éste no es del todo un viaje de placer. También empiezo a captar emocionalmente un hecho que sólo conocí intelectualmente en el pasado: tío Tom no es tan sólo el mejor jugador de pinacle de Marsópolis, sino que a veces toma parte en otros juegos en los que se apuesta mucho más fuerte. Debo confesar que lo que se trae entre manos está fuera de mi alcance, a no ser el hecho, que todo el mundo conoce, de que la conferencia de los Tres Planetas va a celebrarse muy pronto.

Pregunta: ¿Resulta concebible que tío Tom esté de algún modo involucrado en este asunto, como consejero tal vez? Espero que no, ya que eso podría demorarle semanas y semanas en Luna y no deseo en absoluto perder el tiempo en una pesada bola de escoria mientras las maravillas de la Tierra me aguardan... y tal vez tío Tom se pusiera pesado y no me dejara bajar a la Tierra sin él.

Confieso que hubiera deseado que Clark no contestara al presidente con tanta sinceridad.

Sin embargo, Clark no vendería a su propio tío por simple dinero. Claro que Clark no considera el dinero como algo «simple». Hay que pensar en eso...

Pero me sirve de consuelo saber que quien alargara la mano para sobornar a Clark descubriría que éste no sólo se quedaba con el soborno, sino con la mano también.


Tal vez nuestra suite en el Tannhauser sea también un soborno. ¿La pagamos o no? Casi me da miedo preguntárselo a tío Tom. Lo único que sé de cierto es que los criados que nos atienden en el hotel no aceptan propinas. Ni nadie. He estudiado cuidadosamente el tema de las propinas, tanto en el caso de Venus como en el de la Tierra, a fin de saber qué hacer exactamente cuando llegara el momento, y tengo entendido que todo el mundo en Venus acepta siempre propinas, incluso los que acomodan a la gente en la iglesia y los empleados de banco. Pero no los criados que nos han asignado. Tengo a mi servicio dos pequeñas muñequitas de color ámbar, gemelas idénticas, que me acompañan a todas partes y que incluso me bañarían si se lo permitiera. Hablan portugués, pero no Orto, y en la actualidad mi portugués se limita a «oli–gato», que significa «gracias». Me cuesta bastante trabajo explicarles que puedo vestirme y desnudarme sola y que tampoco estoy demasiado segura de cómo se llaman, ya que las dos atienden por «María».

Al menos no creo que hablen Orto. También debo reflexionar sobre eso.

Venus es oficialmente bilingüe, Orto y portugués, pero apostaría algo a que oí por lo menos veinte idiomas durante la primera hora de nuestra estancia aquí. El alemán suena como un hombre al que están estrangulando, el francés como una pelea de gatos, mientras que el español parece melaza cayendo suavemente de un jarro. El cantonés... bueno, imaginen a alguien cantando algo de Bach cuando no le gusta la música de Bach.

Afortunadamente casi todo el mundo entiende también Orto. Menos María y María. Si es que eso es cierto.

Podría prescindir del lujo de tener doncellas personales, pero debo admitir que esta suite del hotel es toda una orgía para una chica sencilla de Marte, es decir para mí, especialmente considerando que me paso tantas horas en ella y en ella seguiré durante algún tiempo. El médico de la nave, el doctor Torland, me dio muchas inyecciones especiales para Venus cuando veníamos hacia aquí –tema desagradable que preferí no mencionar –, pero aún necesito muchas más antes de que mi salud no corra peligro si salgo de la ciudad o incluso si circulo por ésta. En cuanto llegamos a nuestra suite apareció un médico y empezó a clavarme agujas como si estuviera jugando al ajedrez –jaque mate en cinco movimientos –, y tres horas más tarde tenía docenas de ronchas a las que hay que cuidar de modo bastante repelente.

Clark desapareció nada más llegar y no recibió sus vacunas hasta la mañana siguiente; no dudo que podría morirse de picor púrpura o de lo que sea, a no ser porque su karma lo reserva indudablemente para la horca. Tío Tom se negó a que le hicieran los tests. Ya pasó por toda esta rutina hace más de veinte años y, de todas formas, afirma que eso de la carne mortal no es más que producto de la imaginación.

Así que ahora, durante unos cuantos días, no tengo otro remedio que limitarme a vivir lujosamente en el Tannhauser. Si salgo he de llevar guantes y máscara, incluso por la ciudad. Pero todo un muro del salón de la suite se convierte en una pantalla estereofónica sólo con dar una orden verbal, y puedo ver en directo o en diferido cualquier teatro o club en Venusberg. Algunos de los espectáculos han ampliado mi sofisticación de modo increíble, en especial cuando tío Tom no está por aquí. Empiezo a comprender que la cultura de Marte es esencialmente puritana. Naturalmente Venus no tiene leyes en realidad, sólo las reglas de la Corporación, y por lo visto ninguna de ellas se preocupa por la conducta personal. A mí se me había educado de tal modo que creía que la República de Marte era una sociedad libre... y supongo que lo es. Sin embargo, hay libertades y libertades.

La Corporación de Venus es propietaria de todo lo que vale la pena poseer y controla todo lo que reporta beneficios, de tal manera que, de saberlo, los ciudadanos de Marte sufrirían un síncope. Pero supongo que los venusianos también sufrirían un sincope al ver lo rígidos que somos nosotros. Al menos esta chica de Marte que tienen aquí se sonrojó por primera vez en no sé cuánto tiempo y apagó un espectáculo que le resultaba realmente increíble.

Pero esa enorme pantalla está muy lejos de ser el único rasgo sorprendente de la suite. Ésta es tan grande que habría que llevarse agua y comida para explorarla por completo y el salón es tan inmenso que no me extrañaría que incluso se organizara en él una tormenta. Mi baño privado es casi una suite en sí, con tantos aparatos que habría que tener un titulo superior de ingeniería antes de arriesgarse a lavarse las manos. Pero ya he aprendido a utilizarlos todos. ¡Y me encantan! Jamás hubiera podido imaginar que he carecido toda la vida de las «comodidades más elementales».

Hasta ahora mi mayor ambición a ese respecto consistía en no tener que compartir un lavabo con Clark, porque jamás me he sentido segura de ponerme mi colonia –regalo de Navidad –sin comprobarla antes, por si la había cambiado por ácido nítrico o algo incluso peor. Clark cree que un cuarto de baño es un laboratorio de química; no le interesa demasiado mantenerse limpio.

Pero lo más notable de nuestra suite es el piano. No, no, queridos amigos, no quiero decir un teclado incrustado en un sistema de sonido; quiero decir un piano auténtico. De tres patas. De Enorme. Con esa forma extraña, graciosamente curvada, que no encaja con nada más que no puede colocarse en un rincón. La tapa se levanta y uno puede ver que realmente tiene en su interior y una maquinaria muy compleja para funcionar.

En todo Marte, creo, sólo hay cuatro pianos auténticos: el del museo, en el que nadie toca y que probablemente no funciona; el de la Academia Lowell, que ya no tiene un arpa en su interior, sólo conexiones metálicas que lo convierten en un piano tan vulgar como todos; el de la Casa Rosa (¡como si un presidente tuviera tiempo alguna vez para tocar el piano!); y el del Salón de Bellas Artes, en el que sí tocan los artistas que vienen de visita, aunque yo nunca lo he oído. No creo que haya otro o lo habrían anunciado a bombo y platillo en las noticias, ¿no creen?

Éste fue fabricado por un hombre llamado Steinway, y sin duda le costó toda una vida. Toqué en él Palillos chinos –la mejor pieza de mi limitado repertorio hasta que el tío me pidió que lo dejara. Entonces lo cerré, porque había visto que Clark se estaba interesando por la maquinaria interior. Tuve el buen cuidado de advertirle, con dulzura pero con toda firmeza, que si lo tocaba con un solo dedo yo le rompería todos los demás mientras durmiera. Aparentó no escucharme, pero sabe muy bien que hablo en serio. Ese piano es sagrado para las musas y no va á ser destrozado por nuestro joven Arquímedes.

No me importa lo que digan los ingenieros en electrónica; hay una enorme diferencia entre un «piano» y un piano auténtico. No me importa que sus estúpidos osciloscopios demuestren que el sonido es idéntico. Es la misma diferencia que hay entre llevar ropas de abrigo y sentarte en el regazo de papá, enroscarte y sentirte realmente calentita.

Claro que no he estado presa todo el tiempo. He ido al casino con Girdie y con Dexter Cunha, que es el hijo del presidente de la Corporación Kurt Cunha. Girdie nos abandona aquí, pues va a quedarse en Venus, y eso hace que me sienta triste.

Estábamos sentadas a solas en nuestro salón palaciego. Girdie se aloja en este mismo hotel, en una habitación no muy distinta ni mucho mayor que su camarote en el «Tricornio», y supongo que soy lo bastante mezquina por haber deseado que viera el lujo que estábamos disfrutando. Di como excusa que la necesitaba para que me ayudara a vestir. Porque ahora llevo, ¡qué horror!, soportes. Soportes en arco en los zapatos y cosas que me aprietan por aquí y por allá con la intención de evitar que me extienda como una ameba (y no diré cómo los llama Clark porque mi hermano es un grosero, un bárbaro sin refinamiento).

Aborrezco estos soportes. Pero al 84 por 100 de una ciudad estándar los necesito a pesar de todo el ejercicio que hice en la nave. Sólo esto ya es razón suficiente para no vivir en Venus ni en la Tierra, aunque fueran tan encantadoras como Marte.

Girdie me ayudó a ponerme los soportes –en primer lugar fue ella quien me los compró –, pero también me obligó a cambiarme todo el maquillaje, que yo había copiado cuidadosamente del último ejemplar de «Afrodita». Me miró y dijo:

–Ve a lavarte la cara, Poddy. Entonces empezaremos de nuevo.

Fruncí el ceño y repliqué:

–No quiero.

Lo primero que había advertido era que todas las mujeres de Venus llevaban tanta pintura como el piel roja que le dispara al bueno en las películas del oeste que vemos en la tele. (Incluso María y María llevan para trabajar el triple de maquillaje que usa mi madre para una recepción oficial... y mi madre no lleva nada cuando está trabajando.)

–Poddy, Poddy, sé buena chica.

–Soy buena chica. Lo más correcto es copiar las costumbres de la localidad. Eso lo aprendí cuando no era más que una niña. Y ¡mírate tú en el espejo!

Girdie llevaba un maquillaje facial por todo lo alto, como cualquier modelo de la revista.

–Ya me he visto. Pero yo te doblo la edad... y un poco más, y nadie espera de mí que me muestre joven, dulce e inocente. Sé siempre como eres, Poddy. No trates de simular nunca. Fíjate en la señora Grew. Es una mujer vieja y gruesa y que se viste para ir cómoda. No es una chismosa y resulta muy agradable tenerla cerca.

–¿Es que quieres que parezca una turista?

–Quiero que parezcas tú misma, Poddy. Vamos, querida, llegaremos a un buen término medio. Te concedo que incluso las chicas de tu edad llevan aquí más maquillaje que las mujeres maduras de Marte. Vamos a ceder las dos un poquito. En vez de pintarte como una ramera de Venusberg, haremos que parezcas una jovencita de buena familia y educación, que ha viajado mucho y está habituada a toda suerte de costumbres y estilos, tan segura de sí misma que sabe lo que mejor le conviene sin dejarse influir por las extravagancias de la localidad.

Debo admitir que Girdie es una artista. Empezó como con un lienzo en blanco y me trabajó durante más de una hora; cuando terminó, nadie habría podido adivinar que iba maquillada.

Pero he aquí lo que se veía: yo parecía por lo menos doce años mayor –años auténticos, años marcianos, o sea unos seis años de Venus –, mi rostro era más delgado, la nariz algo respingona, y toda yo tenía un aire ligeramente mundano, de un modo dulce y tolerante. Mis ojos eran enormes.

–¿Satisfecha? –preguntó.

–¡Soy hermosa!

–Sí, lo eres. Porque sigues siendo Poddy. Lo único que yo he hecho ha sido pintar la Poddy que serás algún día. Y dentro de poco, además.

Mis ojos se llenaron de lágrimas que ella tuvo que enjugar a toda prisa y reparar el daño.

–Ahora –dijo alegremente – todo lo que necesitamos es un club. Y tu máscara.

–¿Para qué el club? Y, por supuesto, no voy a ponerme una máscara encima de todo esto.

–El club es para que puedas darte la satisfacción de rechazar a los ricos accionistas que se arrojarán a tus pies. Y te pondrás la máscara o no iremos.

Quedamos en un término medio. Me pondría la máscara hasta que llegáramos allí, y Girdie repararía todos los desperfectos que hubiera sufrido mi rostro. Aparte, se comprometía a darme todas las clases necesarias hasta que fuera capaz de maquillarme de un modo tan encantador.

En los casinos no hay peligro, al menos eso se supone. No sólo se filtra y acondiciona el aire sino que se regenera constantemente, librándole de todo resto de polen, virus, suspensión coloidal o lo que sea. Han de hacerlo, porque a muchos turistas no les gusta verse obligados a cargar con toda esa larga lista de inmunizadores realmente imprescindible para vivir en Venus, y la Corporación no desea que los turistas se vayan sin haberlos exprimido bien. Por ello en los hoteles y casinos se disfruta de plena seguridad y, además, los turistas pueden adquirir de la Corporación una póliza de seguro de enfermedad por un precio muy moderado; luego descubren que en cualquier momento pueden canjear de nuevo esa póliza por dinero para jugar. Tengo entendido que la Corporación no se ha visto obligada a pagar ni una de esas pólizas.

Venusberg ataca la vista y el oído aunque circules por ella en el interior de un taxi. Yo creo firmemente en la empresa libre, como cualquier ciudadano de Marte. Para nosotros es artículo de fe y la razón principal de que no quisiéramos aliarnos con la Tierra (venciendo en la votación por quinientos a uno). Pero la empresa libre no es razón suficiente para que traten de dejarte sorda y ciega cada vez que sales de casa. Las tiendas no se cierran nunca –yo creo que no hay nada que se cierre en Venusberg – y los anuncios a todo color y sonido estereofónico se te meten en el taxi, se te sientan encima, te ensordecen... No me pregunten cómo llega a producirse este efecto horrible. El ingeniero que lo inventó debió de largarse luego volando en su propia escoba.

Una especie de diablo rojo de un metro de altura apareció, sin que yo viera el menor indicio de un televisor, entre nosotras y la partición que nos separaba del conductor y empezó a amenazarnos con el tenedor: «¡Acostúmbrese a beber Hi–llo!», gritaba. «¡Todo el mundo bebe Hi–Ho! Es suave, crea hábito y es ¡delicioso! ¡Anímese con Hi–llo!»

Me eché atrás contra los almohadones.

Girdie habló por teléfono con el chófer:

–Por favor, apague eso.

Lo bajó hasta reducirlo a un fantasma de color rosa y sus gritos a un susurro, mientras contestaba:

–No puedo, señora. Son los que tienen la concesión. –Y el diablo y el escándalo retornaron en toda su potencia.

También aprendí algo sobre las propinas. Girdie sacó dinero del bolso; enseñó un billete. Como nada sucediera, añadió otro. Imagen y sonido se redujeron de nuevo. Pasó los billetes al chófer por una ranura y ya no sufrimos más molestias. Bueno, claro, el fantasma transparente del diablo rojo seguía viéndose, y oyéndose el susurro de su voz, hasta que los reemplazó otro anuncio también de imagen y sonido muy débiles... pero podíamos hablar. Los anuncios gigantescos de las calles por las que circulábamos aún eran más escandalosos y mareantes. Me resultaba difícil comprender que el chófer pudiera ver, oír o conducir, sobre todo porque el tráfico era extraordinariamente denso y rápido (como para darte un infarto) y el hombre seguía cortándolo y metiéndose por una y otra calle, subiendo y bajando como si estuviéramos tratando de ganarle a la muerte su camino hacia el hospital.

Para cuando nos detuvimos en seco sobre el tejado del Casino Don Pedro me figuro que la muerte no iba ni un paso atrás.

Mas tarde supe por qué conducen así. El chófer es empleado de la corporación, como casi todo el mundo, pero es un «empleado de empresa», es decir que no trabaja por un sueldo fijo. Para cumplir con su cupo ha de hacer cada día una determinada cantidad de viajes cuyo valor se lo lleva la Corporación. Cuando ha cumplido ese determinado número de kilómetros que tiene fijado, se parte con la Corporación los ingresos de los demás viajes de1 resto del día. Así que conduce como un loco para cumplir el cupo lo antes posible y empezar a ganar dinero para si mismo... y luego sigue conduciendo a toda prisa porque quiere aumentar sus ganancias mientras el negocio marcha.

Tío Tom dice que la mayor parte de las gentes de la Tierra trabajan según un acuerdo muy semejante a éste, sólo que allí se hace por años y le llaman impuestos.


En Xanadú, Kubilay Kan

creó una casa fastuosa para el placer...


–Así es el Casino Don Pedro. Lujoso. Hermoso. Exótico. En el arco sobre la entrada se lee en un anuncio: «Todas las diversiones del universo conocido» y, por lo que he oído, puede que sea verdad. Sin embargo, lo único que Girdie y yo visitamos fueron las salas de juego.

¡Nunca había visto tanto dinero en toda mi vida!

Antes de entrar en la sección del juego había otro anuncio:


¡HOLA, AMIGO!

Todos los juegos son honrados.

En todos los juegos tiene un porcentaje la casa.

¡Usted NO PUEDE ganar!

Así que entre y diviértase...

mientras nosotros nos aprovechamos.

Se aceptan cheques. Se admiten todas las

tarjetas de crédito. Desayuno y viaje gratuito

hasta su hotel cuando se quede sin blanca.

su anfitrión

DON PEDRO


–Girdie, ¿existe realmente alguien que se llame don Pedro? –pregunté.

Se encogió de hombros.

–Es un empleado y ése no es su auténtico nombre. Pero tiene el aspecto de un emperador. Ya te lo indicaré. Puedes conocerle si quieres y te besará la mano, si es que te gustan esas cosas. Vamos.

Me dirigió hacia las mesas de ruleta mientras yo trataba de verlo todo a la vez. Era como estar en el interior de un caleidoscopio. Personas maravillosamente vestidas (empleados sobre todo), personas vestidas de modos muy diversos, desde trajes de etiqueta hasta pantalones cortos (turistas sobre todo), luces brillantes, música sincopada, golpeteos, tintineos, chasquidos, hermosos tapices, guardias armados con uniforme de opereta, bandejas de comida y bebida, emoción y dinero por todas partes...

Repentinamente me detuve en seco y Girdie también. Mi hermano Clark estaba sentado ante una mesa inclinada en la que una dama muy hermosa iba entregando cartas. Delante de él se apilaban varios montones de fichas y una cantidad impresionante de billetes.

No debería de haberme sorprendido tanto. Si ustedes creen que a un niño de seis años (o de dieciocho, si contamos como ellos) no van a permitirle jugar en Venusberg, entonces es que no han estado en Venus. Nada importa lo que nosotros hagamos en Marsópolis; aquí sólo hay dos requisitos para jugar: estar vivo y tener dinero. Nadie tiene por qué hablar portugués, ni Orto, ni ningún idioma conocido. Mientras sepa asentir, guiñar, gruñir o alzar una ceja, se aceptan las apuestas. Y la camisa del jugador también.

No, no debería de haberme sorprendido. Clark corre directamente hacia el dinero como el hierro se precipita hacia un imán. Ahora comprendí dónde se había metido la primera noche y dónde había pasado la mayor parte del tiempo desde entonces.

Me acerqué y le toqué en el hombro. Sin que él hiciera el menor gesto, un hombre apareció de pronto a mi lado como el genio de la lámpara y me agarró del brazo. Clark se volvió al fin y dijo:

–Hola, hermanita. Está bien, Joe, es mi hermana.

–¿Qué está bien? –preguntó el hombre con aire suspicaz y sin soltarme.

–Claro, claro. Es inocente. Poddy, éste es Josie Mendoza, guardia de la compañía que he alquilado para esta noche. ¡Hola, Girdie! –La voz de Clark se tomó de pronto entusiasta. Pero aún tuvo serenidad para añadir –: Joe, ocupa mi asiento y vigila el dinero. Girdie, ¡esto es magnífico! ¿Vas a jugar al bacará? puedes ocupar mi sitio.

(Debía de ser el amor, queridos amigos. O bien estaba muy enfermo.)

Ella le explicó que se proponía jugar a la ruleta.

–¿Quieres que venga a ayudarte? –preguntó Clark ansiosamente –. También soy bastante bueno en eso.

Girdie le dijo amablemente que no necesitaba ayuda porque tenía un sistema y le prometió verle más tarde esa misma noche. Girdie es absurdamente paciente con Clark. Yo ya le habría... Pero, pensándolo bien, también es absurdamente paciente conmigo.

Si Girdie tiene un sistema para la ruleta, esa noche le falló. Encontramos dos sillas juntas y ella intentó darme unas cuantas fichas. Yo no quería jugar y se lo dije; entonces me explicó que debería quedarme de pie si no jugaba. Considerando lo que supone para mis pobres pies el 84 por 100 de la unidad estándar de masa, compré unas cuantas fichas e hice exactamente lo que hacía ella, que era colocar apuestas mínimas en los colores, o en pares o nones. De este modo ni se gana ni se pierde, excepto de vez en cuando, en el instante en que la pequeña bolita aterriza en cero y se pierde sin remisión (es el «porcentaje de la casa» que advertía el letrero de la entrada).

El crupier veía perfectamente lo que hacíamos, pero en realidad estábamos jugando y cumpliendo las reglas de la casa, así que no puso objeciones. Casi inmediatamente descubrí que las bandejas de comida y bebida que se pasaban entre los clientes eran absolutamente gratis... para cualquiera que estuviera jugando. Girdie tomó un vaso de vino. Yo no toco jamás las bebidas alcohólicas, ni siquiera en los cumpleaños, y desde luego no iba a probar el «Hi–Ho» después de aquel anuncio tan odioso. Comí un par de emparedados y pedí, y me sirvieron aunque tuvieron que ir a buscarlo, un vaso de leche. Para dar la propina me fijé mucho y copié la que diera Girdie.

Llevábamos allí más de una hora y tal vez habría ganado tres o cuatro fichas, cuando me incorporé por casualidad en mi asiento y volqué el vaso que un hombre que estaba en pie a mis espaldas tenía en la mano. Bueno, se lo derramé casi todo por encima de él y parte sobre mi.

–¡Oh, señor! –dije saltando del asiento y tratando de secar las manchas con mi pañuelo. ¡Cuantísimo lo siento!

Se inclinó.

–No tiene la menor importancia. No es más que soda. Pero me temo que mi torpeza habrá estropeado el traje de la señora.

Hablando casi sin mover los labios Girdie me susurró: «¡Cuidado, nena!», pero yo contesté:

–¿Este vestido? ¡Oh! Si no era más que agua, no habrá una arruga ni una mancha dentro de diez minutos. Son ropas de viaje.

–¿Es usted una turista que visita nuestra ciudad? Permítanme que me presente oficialmente y no solo empapándola hasta los huesos.

Sacó una tarjeta. Girdie ponía mala cara, pero a mí me gustaba su aspecto. Hubiera dicho en realidad que no era mucho mayor que yo (le calculé doce años de Marte, o sea treinta y seis de aquí, y resultó que sólo tenía treinta y dos). Iba vestido con el traje de etiqueta de Venus, tan elegante, con la capa, el bastón y la gorguera, y unos bigotes encerados de lo más encantador.

La tarjeta decía: DEXTER KURT CUNHA, S. T. K. La leí, volví a leerla y dije:

–Dexter Kurt Cunha... ¿Es usted pariente de...?

–Es mi padre.

–¡Vaya, si yo conozco a su padre! –y extendí la mano.

¿Alguna vez les han besado la mano? Un escalofrío emocionante sube por el brazo, por el hombro, y baja por el otro brazo. Es algo que nadie hace jamás en Marte, una omisión terrible en nuestro planeta que me propongo corregir, aunque tenga que sobornar a Clark para que instituya la costumbre.

En cuanto nos hubimos presentado Dexter me animó a que le acompañara a cenar y a bailar en la terraza. Pero Girdie se mostró firme:

–Señor Cunha –dijo –, su tarjeta de visita es preciosa. Pero soy responsable de Podkayne ante su tío y preferiría ver su tarjeta de identidad.

Por una milésima de segundo pareció enojado. Luego le sonrío cálidamente:

Puedo hacer algo mejor –dijo, y extendió la mano. El caballero más anciano e impresionante que he visto en la vida acudió a toda prisa hacia nosotros. Por las medallas que en el pecho yo diría que había ganado todas las competiciones desde que iba a la escuela primaria. Su aspecto era regio, y su traje increíble.

–¿Si, señor accionista?

–Don Pedro, ¿quiere identificarme ante estas señoras?

–Con mucho gusto, señor.

De modo que Dexter era realmente Dexter, y volvió a besarme. Don Pedro lo hizo también con un gran floreo, pero no causó el mismo efecto ni mucho menos... No creo que ponga el corazón en ello, como Dexter.

Girdie insistió en que nos detuviéramos a recoger a Clark, y este sufrió un horrible ataque de esquizofrenia espontánea, ya aún estaba ganando. Pero el amor venció al fin y Girdie salió del brazo de Clark mientras Josie nos seguía con el botín. Debo decir que admiro a mi hermano en cierto modo; tener que gastar dinero para proteger sus ganancias debe haber supuesto un conflicto aún más profundo para su espíritu, si es que lo tiene, que dejar la mesa de juego mientras todavía seguía ganando.

El restaurante se halla en la denominada Sala Brasilia, cuya terraza es todavía más espléndida que el casino; su techo es como una noche estrellada incluso con la Vía Láctea y la Cruz del Sur como nadie en la historia las ha visto jamás desde ningún punto de Venus. Los turistas aguardaban su turno para entrar ante una cinta de terciopelo. Nosotros no; todo se limitó a un: «Por aquí, si me hace el favor señor accionista», y nos llevaron hasta una mesa elevada justo al lado de la pista de baile y frente a la orquesta, con una vista perfecta del espectáculo.

Bailamos y tomamos muchas cosas de las que yo nunca había oído hablar. Dejé que me sirvieran una copa de champagne pero no intenté beberla porque las burbujas se me subían por la nariz... Estaba deseando tomar un vaso de leche, o al menos agua, porque gran parte de la comida estaba muy cargada de especias, pero no lo pedí.

Sin embargo, Dexter se inclinó hacia mí y dijo:

–Poddy, mis espías me dicen que te gusta la leche.

–¡Sí!

–Y a mi también. Pero soy demasiado tímido para pedirla a menos que tenga a alguien como excusa.

Alzó un dedo e instantáneamente aparecieron dos vasos de leche.

Pero observé que él apenas tocaba el suyo.

Sin embargo, hasta más tarde no comprendí que me había dejado engañar. Una cantante que tomaba parte en el espectáculo, una muchacha morena, alta y hermosa, vestida como una gitana (si es que los gitanos se vistieron alguna vez de ese modo, cosa que dudo, aunque a ella la anunciaban como «La Rosa de Rumania») fue pasando junto a las mesas que bordeaban la pista de baile entonando una canción popular en la que intercalaba algunas estrofas oportunas.

Se detuvo ante nosotros; sonriendo, me miró a los ojos, tocó un par de acordes y cantó:


Poddy Fries vino a la ciudad

la bonita y simpática Poddy,

con zapatitos plateados y un traje azul cielo,

la encantadora y querida Podkayne.

Ella ha cruzado el espacio estrellado.

¡Brindemos de nuevo!

Dexter tiene suerte y nosotros también.

¡Brindemos por Poddy!


Todo el mundo prorrumpió en aplausos, Clark se puso a palmear en la mesa y La Rosa de Rumania me hizo una reverencia. Yo me cubrí el rostro con las manos y empecé a llorar, hasta que recordé que no debía hacerlo o se me correría el maquillaje y me sequé los ojos con la servilleta confiando en no haberlo estropeado mucho. De pronto aparecieron en la sala cubos de plata con botellas de champagne y todo el mundo brindó por mí, poniéndome en pie cuando Dexter se levantó entre un silencio repentino iniciado por un redoble de tambores y un crescendo final de la orquesta.

Yo me había quedado sin habla, y lo único que podía hacer era seguir sentada, y tratar de sonreír cuando él me miraba.

Dexter apuró su copa y la estrelló contra el suelo, lo mismo que en los cuentos; todos le imitaron y durante unos momentos sólo se oyó e estallido de los cristales en toda la sala y yo me sentí como Ozma en el instante en que deja de ser Tip para volver a ser Ozma. ¡Y tuve que esforzarme por recordar mi maquillaje!

Más tarde, cuando ya me sentí de nuevo con el estómago en su sitio y pude levantarme sin temblar, bailé con Dexter otra vez. Es un bailarín maravilloso y te lleva con toda firmeza sin convertir la danza en una lucha libre. Durante un vals lento le dije.

–Dexter, tiraste el vaso de soda a propósito, ¿no es así?

–Sí, ¿cómo lo sabes?

–Eso no importa. Pero estoy cada vez más segura de que no fue un accidente.

Se limitó a sonreír y no parecía en absoluto avergonzado.

–Sólo en parte. La verdad es que fui a tu hotel y me llevó casi media hora descubrir con quién habías salido y hacia dónde. Me puse furioso porque sé que papá iba a enojarse muchísimo. Pero te encontré.

Medité en sus palabras y no me gustó lo que implicaban:

–Entonces lo has hecho todo porque tu papá te lo ordenó. Te dijo que estuvieras muy amable conmigo porque soy la sobrina de tío Tom.

–No, Poddy.

–¿Que no? Será mejor que compruebes los circuitos de nuevo. Porque eso es lo que dicen los números.

–No, Poddy. Papá nunca me ordenaría que tratara de entretener a una señora, aparte de una recepción oficial en nuestra quinta, ofrecerle el brazo para llevarla al comedor, ya sabes, todas esas cosas. Se limitó a enseñarme una fotografía tuya y a preguntarme si quería ocuparme de ti. Y yo decidí que sí quería. Pero la fotografía no era demasiado buena, no te hacía justicia.

(Decidí que debía hallar el modo de librarme de María y María. Una muchacha necesita saberse segura de su aislamiento, aunque esta vez no había resultado demasiado mal.)

Pero él seguía hablando.

–Cuando te encontré casi no te reconocí. Estabas mucho más hermosa que en la fotografía. Casi no me atreví a presentarme. Entonces tuve la maravillosa idea de convertirlo en un accidente. Me situé a tus espaldas con el vaso de soda casi rozándote el codo esperando que al volverte lo vertieras. Hube de esperar tanto tiempo que el agua no tenía ya ni burbujas y cuando te moviste fue con tal suavidad que yo mismo hube de verterlo para que pareciera un accidente y poder disculparme del modo adecuado.

Su sonrisa era capaz de desarmar a cualquiera.

–Comprendo –dije –, pero mira, Dexter, probablemente la fotografía era muy buena. Éste no es mi propio rostro.

Le expliqué todo lo que había hecho Girdie. Se encogió de hombros.

–Entonces lávatelo algún día en mi honor para que pueda ver a la auténtica Poddy. Estoy seguro que la reconoceré. Mira, querida, la verdad es que el accidente fue sólo un fraude a medias. Estamos empatados.

–¿Qué quieres decir?

–Me bautizaron Dexter, es decir, «diestro», por el nombre de mi abuelo materno. Cuando descubrieron que yo era zurdo se les presentó un problema: o cambiaban mi nombre por el de Sinister, lo cual no suena demasiado bien, o corregían mi tendencia a hacerlo todo con la izquierda. Sin embargo tampoco esto resultó, e hizo de mí el ser más torpe y desmañado de los tres planetas. –¡Y eso me lo decía mientras nos marcábamos un paso dificilísimo!–. Siempre estoy derramando cosas y tropezando con todo. Se me puede seguir la pista por el ruido de las cosas que rompo. Para mí, el problema no era forzar el accidente, sino evitar que el vaso se volcara hasta el instante preciso. –Sonrió con aquella sonrisa tan descarada –. Estoy muy orgulloso de haberlo conseguido. Ahora bien, el que trataran de hacerme diestro consiguió otra cosa de mí. Me hizo un rebelde... y creo que tú lo eres también.

–Quizá.

–Desde luego yo sí lo soy. Todos esperan de mi que llegue a ser algún día presidente de la Corporación como mi padre y mi abuelo. Pero no lo haré. ¡Voy a ir al espacio!

–¡Oh, yo también!

Dejamos de bailar y empezamos a hablar de los vuelos espaciales. Dexter se propone ser un capitán explorador, exactamente como yo. No llegué a admitir plenamente en su presencia todo lo que incluían mis planes; al tratar con un hombre nunca da buenos resultados el permitirle que sepa que tu crees poder hacer exactamente lo mismo que él, o más aún, e incluso mejor. Pero Dexter se propone ir a Cambridge a estudiar paramagnética y mecánica Davis, a fin de estar preparado cuando se construyan las primeras naves realmente estelares. ¡Cielos!

–Poddy, tal vez podamos hacerlo juntos. Hay muchos puestos para mujeres en las naves estelares.

Le dije que así era, sí.

–Pero hablemos de ti, Poddy. En realidad lo que me atrajo no fue que estuvieras mucho más guapa que en la fotografía.

–¿No? –Me sentía ligeramente desilusionada.

–No. Mira. Conozco toda tu historia. Sé que has vivido siempre en Marsópolis. En cuanto a mí, he estado en todas partes. Me enviaron a la Tierra a estudiar; hice el Gran Viaje mientras estaba allí; también he estado en Luna, por supuesto; y conozco toda Venus.. – y Marte. Estuve allí cuando tú eras una niña muy pequeña, y ojalá te hubiera conocido entonces.

–Gracias. –Empezaba a sentirme como un pariente pobre.

–Así que sé exactamente hasta qué punto es espantosamente vulgar Venusberg y la impresión que supone para los que la visitan por primera vez, especialmente para alguien educado en lugar tan encantador y civilizado como Marsópolis. ¡Oh!, quiero mucho a mi ciudad natal, desde luego, pero sé lo que es. He estado en otros lugares. Mírame, Poddy: lo que más me impresionó de ti fue tu aplomo.

–¿Mi aplomo?

Ese sorprendente y perfecto saber hacer en circunstancias necesariamente habían de resultarte extrañas. Tu tío ha estado en todas partes y Girdie también, según imagino. Pero muchos extraños aquí, y mujeres mayores que tú, pierden por completo la cabeza al advertir la vida relajada de Venusberg y se comportan de un modo horrible. Sin embargo, tú te conduces como una reina.

(Me gustaba este hombre. Definitivamente. Después de años y años de «¡quítate de en medio, idiota!», supone mucho para una mujer el que le digan que tiene saber hacer. Ni siquiera me detuve a preguntarme si Dexter se lo diría a todas. ¡No quería saberlo!)

No nos quedamos mucho tiempo más. Girdie dejó bien claro que yo necesitaba mi «sueño de belleza», de modo que Clark volvió a su mesa de juego y Dexter nos llevó al Tannhauser en el Rolls de su papá o tal vez el suyo propio, no lo sé –, nos besó ceremoniosamente la mano y nos dejó.

Yo había estado preguntándome si intentaría despedirse de mí con un «besito de buenas noches» y estaba decidida a cooperar; pero no lo intentó. Tal vez no sea la costumbre en Venusberg. No lo sé.

Girdie subió conmigo porque yo quería charlar. Me eché en un diván y exclamé:

–¡Oh, Girdie, ha sido la noche más maravillosa de mi vida!

–Tampoco ha sido mala para mí –dijo serenamente –. Desde luego no me supone inconveniente alguno el haber conocido al hijo del presidente de la Corporación. –Y a continuación me anunció que se quedaba en Venus.

–Pero; ¿por qué, Girdie? –pregunté realmente sorprendida.

–Porque estoy arruinada, querida. Necesito un empleo.

–¿Tú? Pero si eres rica. Todo el mundo lo sabe.

Sonrió:

–Era rica, querida. Pero mi último marido acabó con todo. Un tipo optimista y, como compañía, insuperable, pero que no era exactamente el hombre de negocios que él imaginaba. De modo que Girdie tiene ahora que decidirse y ponerse a trabajar. Y para eso Venusberg es mejor que la Tierra. Allá no sería más que la clásica invitada crónica de mis viejos amigos, un parásito que soportarían hasta que se hartaran de mí o hasta que alguno de ellos me diera un empleo por pura misericordia, ya que no sé hacer nada. O bien caería en el fondo y tendría que cambiarme de nombre. Aquí a nadie le importa y siempre hay un empleo para quien quiere trabajar. Yo no bebo ni juego, así que Venusberg me sirve como anillo al dedo.

–Pero ¿qué harás? –Me resultaba difícil imaginarla como algo distinto de la muchacha cuyas fiestas y diversiones eran conocidas incluso en Marte.

–Espero trabajar como crupier. Son los que ganan los sueldos más elevados y me he estado preparando para ello. He hecho prácticas en el bacará y en la ruleta, aunque probablemente habré de empezar a trabajar como cambista.

–¿Cambista? ¡Girdie! ¿Te vestirías de ese modo?

Se encogió de hombros.

–Mi figura no está nada mal y soy muy rápida para contar el dinero. Es un trabajo honrado, Poddy; tiene que serlo. Esas chicas que se encargan del cambio suelen llevar enormes sumas en la bandeja.

Decidí que había metido la pata y me callé. Supongo que es posible sacar a una chica de Marsópolis, pero no se puede sacar del todo a Marsópolis de una chica. Esas cambistas no llevan prácticamente nada encima más que las bandejas cargadas de dinero, pero desde luego era un trabajo honrado y Girdie tiene una figura que volvía locos a todos los oficiales del «Tricornio». Estoy segura de que habría podido casarse con cualquiera de los solteros asegurándose así el porvenir sin el menor esfuerzo.

¿No es más honrado trabajar? Y si es así, ¿por qué no había de capitalizar sus bazas?

Me besó, se despidió de mi y me ordenó que me fuera enseguida a la cama y a dormir. La obedecí pero de dormir, nada. Bueno no sería cambista mucho tiempo, pronto trabajaría como crupier vestida con un hermoso traje de noche y ahorrando el sueldo y las propinas algún día sería una accionista –por lo menos dueña de una acción –, que es todo cuanto uno necesita apara asegurarse la vejez en la Corporación de Venus. Y yo vendría visitarla cuando fuera famosa.

Me pregunté si no podría pedirle a Dexter que hablara en su favor a don Pedro.

Y entonces empecé a pensar en Dexter...

Sé que esto no puede ser amor. Estuve enamorada una vez, y esto es completamente distinto. Porque duele.

Por eso mismo resulta maravilloso.

* * *




10


He sabido que Clark ha estado negociando para venderme (en el mercado negro, por supuesto) a uno de esos concesionarios que envían esposas a los coloniales con contratos en la selva. O eso dicen. Ignoro la verdad, pero hay rumores.

¡Lo que me enfurece es que me ofrezca a un precio absurdamente bajo!

La verdad es que esto me convence de que no se trata más que de un rumor cuidadosamente planeado por el mismo Clark con objeto de enfurecerme porque, aunque no dudo que Clark sería capaz de venderme como esclava, de entregarme por dinero a una vida vergonzosa, si con ello pudiera salir adelante, estoy segura de que sacaría de ese trato infame más dinero que nadie. Eso es irrefutable.

Lo más probable es que esté sufriendo la reacción emocional normal y grave por haberse franqueado y mostrado casi humano conmigo la otra noche, y ha creído necesario contrarrestarlo con este rumor con objeto de volver a situar nuestras relaciones a su estado normal de saludable guerra fría.

Realmente no creo que pudiera llevar a cabo sus propósitos, ni siquiera en el mercado negro, porque no tengo ningún contrato con la Corporación y, aun en el caso de que él falsificara uno, siempre podría yo arreglármelas para enviar un recadito a Dexter, y Clark lo sabe. Girdie me dice que ese mercado negro de las esposas se abastece sobre todo con las chicas cambistas o las empleadas y camareras de los hoteles que no han podido conseguir un marido en Venusberg, donde los hombres escasean, y están dispuestas a cooperar en su venta y verse enviadas allá donde escasean las mujeres con objeto de librarse de sus contratos. A ellas no les importa y la Corporación no se da por enterada del asunto.

La mayoría de las que aceptan ese trabajo son, naturalmente, las solteras inmigrantes, y nada más desembarcar. Los concesionarios pagan su billete y luego les sacan todo el dinero que pueden a las mismas mujeres y a los mineros o rancheros, a quienes las asignan mediante contrato. Y todos contentos.

No es que yo lo entienda. La verdad es que no entiendo nada acerca de este planeta. No hay leyes, sólo reglas de la Corporación. ¿Que uno se quiere casar? Pues busca a alguien que afirme ser sacerdote o predicador y hace que se celebre una ceremonia a su gusto aunque eso no convierte la boda en una situación legal porque no es un contrato con la Corporación. ¿Que quiere el divorcio? Pues hace la maleta y se larga, dejando o no una nota. ¿La ilegitimidad? Jamás han oído hablar de ella. Un bebé es un bebé y la Corporación no dejará que pase necesidad porque ese niño crecerá y podrá trabajar, y Venus ha andado siempre escasa de mano de obra. ¿Poligamia? ¿Poliandria? ¿A quién importa? No a la Corporación, desde luego.

¿Asalto personal? No lo intenten en Venusberg; es la ciudad que cuenta con más policía en todo el sistema. El crimen y la violencia son malos para los negocios. Yo no me arriesgaré sola por ciertos distritos de Marsópolis, por mucho que quiera y defienda a mi ciudad, porque algunos de los viejos criminales y renegados están medio locos y no son del todo responsables. Pero sí puedo circular tranquilamente por todas partes en Venusberg; el único asalto al que hay que temer es el de los supervendedores.

(La selva es otra cuestión. No tanto por la gente en sí sino porque su mismo ambiente es letal, y siempre hay el peligro de encontrarse con un veneno –uno de esos seres extraños y no humanos – que haya tomado un grano de polvo de la felicidad. Hasta esas pequeñas hadas que vuelan por allí se convierten en vampiros sedientos de sangre si aspiran el polvo de la felicidad.)

¿Asesinato? Eso sí que es una gravísima violación de las reglas. A quien lo comete se le retiene la paga durante años y para compensar el poder adquisitivo de la víctima a lo largo de todo el tiempo que hubiera podido trabajar y su valor putativo ante la Corporación, todo ello calculado por actuarios compañía que, como es sabido, no tienen corazón, sólo bombas de helio líquido. De modo que si ustedes están pensando matar a alguien en Venus, no lo hagan. Llévenselo con a otro planeta donde el crimen sea una cuestión social lo que harán será ahorcarles o algo así. No hay futuro para el crimen en Venus.

En Venus no hay más que tres clases de personas: los accionistas, los empleados, y todo el resto formado por: empleados de accionistas (la ambición de Girdie), empleados de empresa, conductores de taxi, rancheros, prospectores, algunos tenderos, y, naturalmente, futuros empleados: los niños que van a la escuela. Y hay turistas, claro, pero los turistas no son personas, son más bien como los novillos en un corral de ganado: una partida en el activo que hay que tratar con gran consideración pero sin piedad.

Cualquiera que venga aquí desde otro planeta puede ser turista durante una hora o durante toda su vida... mientras le dure el dinero, claro. Sin visados, sin reglas de ninguna clase, todo el mundo es bien acogido en Venus. Pero hay que tener el billete de regreso que no puede canjear por dinero hasta después de haber firmado un contrato con la Corporación. Y no sé sí ustedes lo harían, pero yo no.

Sin embargo aún sigo sin comprender cómo funciona el sistema. Tío Tom ha sido muy paciente al explicármelo, pero él dice que tampoco lo entiende. Lo denomina «fascismo corporativo», lo que tampoco me aclara nada, y añade que no acaba de decidir si es la peor tiranía que la humanidad ha conocido o la democracia más perfecta de la historia.

Dice que nada aquí es tan malo –en muchos aspectos –como la situación que sufre el 90 por 100 de las personas que viven en la Tierra, y que ni siquiera es inferior en comodidades y nivel de vida a los de muchos en Marte, especialmente los renegados, aunque nosotros jamás dejamos a sabiendas que nadie muera de hambre ni por falta de atención médica.

No lo sé. Ahora comprendo que toda la vida me he limitado a dar por sentado el modo que tenemos de hacer las cosas en Marte. Sí, claro que estudié acerca de los otros sistemas en el colegio, pero no acabé de comprenderlos. Ahora estoy empezando a entender emocionalmente que hay otros estilos muy distintos del nuestro y que la gente puede ser feliz con ellos. Por ejemplo Girdie. Entiendo que no quiera vivir en la Tierra, tal y como ha cambiado la situación para ella. Pero podía haberse quedado en Marte; Girdie es precisamente la clase de inmigrante de clase superior que nosotros acogemos con todo gusto. Sin embargo no le tentó la idea en absoluto.

Esto me ha molestado, porque (como ya habrán supuesto) yo considero que Marte es prácticamente perfecto. Y creo que Girdie es prácticamente perfecta. No obstante ha venido a elegir un lugar tan horrible como Venusberg. Dice que es como un desafío para ella. Y, aparte de eso, tío Tom afirma que tiene muchísima razón. Que Girdie tendrá a Venusberg comiendo de su mano en un tiempo mínimo y que será una accionista en menos que canta un gallo.

Supongo que él está en lo cierto. Me apené muchísimo por Girdie cuando descubrí que estaba arruinada. «Lloraba porque no tenía zapatos hasta que encontré a un hombre que no tenía pies.» Una cosa así, quiero decir. Yo nunca he estado arruinada, jamás me ha faltado una comida, nunca me he preocupado por el futuro y, sin embargo, solía sentir pena por mí misma cuando el dinero andaba un poco escaso en casa y no podía tener un nuevo traje de fiesta. Luego descubrí que la acaudalada y elegante señorita Fitz Snugglie –sigo sin utilizar su nombre auténtico, no sería justo – sólo tenía el billete de vuelta a la Tierra y aun para eso había pedido prestado el dinero. Me causó una impresión dolorosísima.

Pero ahora empiezo a comprender que Girdie sí tiene «pies», y que, suceda lo que suceda, siempre aterrizará sana y salva sobre ellos...

En realidad ya ha estado trabajando de cambista dos noches seguidas. Me pidió por favor que me cuidara de que Clark no fuera al casino de don Pedro esas noches. No creo que le importara que él la viera, pero sabe qué caso tan horrible de amor de adolescente siente Clark por ella y es tan dulce y tan buena que no quiso correr el riesgo de empeorarlo o de herirle.

Pero ahora que ya ha progresado un paso y está tomando lecciones para crupier, Clark va allí todas las noches. Sin embargo Girdie no le permite que juegue en su mesa. Le dijo claramente que podía tratarla de dos modos: socialmente o profesionalmente, pero no ambos a la vez, y Clark jamás discute con lo inevitable. Juega en otra mesa y la ronda siempre que le es posible.

¿Creen ustedes que mi hermanito posee poderes psíquicos? Yo sé que no es telépata o me habría cortado el cuello hace tiempo. Pero aún sigue ganando.

Dexter me asegura que todos los juegos son absolutamente honrados y que nadie puede ganar, por lo menos a la larga, porque la casa se lleva su porcentaje pase lo que pase.

–Desde luego que puedes ganar, Poddy –me aseguro –. Un turista vino aquí el año pasado y se llevó con él más de medio millón. Lo pagamos alegremente, le dimos una gran publicidad en toda la Tierra y aun conseguimos beneficios esa misma semana en la que él se había enriquecido. No sospeches ni por un segundo que le estamos dando gusto a tu hermano. Si insiste el tiempo suficiente, no sólo lo recuperaremos todo, sino que nos llevaremos incluso las monedas con que empezó. Si es tan listo como dices, se retirará mientras aún esté ganando. Pero la mayoría de la gente no es tan lista y la Corporación de Venus jamás apuesta más que sobre seguro.

Repito que no lo sé. Pero ya fuera por Girdie o por sus ganancias, el caso es que durante algún tiempo Clark se mostró casi humano conmigo.

Fue la semana pasada, la noche en que conocí a Dexter y Girdie me dijo que me fuera a la cama y la obedecí aun sin poder dormir. Dejé la puerta abierta para oír entrar a Clark, o, si no le oía, llamar por teléfono a alguien y hacer que le trajeran al hotel. (Aunque tío Tom es responsable de nosotros dos, yo debo ocuparme de Clark. Quería que él estuviera en cama antes de que tío Tom se levantara. La costumbre, supongo.)

Clark entró sigilosamente en la suite unas dos horas después que yo. Le llamé y entró en mi cuarto. ¡Jamás han visto ustedes un chico de seis años con tanto dinero!

Josie le había acompañado hasta nuestra puerta, me dijo. No me pregunten por qué no había metido el dinero en la caja fuerte del Tannhauser. O sí, pregúntenmelo: creo que quería acariciarlo.

Desde luego deseaba presumir. Fue poniendo su dinero en montoncitos sobre mi cama, contándolo y asegurándose de que yo veía bien cuánto era. Incluso empujó un montón de billetes hacia mí.

–¿Necesitas algo, Poddy? Ni siquiera te cobraré intereses. Hay mucho más de donde ha salido esto.

Me quedé sin aliento. No por el dinero, no lo necesitaba, sino por la oferta. En las ocasiones que Clark me ha prestado dinero contra mi asignación, me ha cobrado exactamente el cien por cien de intereses. Hasta que papá lo supo y nos dio una zurra a los dos.

Así que le di las gracias con toda sinceridad y le abracé. Entonces me preguntó:

–Oye, ¿cuántos años crees que tiene Girdie?

Empecé a comprender su conducta tortuosa.

–Realmente no podría adivinarlo –contesté cuidadosamente. (No necesitaba adivinarlo, lo sabía). ¿Por qué no se lo preguntas?

–Ya lo hice. Se limitó a sonreír y me dijo que las mujeres no celebran el cumpleaños.

–Probablemente es una costumbre de la Tierra –le dije, y cambié de tema –: Clark, ¿cómo diablos ganaste tanto dinero?

–No es problema –contestó –. En todos esos juegos unos ganan y otros pierden. Yo sólo procuro estar entre los vencedores.

–Pero, ¿cómo?

Sonrió con su peor sonrisa.

–¿Con cuánto dinero empezaste?

De pronto se puso en guardia. Pero aún se mostraba demasiado amable para ser Clark, de modo que insistí.

–Mira, te conozco bien y sé que no disfrutarás del todo a menos que se lo cuentes a alguien. Es mucho más seguro que me lo digas a mí que a nadie más. Porque nunca te he delatado, ¿verdad?

Admitió que eso era cierto dando la callada por respuesta. Cuando era muy pequeño yo solía pegarle de vez en cuando, pero jamás le delaté. Más tarde eso de pegarle ha llegado a ser demasiado peligroso –él puede devolverme los golpes mucho más aprisa de lo que yo puedo darle a él –, pero jamás le he delatado.

–Vamos, habla –le animé –. Soy la única ante la que te atreverás a presumir. ¿Cuánto te pagaron por meter de contrabando en el «Tricornio» aquellos tres kilos en mi equipaje?

Parecía muy satisfecho:

–Lo suficiente.

–De acuerdo, no insistiré. Pero ¿qué fue en realidad lo que pasaste de contrabando? Porque yo no fui capaz de encontrarlo.

–Lo habrías encontrado de no haber estado tan absurdamente ansiosa de explorar la nave. Poddy, tú eres tonta. Ya lo sabes ¿verdad? Eres tan predecible como la ley de la gravedad. Siempre puedo adivinar lo que vas a hacer.

No me dejé llevar por la rabia. Si Clark te ha vencido, te ha vencido y en paz.

–Eso supongo –admití –. ¿Vas a decirme lo que era? Polvo la felicidad no, supongo.

–¡Oh, no! –repuso, y parecía enojado –. ¿Sabes cuál es aquí castigo por traer polvo de la felicidad? Te entregan a los nativos que son unos salvajes, eso es lo que hacen, y luego ni siquiera tienen que molestarse en enterrarte.

Temblé y volví al tema.

–¿Vas a decirme...? –Vi cómo vacilaba e insistí –: Juro san Podkayne que no lo diré.

Éste es mi juramento particular, nadie más lo usaría.

–Es mejor que no –me amenazó –, porque las consecuencias no iban a gustarte.

–¡Por san Podkayne! –repetí –¡y ojalá me hubiera callado!

–De acuerdo –dijo –, pero recuerda lo que juraste: era una bomba.

–¿Una qué?

–¡Oh, no una bomba muy grande! Sólo una cosita de aficionados. Destrucción total en un radio de un kilómetro, nada más. No era una cosa de importancia.

Traté de calmar los latidos de mi corazón.

–Pero ¿por qué una bomba? ¿Y qué hiciste con ella? Se encogió de hombros.

–Fueron muy idiotas. Me pagaron esta cantidad, ¿ves?, sólo para que pasara de contrabando un paquetito a bordo. Me contaron una sarta de embustes diciendo que era una sorpresa para el capitán y que yo debía entregársela en la fiesta que se celebra la última noche. Envuelto como un regalo y todo. «Hijito», me dijo aquel estúpido, «has de tenerlo bien escondido para que sea una sorpresa para él, ya que esa noche no sólo será la fiesta del capitán, sino también su cumpleaños».

Ahora bien, hermanita, puedes imaginarte que no iba a tragarme semejante bobada. Si de verdad hubiera sido un regalo de cumpleaños se lo habrían dado al sobrecargo para que lo guardara, no tenían por qué sobornarme. Así que me hice el tonto y empecé a subir el precio. ¡Y los idiotas me pagaron! Se pusieron nerviosísimos cuando vieron que se agotaba el tiempo y que habíamos de pasar por la inspección de pasaportes, y pagaron todo lo que les pedí. De modo que lo metí en tu maleta mientras hablabas con tío Tom y luego me cuidé de que no te la registraran.

»Nada más subir a bordo fui a recuperar el paquete, pero me sorprendió una azafata que vino a rociar los camarotes con un spray. Tuve que actuar a toda prisa, y aún hube de volver después a cerrar tu maleta porque también apareció tío Tom buscando su pipa. Esa primera noche me dediqué a estudiar el «regalito» en la oscuridad.. y a estudiarlo a fondo, pues ya tenía una idea de lo que podía ser.

–¿Por qué?

–Vamos, utiliza el cerebro. No te quedes ahí sentada hasta que se te embote de no usarlo. Primero me ofrecen lo que probablemente creen que va a ser mucho dinero para un niño. Cuando lo rechazo empiezan a sudar y suben la cantidad. Yo sigo remoloneando y ellos venga de añadir ceros. Más aún. Ni siquiera se les ocurre eso tan manido de que un tipo con una flor en el ojal subirá en Venus y me dará la contraseña. Luego, lo único que les importa es que el paquete entre en la nave. ¿Qué te dice todo eso? Es pura lógica. –Añadió –: Así que lo abrí y analicé sus partes. Una bomba de tiempo fijada para tres días después de que saliéramos al espacio. ¡Bum!

Temblé pensando en ello.

–¡Qué cosa tan horrible!

–Habría podido ser muy desagradable, sí –admitió –, de haber sido yo tan tonto como ellos creían.

–Pero ¿por qué iba a querer nadie hacer una cosa así?

–No querrían que la nave llegara a Venus.

–Pero ¿por qué?

–Piénsalo bien. Yo ya me lo he imaginado.

–Ya... y ¿qué hiciste con la bomba?

–¡Oh!, me la guardé. Las partes esenciales, claro. Nunca se sabe cuándo se puede necesitar una bomba.

Eso es todo lo que le saqué, y ahora me encuentro atrapada por mi juramento, aunque un número elevadísimo de preguntas quedaron sin respuesta. ¿Hubo realmente una bomba o me dejé engañar por el talento de mi hermano para improvisar explicaciones que oculten la verdad más obvia? Y si la había habido, ¿dónde está ahora? ¿Todavía en el «Tricornio»? ¿Aquí, en esta suite? ¿Como un paquete de aspecto inocente en la caja fuerte del «Tannhauser»? ¿Se la ha entregado a Josie, su guardaespaldas personal? Puede estar en mil sitios de esta gran ciudad. O lo que es aún más probable, tal vez Clark estuviera curioseandólo por el placer de hacerlo, cosa habitual en él a menos que esté ocupado en otra cosa...

No había modo de saberlo. Así que decidí aprovechar al máximo ese «momento de la verdad», si es que en realidad lo era.

–Me alegro muchísimo de que lo descubrieras –dije –. Pero lo mejor que hiciste en la nave fue aquel trabajito de los tintes con la señora García y la señora Royer. Girdie lo admiró mucho también.

–¿Es cierto eso? preguntó ansiosamente.

–Claro que sí. Ahora bien, yo nunca le dije que lo habías sido tú. Así que puedes decírselo personalmente si quieres.

Sonrió encantado.

–A la vieja y encopetada señora Royer le hice algo más, para rematar la cosa. Le metí un ratón en la cama.

–¡Clark! ¡Es maravilloso! Pero ¿de dónde sacaste un ratón?

–Llegué a un trato con el gato de la nave.

Ojalá tuviera una familia agradable, normal y ligeramente tonta. Sería mucho más cómodo. Sin embargo, reconozco que Clark tiene sus ventajas.

Pero no he tenido demasiado tiempo para preocuparme de los crímenes y fechorías de mi hermano. Venusberg tiene demasiado que ofrecer a una adolescente con cierto gusto, insospechado hasta ahora, por la buena vida. Especialmente Dexter.

Ya no soy como una leprosa, ya puedo ir a cualquier parte, incluso salir de la ciudad, sin tener que llevar esa máscara filtrante que me hace parecer un cerdo con los ojos azules; y el querido Dexter se ha mostrado extraordinariamente ansioso –lo que es muy adulador para mí – de escoltarme a todas partes. Incluso de compras. Tirando el dinero a manos llenas, cualquier chica podría gastarse aquí la deuda nacional sólo en ropas. Pero estoy siendo (casi) sensata y sólo me he gastado la parte del dinero que se me asignó para Venus. Si no me mostrara firme con él, Dexter me compraría cualquier cosa que yo admirara, con sólo levantar un dedo. (Porque él nunca lleva dinero encima, ni siquiera tarjetas de crédito, y hasta da las propinas mediante algún sistema secreto.) Pero no le he permitido que me comprara nada más importante que un helado; no tengo intenciones de poner en peligro mi situación por unos vestidos. Un helado de vez en cuando no creo que me comprometa demasiado, y afortunadamente aún no tengo que preocuparme por mi silueta: estoy hueca de pies a cabeza.

Así que, después de un día pesadísimo de tiendas, discutiendo los últimos gustos de la moda, permito que Dexter me lleve a una heladería (tan distinta de la heladería de nuestra plaza, allá en casa, como el «Tricornio» de una nave de juguete). El se sienta sin apenas tocar nada y me observa asombrado mientras yo como. Primero una fruslería, como un helado de fresa, y luego algo más serio como una copa, creada sin duda por un maestro de arquitectura, compuesta de cremas, jarabes, frutas de importación, nueces, y quizás un par de docenas de bolas de helado con diversos sabores.

(¡Pobre Girdie! Ella ha de hacer dieta como un estilista todo, el año. Pregunta: ¿Seré capaz de sacrificarme siempre para mantenerme esbelta y atractiva o engordaré cómodamente como la señora Grew? El eco contestó no, y no me aterra confesarlo.)

También he de mostrarme firme con Dexter en otros aspectos, pero de un modo más sutil. Dexter ha resultado ser un maestro de la lógica seductiva y siempre está deseoso de contarme una historia de cama. Pero no me propongo acabar como una doncella seducida, no a mi edad. La tragedia de Romeo y Julieta no es que murieran tan jóvenes, sino que el reflejo «chico–encuentra–chica» fuera tan poderoso como para anular todo sentido común.

Mis reflejos son magníficos, gracias, y mi equilibrio hormonal perfecto. Los avances infructuosos de Dexter me hacen sentir una cálida impresión en el estómago y favorecen mi metabolismo. Tal vez debiera sentirme insultada por sus intenciones con respecto a mí –y probablemente me ofenderían allá en casa –, pero esto es Venusberg, donde la distinción entre una proposición indecente y una petición honorable de matrimonio es puramente mental e incluso un técnico en semántica necesitaría horas de trabajo para llegar a definirla. Por cuanto yo se, Dexter ya tiene siete esposas en casa, una para cada día de d semana. No se lo he preguntado, ya que por nada del mundo tengo la intención de convertirme en la número ocho.

Hablé de esto con Girdie y le pregunté por qué no me sentía «insultada». ¿Se habrían omitido los circuitos morales en mi cibernética, como indudablemente hicieron con mi hermano Clark?

Girdie sonrió con esa sonrisa dulce y misteriosa que siempre significa que está pensando en algo de lo que no se propone hablar con toda claridad y dijo:

–Poddy, a las muchachas se les enseña a sentirse «insultadas» ante tales proposiciones por su propia protección... Y es una buena idea, tan buena como la de tener siempre a mano un extintor aunque no se espere un incendio. Pero tienes razón: no es un insulto, jamás es un insulto. Es el tributo más honesto al encanto y feminidad de una mujer que el hombre puede ofrecerle. La mayor parte de lo que nos dicen son mentiras corteses, pero en este tema el hombre siempre es sincero. No veo razón alguna para sentirse insultada si el hombre lo dice con cortesía y galantería.

Tal vez tengas razón, Girdie. Supongo que, en cierto modo, es un cumplido. Pero ¿por qué van siempre los chicos detrás de eso? Por lo menos nueve de cada diez veces.

Debes mirarlo a la inversa, Poddy. ¿Por qué habrían de perseguir otra cosa? Detrás de cada proposición hay millones de años de lógica. Alégrate de que los pobrecitos hayan aprendido a enfocar el asunto besándote la mano en vez de darte con un palo. Por lo menos algunos de ellos. Eso nos da una mayor libertad de elección a las mujeres de la que jamás tuvimos en la historia. El mundo es hoy de las mujeres, querida... disfrútalo y siéntete agradecida por ello.

Nunca lo había considerado de ese modo. Ahora, después de pensarlo a fondo, todavía me ha enojado más el que a una chica le resulte tan difícil escalar una profesión «masculina» como la de piloto.


He estado pensando mucho sobre esto de hacerme piloto, y tengo mis dudas: ¿Deseo realmente ser un «famoso capitán explorador»? ¿O seria igualmente feliz como miembro de su tripulación?

¡Claro que quiero ir al espacio! Sobre eso no tengo dudas. Mi pequeño viaje desde Marte a Venus me ha convencido de el espacio es para mí. Preferiría ser azafata de segunda en el «Tricornio» que presidente de la República. La vida es divertida, uno viaja con la casa y los amigos a cuestas mientras visita lugares desconocidos y románticos. Y tal como se están construyendo las naves estelares Davis, esos lugares van a ser más desconocidos y románticos cada año. Y Poddy va a ir sea como sea. He nacido para vagar por el espacio...

Pero no nos engañemos. ¿Quién va a permitir que Poddy sea capitán de una de esas naves multimegamasculinas?

Las oportunidades de Dexter son cien veces superiores a las mías Es tan listo como yo, o casi. Tendrá la mejor educación científica que el dinero pueda comprar (aunque yo siga siendo leal a la Universidad de Ares, sé que es un sitio de mala muerte comparado con el lugar al que él piensa asistir), y también es posible que su papaíto le compre una nave Star Rover. Pero el argumento decisivo es que Dexter me dobla la edad y es varón. Aun omitiendo de la ecuación todo el dinero de su padre, ¿a cuál de los dos van a elegir?

Sin embargo, no todo está perdido. Piensen en Teodora, piensen en Catalina la Grande. Deja que el hombre mande en el trabajo y luego sé tú la que mandes en el hombre. No me opongo al matrimonio. Pero si Dexter quiere casarse (o lo que sea) conmigo, tendrá que seguirme a Marsópolis, donde somos lo bastante anticuados acerca de tales cosas. ¡Nada de la relajación de Venusberg! El matrimonio ha de ser el fin de toda mujer.. –pero no su final. No considero el matrimonio como una especie de muerte.

Girdie siempre me dice «sé tal como eres». Muy bien. Mírate en un espejo, encanto, y olvídate del «capitán Podkayne Fries», la famosa exploradora, de momento. ¿Qué ves?

Tus caderas están ensanchando un poquito, ¿no, guapa? Ya no hay posibilidad de que te confundan con un muchacho en la penumbra. Podría decirse en verdad que fuimos diseñadas para tener niños. Y tampoco esto te parece una idea demasiado mala, ¿verdad? Especialmente si pudieras tener uno tan encantador como Duncan. La realidad es que todos los niños son bastante encantadores, aunque no sean bonitos.

Esas dieciocho horas terribles durante la tormenta del «Tricornio», ¿no fueron las mejores de toda tu vida? Un bebé es mucho más divertido que las ecuaciones diferenciales.

Cada nave espacial tiene un departamento para niños. De modo que: ¿qué te parece mejor? ¿Estudiar ingeniería y pediatría... y ser jefe del departamento infantil en una nave espacial? ¿O empeñarse en estudiar para piloto y conseguirlo para acabar siendo una mujer piloto que nadie quiere contratar?

Bueno, no es preciso decidirlo ahora.


Estoy impaciente por salir hacia la Tierra. La verdad es que esos lugares de diversión tan relajados de Venusberg llegan a hacerse monótonos para mis gustos definidos (¿o debería decir limitados?). Ya no me queda dinero – para hacer compras, si he de hacer algunas en París. Tampoco creo que llegue a aficionarme al juego (ni quiero, porque yo soy de los que pierden, de esos que contribuyen a aumentar las ganancias de Clark), y el ruido y las luces incesantes van a hacer que me salgan arrugas donde ahora tengo pecas. Además, creo que Dexter está empezando a aburrirse un poquito con mi ingenuidad y mi incapacidad de comprender qué es lo que se propone.

Si hay algo que he aprendido sobre los hombres en mis ocho años y medio es que hay que abandonar el asunto antes de aburrirse. Ahora sólo me ilusiona un último encuentro con Dexter, una despedida lacrimosa justo antes de entrar en el tubo de carga del «Tricornio», con un beso tan de persona adulta, tan totalmente apasionado y con una entrega tan total, que le deje pensando todo el resto de su vida que las cosas hubieran podido ser muy diferentes de haber jugado bien sus cartas.

Sólo he estado una vez fuera de la ciudad, en un autobús cerrado y para turistas. Y una vez es más que suficiente. Esta bola de niebla y humedad bien podría devolverse a los nativos, Sólo que ellos no la aceptarían. Dicen que en un momento dado nos señalaron un hada volando, pero yo no vi nada. Sólo niebla.

Es lo único que me interesa, ver un hada, en vuelo o incluso posada. Dexter dice que él conoce toda una colonia que está algo lejos, y quiere mostrármela desde su Rolls. Pero la idea no me apetece demasiado. Se propone conducir personalmente y el coche tiene controles automáticos. Si consigo que Girdie –o incluso Clark – nos acompañen a la excursión, quizá me decida a aceptar.

Pero he aprendido mucho en Venus y no quisiera habérmelo perdido por nada del mundo. Especialmente el arte de dar propinas, lo que hace que me sienta una viajera experimentada. La propina puede ser una molestia, pero no es una cosa tan mala como creemos en Marte; es el lubricante necesario para el servicio perfecto.

Admitámoslo: en Marsópolis el servicio va de lo indiferente a lo terrible y yo, sencillamente, aún no lo había comprendido. Los empleados sólo te atienden cuando les apetece.

¡Todo lo contrario en Venusberg! Sin embargo, no es sólo cuestión de dinero y aquí viene ahora el gran secreto del viaje feliz No he aprendido mucho portugués y no todos aquí hablan Orto Pero no es necesario ser políglota si se conoce bien una sala palabra y en tantos idiomas como sea posible: «Gracias».

Lo comprendí en primer lugar con María y María. Yo les decía «oli–gato» unas cien veces al día (aunque la palabra es realmente «o–brigado», suena como «oli–gato» si se dice muy aprisa).

Una propina pequeña resulta más elegante y consigue mucho mejor servicio, si va acompañada de un «gracias», que una propina sin decir nada.

Así que he aprendido a dar las gracias en el mayor número posible de idiomas. Siempre trato de decirlo en el de la persona con quien estoy hablando, si es que puedo adivinar su origen, cosa que no resulta difícil. Tampoco importa demasiado la pronunciación; los mozos, empleados y conductores de taxi suelen saber estas palabras en seis o siete idiomas e incluso las adivinan aunque tu acento sea desastroso.

Realmente, aquellas larguisimas listas de sugerencias sobre «cómo triunfar en los viajes» que estudié tan cuidadosamente antes de salir están resultando muy exactas.


El tío Tom está terriblemente preocupado por algo. Parece distraído y, aunque me sonríe si consigo retener su atención (cosa que no es fácil), la sonrisa se borra muy pronto de su rostro y aparece de nuevo el rictus de la preocupación. Tal vez sea por algo que ocurre aquí en Venus y todo se arreglará una vez nos vayamos. ¡Ojalá estuviéramos ya de vuelta en el «Alegre Sombrero de Tres Picos», con la próxima parada en Ciudad Luna!

* * *








11


Las cosas andan realmente mal. Hace dos días que Clark no ha vuelto a casa y tío Tom casi está loco de temor. Aparte de eso me he peleado con Dexter, lo que no tiene importancia si se compara con la pérdida de un hermano, pero me gustaría disponer de un hombro sobre el que llorar.

Tío Tom ha tenido también una auténtica pelea con el presidente. De hecho ésta fue la que me llevó a reñir con Dexter, porque yo estaba de parte de tío Tom aun sin saber de qué se trataba y Dexter mantenía la misma lealtad a toda prueba para con su padre. No presencié más que una parte del enfrentamiento del tío Tom con el presidente, pero comprendí que se trataba de una de esas peleas terribles, frías, amargas y tan corteses de los adultos, ese tipo de discusiones que en otros tiempos concluían inevitablemente en un duelo a pistola al amanecer.

Creo que faltó poco para que acabara así. El presidente entró en nuestra suite, esta vez no se parecía en nada a Santa Claus y mi tío le dijo con un tono muy helado: «Preferiría que me hubieran visitado sus amigos, señor».

Pero el presidente no hizo caso de sus palabras. Entonces fue cuando tío Tom observó que yo estaba allí, con la espalda apoyada en el piano, muy calladita y tratando de pasar desapercibida. Me ordenó que me fuera a mi habitación. Obedecí.

Pero algo sé del asunto. Yo había creído que tanto a Clark como a mí se nos permitía circular libremente por Venusberg, aunque generalmente yo he ido acompañada de Girdie o de Dexter. Pero no era así. Ambos hemos sido vigilados día y noche por la policía de la Corporación. Jamás lo hubiera sospechado y estoy segura de que Clark tampoco o no habría contratado a Josie para que le vigilara el botín. Pero el tío si lo sabía y lo aceptaba como una cortesía del señor presidente, pues esto le dejaba en libertad de hacer lo que quiera que haya venido a hacer aquí –y que le ha mantenido tan ocupado sin tener que cargar además con dos críos, uno de ellos tan loco como una cabra (y no me refiero a mí).

Según he deducido de cuanto sé, el tío culpa al señor presidente de la desaparición de Clark; lo que no es muy justo, ya que Clark, de saber que le estaban vigilando, sería capaz de despistar a dieciocho detectives, a todo el cuerpo espacial y a una jauría de perros de presa.

Dexter dice que no pueden ponerse de acuerdo sobre el mejor modo de localizar a Clark. Yo creo que mi hermano se ha perdido porque quiere estar perdido, porque se propone perder la nave y quedarse en Venus donde: uno, está Girdie, y dos, está todo su precioso dinero. Aunque quizás este orden no sea el más correcto.

Quiero convencerme de esto pero el señor presidente insiste en que se trata de un secuestro, que no puede ser otra cosa, y que sólo hay un modo de resolver un caso de secuestro en Venus si se quiere hallar viva a la persona secuestrada.


En Venus el secuestro es casi lo único que asusta a los accionistas. En realidad les aterra tanto que casi han convertido el asunto en un ritual. Si el secuestrador cumple las reglas y no hace daño a su víctima, no sólo no se ve perseguido, sino que la Corporación le garantiza que puede guardarse el rescate que se acordó.

Pero si no cumple las reglas y le cogen, bien... lo que sufre es horrible. Al menos eso parecen indicar algunas cosas que Dexter se limitó a insinuar. Tengo entendido que el castigo más suave es la llamada «muerte de cuatro horas». Dexter no quiso entrar en detalles, aparte de explicarme que se utiliza una droga de efectos contrarios a la anestesia, una droga que intensifica el dolor.

Dexter dice que Clark está absolutamente seguro mientras el tío Tom no insista en mezclarse con cosas que no entiende. «Ese viejo loco» es el término que utilizó y entonces fue cuando le di una bofetada.

Adiós a mi feliz infancia en Marsópolis donde era capaz de comprender cómo funcionaban las cosas. Porque aquí no las entiendo. Lo único que sé a ciencia cierta es que ya no puedo salir de la suite a no ser que vaya acompañada de tío Tom, y que he de salir de ella y acompañarle cuando quiera que la deje y vaya donde vaya.

Así fue cómo pude ver por fin la quinta Cunha. Me habría interesado mucho más si Clark no hubiera desaparecido. Una «casita modesta», apenas un poquitín más pequeña que el Tannhauser, pero mucho más lujosa. La Casa Rosa de nuestro presidente cabría en su salón de baile. Aquí es donde reñí con Dexter, mientras el tío Tom y el señor presidente seguían enfrascados en una pelea que parecía resonar en toda la casa.

De pronto tío Tom me llevó de regreso al hotel. Jamás le había visto con un aspecto tan avejentado...

Nos trajeron la cena a la suite. Apenas probamos bocado. Cuando retiraron el servicio, ambos nos sentamos en silencio. Yo contemplaba el paisaje que se nos ofrecía a través de la ventana del salón. Tenía unas enormes ganas de llorar. Tío Tom parecía Prometeo aguardando la embestida de los buitres. Puse mis manos entre las suyas y dije:

–Tío Tom, me gustaría que me dieras una zurra.

–¿Eh? –agitó la cabeza como si me viera por primera vez–. ¡Flicka! ¿Por qué?

–Porque es culpa mía.

–¿Qué quieres decir, querida?

–Porque yo soy responsable de Clark. Siempre lo he sido. Él no tiene sentido común. ¡Vaya, si cuando era un bebé tuve que impedirle lo menos mil veces que se cayera al Canal!

Agitó la cabeza, esta vez negativamente.

–No, Poddy. La responsabilidad es mía, en absoluto tuya. Estoy in loco parentis con vosotros dos, lo cual significa que vuestros padres debían estar locos al confiaros a mí.

–Pero yo me siento responsable. Clark forma parte de mis obligaciones.

De nuevo agitó la cabeza.

–No. En puridad nadie es responsable de otro ser humano. Cada uno de nosotros se enfrenta solo al universo, y el universo es lo que es y no mitiga sus reglas por ninguno de nosotros. Al fin y a la postre, el universo siempre se sale con la suya, siempre vence. Pero eso no facilita las cosas cuando tratamos, como tú o como yo, de responsabilizamos de alguien y luego, volviendo la vista atrás, comprendemos que habríamos podido hacerlo mejor. –Suspiró –. No debería de haber echado la culpa al señor Cunha. También él trató de cuidar a Clark. De vosotros dos. Yo lo sabía. –Hizo una pausa y añadió –: Pero tuve una sospecha estúpida e indigna: la de que se proponía utilizar a Clark para extorsionarme. Estaba equivocado. A su modo, y según sus reglas, el señor Cunha es un hombre de honor, y esas reglas no incluyen el utilizar a un niño con fines políticos.

–¿Fines políticos?

El tío se volvió a mirarme como sorprendido de que yo siguiera todavía en la habitación.

Poddy, debería haberte hablado con mucha mayor sinceridad Siempre se me olvida que ahora ya eres una mujer. Sigo pensando en ti como la nena que solía subirse a mis rodillas y pedirme que le contara su cuento. Inspiró profundamente –. Pero no deseo abrumarte con todo ello. Sin embargo, debo al señor Cunha una disculpa sincera... porque he sido yo quien ha utilizado a Clark con fines políticos. Y a ti también.

–¿Qué?

–Como tapadera, hijita. El pobrecito tío abuelo que acompaña a sus amados sobrinitos a un viaje de placer. Lo siento, Poddy, pero no es así; en absoluto. La verdad es que soy embajador extraordinario y ministro plenipotenciario de la República en la conferencia cumbre de los Tres Planetas. Sin embargo, parecía lo más deseable mantenerlo en secreto hasta que yo presentara mis credenciales.

No contesté porque tenía ciertas dificultades para tragarme todo aquello. Quiero decir que yo sé bien que tío Tom es bastante especial y que ha hecho algunas cosas importantes, pero toda mi vida le he mirado como alguien que siempre tenía tiempo para sostenerme la madeja que yo había de ovillar y que se tomaba un gran interés por ayudarme a bautizar a mis muñecas de papel.

Pero él seguía hablando:

–De modo que os utilicé, Flicka. A ti y a tu hermano. Porque... Poddy, ¿deseas saber realmente todos los secretos y suciedades de la política que hay tras esto?

Si lo deseaba, y mucho. Pero traté de hablar como una persona adulta:

–Sólo aquello que juzgues conveniente decirme, tío Tom.

–Muy bien. Porque parte de ello es sórdido, y todo ello complejo, y me llevaría horas el explicártelo. Incluso hay cosas que no me corresponde a mí desvelar porque involucraría a Bozo, perdón, al presidente. Y porque están relacionadas con promesas hechas por él. ¿Sabes quién es ahora nuestro embajador en Ciudad Luna?

Intenté recordarlo.

–¿Suslov?

–No, éste lo fue durante el último gobierno. Artie Finnegan. Artie no es mal chico, pero él cree que debía de haber sido nombrado presidente, y está convencido de que sabe más de asuntos interplanetarios, y de lo que conviene a Marte, que el mismo presidente. Con buena intención, sin duda.

No hice comentarios porque había reconocido en seguida el nombre de Arthur Finnegan. En una ocasión oí al tío Tom y a papá despotricando contra él cuando se suponía que yo estaba en la cama y bien dormida. Las expresiones más suaves que se utilizaron fueron: «una cabeza de asno» y «corazón de salteador de caminos».

–Pero aunque sus intenciones sean buenas –continuó tío Tom –, sus opiniones difieren de las del presidente y de las mías con respecto a los asuntos que han de presentarse en esa conferencia. Sin embargo, a menos que el presidente mande un enviado especial (en este caso yo), el embajador residente es el que automáticamente habla en nombre de Marte. Poddy, ¿qué sabes de Suiza?

–Pues lo de Guillermo Tell, la manzana...

–Eso es suficiente, supongo, aunque lo más probable es que nunca hubiera una manzana. Pues bien, Poddy: o Marte se convierte en la Suiza del sistema solar o no es nada en absoluto. Eso cree el presidente; y yo también. Un hombre pequeño, y un país pequeño, como Marte o Suiza, sólo puede enfrentarse a sus vecinos más grandes y poderosos si está preparado para la lucha. Nosotros nunca hemos tenido una guerra y espero, para ello rezo, que nunca la tengamos, porque probablemente la perderíamos. Pero si estamos lo bastante preparados puede que nunca tengamos que luchar. –Suspiro –. Así es como yo lo entiendo. Pero Finnegan cree que, puesto que Marte es pequeño debe unirse a la Federación Terrestre. Tal vez tenga razón y esa sea realmente la tendencia en el futuro. Pero yo no opino lo mismo. Estoy convencido de que sería el fin de Marte como país independiente y sociedad libre. Más aún: juzgo lo lógico que si Marte renuncia a su independencia sólo será cuestión de tiempo que Venus siga el mismo camino. Desde que llegamos he dedicado todo mi tiempo a tratar de convencer al señor Cunha de esto, de obligarle a que forzara a su comisionado residente a hacer causa común con nosotros contra la Tierra. Esto tal vez persuadiría a Luna a integrarse con nosotros también, ya que tanto Venus como Marte pueden venderle cuanto necesita y más barato que la Tierra. Pero no fue fácil, en absoluto, ya que la Corporación tiene desde hace siglos la tradición de no intervenir jamás en política. «No pongas tu fe en los príncipes» significa para ellos que deben limitarse a comprar, a vender y a no hacer preguntas.

»Pero lo que yo he estado tratando de hacer comprender al Cunha es que si Luna, Marte y la Tierra llegan a estar sometidas a las mismas reglas, la Corporación de Venus quedaría muy pronto tan privada de libertad como la General Motors o la Farberindustria. Estoy seguro de que él iba captando muy bien el asunto hasta que yo salté a conclusiones con respecto a la desaparición de Clark y perdí el control. –Agitó la cabeza –. no valgo nada como diplomático.

–No eres el único que ha perdido la calma –le dije, y le conté lo de mi bofetada a Dexter.

Sonrió por primera vez.

–¡Oh, Poddy, Poddy! ¡Jamás podremos convertirte en una dama! Eres tan mala como yo.

También yo le sonreí y empecé a hurgarme los dientes con una lima de uñas. Esto es un gesto incluso más grosero de lo que ustedes puedan creer y algo totalmente privado entre tío Tom y yo. Nosotros, los de ascendencia maorí, tenemos un historial muy sanguinario y no voy a insinuar siquiera lo que se supone que sacamos de nuestros dientes. Tío Tom solía utilizar esta pantomima grosera conmigo cuando yo era una niña pequeña para indicarme bien a las claras que no era muy refinada.

Cuando me vio hacerlo ahora sonrió cálidamente y me acarició el cabello.

–Eres la salvaje de ojos más azules y más rubia que he visto en la vida. Pero, desde luego, una salvaje. Y yo también. Será mejor que te disculpes con él, encanto, porque, aunque agradezco mucho que me defendieras con tanta galantería, Dexter tenía toda la razón. He sido un «viejo loco». Me disculparé con su padre, haciendo los últimos cien metros sobre mi estómago si así lo desea. Un hombre debe admitir sin rebozo que se ha equivocado; y rectificar. Y tú bésale y arregla ese asuntito con Dexter. Es un muchacho espléndido.

–Le diré que lo siento y haré las paces, pero no creo que le bese. No le he besado todavía.

Pareció sorprendido.

–¿Cómo? ¿Es que no te gusta? ¿O es que hemos inyectado demasiada sangre nórdica en la familia?

–Me gusta mucho Dexter, y esta niebla te ha vuelto loco si crees que la sangre nórdica es más fría que la polinesia. Podría ir demasiado lejos con Dexter, por eso no le he besado todavía.

Reflexionó unos instantes.

–Creo que eres muy prudente, encanto. Vale más que practiques los besos con chicos que no hagan que te suba la tensión hasta pasar la rayita roja. De todas formas, y aunque es un chico estupendo, no es bastante bueno para la salvaje de mi sobrina.

–Quizá sí, quizá no. Tío... ¿qué harás con respecto a Clark? Aquel estado de ánimo un poquito más feliz se desvaneció.

–Nada, nada en absoluto.

–Pero ¡tenemos que hacer algo!

–¿Qué, Podkayne?

Ahí me tenía atrapada. Yo ya había registrado todos los segmentos superiores e inferiores de mi cerebro. ¿Decírselo a la policía? El presidente es la policía, todos trabajan para él. ¿Contratar a un detective privado? Si es que existen en Venus, cosa que ignoro, estarán todos contratados por el señor Cunha, o más bien por la Corporación de Venus. ¿Poner anuncios en los periódicos? ¿Preguntar a todos los taxistas? ¿Enseñar la fotografía de Clark en la televisión y ofrecer recompensas? Pensara lo que pensara, todo en Venus pertenece al presidente. O más bien a la Corporación que él dirige. Lo cual viene a ser lo mismo, aunque tío Tom diga que los Cunha sólo poseen realmente una parte.

–Poddy, he estado repasando con el señor Cunha todas las medidas a adoptar y, o bien ya lo ha hecho, o me ha convencido de que, en estas condiciones que él conoce mucho mejor que yo, no debe hacerse.

–Entonces ¿qué podemos hacer?

–Esperar. Pero si se te ocurre algo, lo que sea, que crees que podría servir de ayuda, dímelo y, si no se está haciendo ya, llamaremos al señor Cunha y averiguaremos si conviene llevarlo a cabo. Y, si estoy dormido, despiértame.

–Lo haré. –Dudaba que él pudiera dormir. Ni yo. Pero aún había otra cosa que me preocupaba –. Si llega el momento de que el «Tricornio» anuncie la salida para la Tierra y no hemos hallado a Clark, ¿qué harás?

No contestó, sólo se profundizaron las arrugas en su rostro. Yo sabia que aquélla era una decisión espantosa y que él la había tomado ya.

–Pero también yo tenía que tomar por mi cuenta una terrible decisión. Había hablado de ello un ratito con san Podkayne y había decidido que Poddy tenía que quebrantar su juramento al santo. Tal vez esto les parezca una bobada, pero no lo era para mí. Jamás en la vida he faltado a un juramento y sabía que ya no volvería a confiar en mi misma. De modo que le conté al tío Tom todo lo referente a la bomba pasada de contrabando.

Con algo de sorpresa por mi parte él se lo tomó en serio, cuando yo estaba casi convencida de que Clark me había estado tomando el pelo por no perder la costumbre. Pero el tío pretendía ahora que le describiera con todo detalle a la persona a quien yo había visto hablando con Clark en Deimos.

–Tío, no puedo. ¡Si apenas le miré! Un hombre. Ni bajo ni alto, ni exageradamente grueso ni flaco, ni vestido de ningún modo que me permita recordarle... y ni siquiera puedo estar segura de haberle mirado al rostro. Bueno, sí, le miré, pero no puedo describírtelo.

–¿Crees posible que fuera uno de los pasajeros?

Medité intensamente en ello.

–No. Creo que habría reconocido su cara más tarde, cuando aun estaba fresca en mi mente. Estoy casi segura de que no se puso en cola con nosotros. Creo que se dirigió a la salida, la que lleva de nuevo a la nave de transporte.

–Es más que probable –dijo –, y podemos darlo por seguro si era una bomba y no sólo producto de la descabellada imaginación de Clark.

–Pero, tío Tom, ¿por qué había de ser una bomba?

No me contestó y comprendí la razón. ¿Por qué desearía alguien hacer explotar al «Tricornio» matando a todos los que iban en la nave, niños incluidos? No por el seguro, como se ve en ocasiones en las historias de aventuras. Ni Lloyd's aseguraría una nave por una cantidad lo bastante elevada como para que resultara rentable esa especie de locura. Al menos así se nos explicó en la clase de economía de la escuela superior.

Entonces ¿para qué?

Para impedir que la nave llegara a Venus.

Pero el «Tricornio» había estado en Venus docenas y docenas de veces.

Para impedir que alguien de la nave llegara a Venus (o quizás a Luna) en este viaje.

¿Quién? No Podkayne Fríes. Yo no tengo tanta importancia para nadie más que para mi.

Durante las dos horas siguientes el tío y yo registramos la suite del hotel. No encontramos nada, aunque tampoco esperábamos encontrarlo. Si había una bomba –cosa que seguía sin creer del todo – y si Clark la había sacado en realidad de la nave para esconderla aquí –lo que aún parecía más improbable, teniendo en cuenta a los del «Tricornio» por un lado y a los oficiales de Venus por otro – había contado sin embargo con días y días para camuflarla y hacer que pareciera cualquier cosa, desde un jarrón de flores a... ¡qué sé yo!

Dejamos para el final el registro de la habitación de Clark porque pensamos que era el lugar menos probable. Empezamos a registrarla juntos, pero el tío tuvo que terminar de hacerlo solo. El estar removiendo todas las pertenencias de Clark resultó demasiado para mí, así que tío Tom me obligó a volver al salón a echarme un ratito.

Se me habían acabado ya las lágrimas para cuando él renunció a la tarea. Incluso le hice una sugerencia.

–¿Y si enviáramos a buscar un contador Geiger?

Agitó la cabeza y se sentó.

–No buscamos una bomba, cariño.

–¿Que no?

–No. Si la encontráramos, eso confirmaría sencillamente que Clark te había dicho la verdad y esa hipótesis es la que me parece menos segura. Porque... bien, porque yo sé mucho más acerca de esto de lo que te dije en aquel breve resumen y sé el gravísimo peligro que esto supone para algunos y hasta dónde serían capaces de llegar. La política no es un juego, ni tampoco una broma de mal gusto, según creen ciertos sectores. La guerra no es más que una consecuencia de la política; por eso no encuentro nada sorprendente en que se mezcle una bomba con política. Se han utilizado bombas en la política cientos, incluso miles de veces, en el pasado. No. No buscamos una bomba; buscamos un hombre... un hombre que sólo has visto una vez y por unos segundos. Probablemente ni siquiera ese hombre, sino alguien a quien él pueda conducirnos. Tal vez una persona dentro de la oficina del presidente; alguien en quien él confía.

–¡Caray, ojalá le hubiera mirado bien!

–No sufras por eso, cariño. Tú no lo sabías, y no había razón alguna para que te fijaras. Pero puedes apostar a que Clark sí conoce su aspecto. Si Clark... quiero decir, cuando Clark aparezca y dispongamos del tiempo necesario, haremos que compruebe los archivos de identificación en Marsópolis y todas las fotografías de visados durante los diez últimos años si es preciso. Descubriremos a ese hombre. Y, a través de él, a la persona en quien confía el presidente y que es indigna de confianza. –El Tom pareció de repente muy maorí y muy salvaje –. Y, cuando lo hagamos, tal vez me ocupe personalmente del asunto. Veremos. –Luego sonrió y añadió –: Pero lo que Poddy va a hacer ahora mismo es irse a la cama. Hace mucho tiempo que deberías estar acostada, a pesar de todos esos bailes y esas retiradas madrugada a que te has aficionado últimamente.

–¡Oh!... ¿qué hora es en Marsópolis? Miró el reloj:

–Las veinte y diecisiete. ¿No estarás pensando en telefonear tus padres, ¿verdad? Espero que no.

–No, claro No les diré una palabra a menos que... hasta Clark vuelva. Y tal vez ni siquiera entonces. Pero si sólo son veinte y diecisiete, no es demasiado tarde según nuestra hora, y no quiero acostarme. Por lo menos hasta que lo hagas tú.

–Tal vez no me acueste.

–No me importa. Quiero seguir sentada aquí contigo. Parpadeó y luego dijo amablemente:

–Muy bien, Poddy. Nadie madura nunca sin haber pasado menos una de esas noches eternas.

Así que seguimos sentados allí mucho rato sin nada que decirnos. Todo estaba dicho ya y nos habría dolido mucho repetirlo.

Al fin pedí:

–Tío Tom, cuéntame mi cuento.

–¿A tu edad?

–Por favor –trepé a sus rodillas –, quiero sentarme una vez más en tu regazo para escucharlo. Lo necesito.

–De acuerdo –dijo, y me rodeó con sus brazos –. Una vez, hace muchísimo tiempo, cuando el mundo era joven, y en una ciudad especialmente favorecida, vivía una niña pequeña llamada Poddy. Todo el día estaba ocupadisima, como un relojito. Tic–tic–tic, hacían sus zapatos; tic–tic–tic, hacían sus agujas de hacer punto y, especialmente, tic–tic–tic, hacía su mente que no paraba de discurrir. Sus cabellos tenían el color de los ranúnculos en primavera, cuando el hielo deja los canales; sus ojos eran de ese azul cambiante bajo los rayos del sol que juegan en el agua de los arroyos en primavera. La nariz todavía no había decidido qué dirección seguir y la boca era como un signo de interrogación. Saludaba al mundo como un regalo por descubrir y no había maldad en ella. Un día, Poddy...

Le interrumpí.

–Pero yo ya no soy pequeña. ¡Y ya no creo que el mundo fuera joven alguna vez!

–Aquí tienes mi pañuelo –dijo –. Suénate. Jamás te conté el final del cuento, siempre te quedabas dormida. Termina con un milagro.

–¿Un milagro auténtico?

–Sí. Ése es el final. Poddy creció y tuvo otra Poddy. Y entonces el mundo fue joven de nuevo.

–¿Y eso es todo?

–Eso es todo. Mejor dicho, ya es bastante.

* * *




12




Supongo que tío Tom me metió en la cama, pues me desperté vestida y con el traje muy arrugado. Tío Tom había salido del hotel, pero había dejado una nota diciendo que podía ponerme en contacto con él, si le necesitaba, a través del presidente. No tenía ninguna excusa para molestarle, ni deseaba ver a nadie, así que ordené a María y María que me dejaran sola y me tomé el desayuno en la cama. Comí mucho, he de confesarlo... el cuerpo exige sus derechos pase lo que pase.

Luego escribí en mi diario por primera vez desde que aterrizamos. No quiero decir con esto que no haya llevado el diario, me limitaba a grabarlo en vez de escribirlo. La biblioteca de nuestra suite tiene una grabadora incorporada a su mesa y descubrí que resultaba más fácil llevar el diario de ese modo. Bueno, en realidad ya lo había descubierto antes, porque el señor Clancy me dejaba utilizar la grabadora que tienen ellos para llevar el diario de navegación.

El único inconveniente de la grabadora de la biblioteca era que Clark podía entrar allí y pescarme en cualquier momento. Pero el primer día que fui de compras descubrí la más encantadora minigrabadora en «Venus Macy», y sólo por diez cincuenta. Cabe en la palma de la mano y puedes hablar sin que nadie se de cuenta si tú no quieres. No pude resistirme. La he llevado desde entonces.

Ahora quería repasar un poco el principio de mi diario, sobre todo lo primero que escribiera, para ver si había algo que pudiera recordarme el aspecto del hombre del paquete o darme una pista de él.

Pero no. No encontré ninguna pista. Sin embargo, ¡encontré una nota de Clark! Decía así:


Pod:

Si llegas a encontrar esto ya es hora de que lo leas, ya que estoy utilizando una tinta de efecto temporal y luego desaparecerá y ya no lo encontrarás nunca.

Girdie está en peligro y voy a rescatarla. No se lo he dicho a nadie porque es un trabajo que me corresponde a mí, y no quiero que tú, ni nadie, se entrometa en ello.

Sin embargo, un jugador listo siempre cubre sus apuestas si puede. Si he estado ausente el tiempo suficiente para que llegues a leer esto, ya es hora de que cojas al tío Tom y se ponga en contacto con el presidente Cunha. Todo lo que voy a decirte es que hay un quiosco de prensa justo en la Puerta Sur. Hay que comprar un ejemplar del «Daily Merchandiser» y preguntar si lleva «Everlites». Y entonces decir: «Será mejor que me dé dos porque allá donde voy está muy oscuro».

Pero no lo hagas tú personalmente. No quiero que armes un lío. Si esto resulta mal, puedes quedarte con mi colección de rocas. Cuenta hasta diez. Es mejor que uses los dedos.


CLARK




Todo se me hizo negro. Esa penúltima línea... Reconocía en ella un testamento ológrafo, aunque jamás hubiera visto uno. Entonces me enderecé y conté hasta diez, incluido el taco que solté al final para librarme de la tensión nerviosa. Éste no era el momento de cegarme y perder el control; había muchas cosas que hacer.

Llamé inmediatamente a tío Tom, pues en ese punto estaba perfectamente de acuerdo con Clark; yo no iba a tratar de emular a Stalwart, el ranger del espacio, o al Hombre de Acero, como sin duda había sido la intención de Clark. Intentaría conseguir toda la ayuda que pudiera. Sabiendo que Clark y Girdie estaban en apuros, con gusto habría dado la bienvenida a un regimiento de marines y a toda la Legión marciana.

Llamé al teléfono privado del presidente. Me respondió una grabación que se limitó a facilitarme un número telefónico. Llamé de nuevo y esta vez la voz de tío Tom llegó hasta mí. Sin embargo era otra grabación en la que se repetían las instrucciones que me había escrito en la nota: él iba a estar ocupado todo el día y yo no debía salir de la suite bajo ninguna circunstancia hasta que él volviera. Además, añadía que no debía dejar entrar a nadie, ni siquiera a un mecánico o a un sirviente, excepto a María y María.

Colgué cuando la cinta empezó a repetirlo por tercera vez. Entonces intenté llamar al presidente por la vía normal, a través de las oficinas de la Corporación. ¡Y vaya si me costó! A pesar de repetir una y otra vez que yo era la señorita Fries, sobrina del senador Fries, de la República de Marte, no conseguí pasar de su secretaria, o tal vez de la secretaria de ésta.

–El señor Cunha no puede atenderla en este momento. Lo siento mucho, señorita Fries.

Solicité que localizaran a tío Tom.

–No tengo esa información. Lo siento mucho, señorita Fries.

Entonces exigí que me pasaran a Dexter.

–El señor Dexter está en un viaje de inspección por órdenes del señor Cunha. Lo siento mucho.

No podía, o no quería decirme cuándo esperaban que volviera Dexter; y no quería, o no podía decirme cómo ponerme en contacto con él. Cosa que sinceramente no creí porque, si yo fuera la propietaria de una corporación que abarcara todo el planeta, establecería el modo de ponerme en todo momento en contacto telefónico con cada mina, cada rancho, cada fábrica, nave que poseyera la compañía. No voy a creer que el señor presidente sea menos inteligente que yo para poder hacerlo.

Así se lo dije a la secretaria, echando mano de la retórica pintoresca de los criminales, renegados y obreros del Canal, lo significa que perdí el control por completo y utilicé palabrotas que ni siquiera imaginaba conocer. Supongo que el tío tiene razón: se rasca un poco la piel nórdica y debajo hay un salvaje. Me hubiera gustado hurgarme los dientes ante la secretaria, sólo que ella no habría comprendido el significado de mi gesto.

Pero ¿quieren creerlo? Lo mismo hubiera dado lanzar todas las maldiciones sobre un lagarto. No hicieron el menor caso. Se limitaba a repetir: «Lo siento muchísimo, señorita ., así que solté un último gruñido y colgué.

¿Suponen ustedes que el presidente utiliza algún Tik–Tok androide como monitor telefónico? No me extrañaría, porque cualquier mujer de carne y hueso habría reaccionado de alguna forma ante las maldiciones tan absurdas que le lancé, aunque no comprendiera la mayoría de mis palabras. (La verdad es que algunas que ni siquiera yo comprendo. Pero no son cumplidos.)

Pensé en telefonear a papá. Sabia que él aceptaría el cobro aunque tuviera que hipotecar su sueldo, pero Marte estaba a once minutos de distancia (así lo leí en el dial del teléfono) y las comunicaciones vía estación Hermes y Ciudad Luna eran incluso peores. Con veintidós minutos entre cada contacto necesitaría la mayor parte del día sólo para decirle que algo iba mal. Sin embargo, habría llamado de no ser porque... bueno, ¿que podía hacer papá a trescientos millones de kilómetros de distancia? Lo único que conseguiría es que todo el pelo se le pusiera blanco.

Solo cuando me hube tranquilizado lo suficiente me di cuenta de que había algo extraño en aquella nota que Clark dejara diario con su letra infantil y fanfarrona. Girdie...

Cierto que yo no había visto a Girdie en un par de días; tenia un horario que no coincidía en absoluto con el mío, pues los empleados recién contratados son los que tienen menos ventajas. Pero estaba segura de haber hablado con ella después de la desaparición de Clark. Y tío Tom había hablado también con ella justo antes de salir el día anterior hacia la quinta de los Cunha. Le preguntó específicamente si había visto a Clark y Girdie había contestado que no. Desde luego no después de la última vez que le viéramos nosotros.

No tuve ninguna dificultad para comunicar con don Pedro, no el don Pedro que me presentaran la noche en que conocí a Dexter, sino el don Pedro de ese turno. Sin embargo, para este momento ya todos los don Pedro saben quién es Poddy Fries: la chica que sale con el señor Dexter. Me dijo en seguida que Girdie había terminado su turno media hora antes, y que la encontraría en el hotel. A menos que... Se detuvo e hizo algunas preguntas: por lo visto alguien le había oído decir que se iba de compras.

Llamé al pequeño hotel al que se había trasladado desde el elegantísimo y carísimo Tannhauser, y dejé un mensaje grabado que me garantizaba su llamada a los pocos segundos de volver... si es que volvía.

Esto ponía fin al asunto. Ya no me quedaba nadie más a quien acudir ni nada más que hacer, salvo esperar en la suite hasta que volviera el tío como él había ordenado.

Por tanto cogí el bolso y una chaqueta y me marché.

No pude dar más de tres pasos fuera de la puerta. Un personaje alto, grande y musculoso, se interpuso en mi camino. Cuando intenté sortearle, me dijo: «Vamos, vamos, señorita Fries. Su tío dejó órdenes».

Corrí hacia el otro lado pero descubrí que, para ser tan grandote, era fantásticamente rápido. De modo que así estaban las cosas. ¡Arrestada! ¡Retenida en mis propias habitaciones y mantenida bajo vigilancia! ¿Saben?, creo que el tío Tom no se fía mucho de mí.

Volví a mi habitación, cerré la puerta y reflexioné. La habitación aún no estaba arreglada y seguían allí los platos sucios del desayuno porque, a pesar de la barrera del idioma, había conseguido que María y María comprendieran sin lugar a dudas que la señorita Fries se enojaría muchísimo si alguien entraba en la habitación sin que ella lo ordenara.

La mesita de ruedas de dos pisos en la que me trajeron el desayuno estaba todavía junto a la cama. Retiré todo lo del estante inferior, lo escondí en el cuarto de baño y cubrí la mesita con el mantel. Entonces tomé el teléfono interior y ordené que retiraran el desayuno inmediatamente.

No soy muy grande. Quiero decir que una masa de cuarenta y nueve kilos con una estatura de metro cincuenta y siete se de encajar perfectamente en un espacio bastante pequeño solo con encogerse un poco. El estante inferior era duro, pero suficiente.

Las instrucciones de mi tío (o quizá del señor Cunha) se siguieron al pie de la letra. Por lo general es un pinche de cocina el que viene a retirar el carrito de la comida, pero esta vez las dos Marías lo sacaron por la puerta de servicio y lo llevaron el ascensor. En este momento descubrí algo muy interesante pero que no me sorprendió demasiado. Una María dijo en portugués y la otra le contestó en un Orto tan perfecto el mío: «Probablemente estará remojándose en la bañera, esa gandula».

Mentalmente tomé nota de olvidarme de ella en sus cumpleaños y en Navidad.

Alguien me sacó del ascensor, muchos pisos más abajo, y me dejó en un rincón. Esperé unos segundos y salí. Un hombre, con delantal muy manchado, se me quedó mirando atónito. Yo le dije: «¡Obligato!», le largué un billete y salí por la entrada de servicio con la cabeza bien alta. Dos minutos después estaba en un taxi.


He ido grabando todo este relato mientras el taxi corre hacia la puerta Sur, con objeto de no comerme las uñas hasta el codo. Debo admitir que me encuentro bien, aunque muy nerviosa. La acción es mejor que la espera. Los golpes no me arredran, pero el no saber nada me vuelve loca.

Esta cinta casi se ha terminado, así que creo que la cambiare por una nueva y enviaré ésta por correo a mi tío desde la Puerta Sur. Debía de haberle dejado una nota, lo sé... pero esto es mejor que una nota. Por lo menos eso espero.

* * *




13


Bien no puedo quejarme de no haber visto hadas. Son tan encantadoras como me habían dicho pero no me importará nada el no volver a verlas.

Lanzándome a la brecha con toda valentía, y enfrentándome a un horrible destino con audacia, pude vencer...

No, no fue así. En absoluto. Lo que hice fue meter la pata. Hasta el fondo. Y ahora estoy aquí, en algún punto de la selva, encerrada en una habitación sin ventanas y que sólo tiene una puerta. Esa puerta no me sirve de mucho, ya que hay un hada posada sobre ella. Es una cosita encantadora y el borde de tono verdoso de su piel parece exactamente el tutú de una bailarina de ballet. Claro que no se parece en lo más mínimo a un ser humano en miniatura y con alas... pero dicen que, cuanto mas las miras, más humanas te parecen. Tiene los ojos parecidos a los de un gato y una sonrisa estereotipada muy bonita.

Yo la llamo Titania, porque soy incapaz de pronunciar su verdadero nombre. Habla algunas palabras de Orto pero no mucho, porque el cerebro de un hada no tiene más que el doble de volumen que el de un gato. En realidad es bastante idiota, parece como si estuviera haciendo oposiciones para que la metieran en un manicomio... y sin estudiar demasiado, además.

La mayor parte del tiempo se limita a estar allí posada meciendo a su bebé, que es del tamaño de un gatito recién nacido y mucho más mono. Yo le llamo Ariel, aunque no estoy segura de su sexo. Tampoco estoy segura del sexo de Titania; dicen que tanto los machos como las hembras se cuidan de alimentar a los bebés, no de amamantarlos, claro, porque no son mamíferos, pero lo que les dan sirve al mismo propósito. Ariel está aprendiendo a volar. Titania lo tira al aire y él planea hasta el suelo, donde se queda mallando lastimeramente hasta que ella se baja a cogerlo y vuela de nuevo a su percha.

Yo dedico casi todo mi tiempo a pensar, poner al día este diario y tratar de convencer a Titania para que me permita tener a Ariel en brazos. (Ya he hecho algunos progresos: ahora me deja que lo recoja del suelo y se lo entregue. El bebé no me tiene ningún miedo.)

Puedo andar por toda la habitación y hacer cualquier cosa mientras permanezca un par de metros alejada de la puerta. ¿Adivinan por qué? ¿Se dan por vencidos? Pues porque las hadas tienen dientes y garras muy agudos; son carnívoras. Ya llevo un buen mordisco y dos arañazos profundos en el brazo izquierdo –muy rojos, ensangrentados y sin aspecto de ir mejorando –que lo demuestran.

Por otra parte se muestra muy amistosa... Tampoco físicamente tengo razones para quejarme. Un nativo entra con bastante frecuencia y trae una bandeja de comida realmente buena. yo nunca le miro, ni cuando entra ni cuando sale, porque estos venerios tienen, para empezar, un aspecto demasiado humano y, cuanto más les miras, más se te revuelve el estómago. Sin duda habrán visto fotografías, pero no es lo mismo; en las fotografías no se advierte el olor, ni esa boca abierta y babeante, ni da tampoco la impresión de que esta cosa ha estado muerta mucho tiempo y se la ha hecho vivir mediante artes obscenas o brujería.

Yo le llamo Bobalicón, lo que para él es incluso un cumplido. No dudo que es un macho. Sólo de pensarlo hace que una chica entre a toda prisa en un convento.

Tomo esas comidas porque estoy segura de que no las ha preparado Bobalicón. Creo saber muy bien quién las guisa. Seria una buena cocinera.

Voy a retroceder un poco en mi historia. Le dije al vendedor quiosco: «Será mejor que me dé dos porque allá donde voy está muy oscuro», y él me miró dudoso. Se lo repetí.

De pronto me vi sobrevolando la selva en un coche aéreo. ¿Han tratado de volar alguna vez hundidos en la niebla? Eso me despistó. No tengo ni la más ligera idea de dónde estoy, excepto que calculo que son unas dos horas de vuelo desde Venusberg, y que hay una pequeña colonia de hadas cerca. Las vi volando poco antes de aterrizar y estaba tan interesada en ellas que ni siquiera eché una buena mirada a este lugar cuando se detuvo el coche y se abrió la puerta de la casa. Aunque no me hubiera servido de mucho.

Bajé, el coche se elevó en seguida abanicándome con sus aletas y me encontré ante una casa con la puerta abierta desde la que una voz familiar me decía: «¡Poddy! ¡Entra, querida, entra!»

Experimenté un alivio tan repentino que me lancé a sus brazos y la abracé y ella me abrazó también. Era la señora Grew, tan gorda y amistosa como siempre.

Pero de pronto miré a mi alrededor y vi a Clark, sentado en una silla. Me miró, dijo: «¡Idiota!», y apartó la vista. Y luego vi al tío sentado en otra silla. Estaba a punto de correr hacia él con grandes gritos de alegría, cuando los brazos de la señora Grew se tornaron extraordinariamente fuertes y volví a oír su voz que decía con ternura: «No, no, nena, no tan de prisa», sujetándome hasta que alguien (que luego supe era Bobalicón) me inmovilizó no sé cómo, clavándome algo en el cuello.

Así me vi sentada yo también en otra silla muy cómoda (supongo, porque no tenía sensibilidad del cuello para abajo). No me encontraba mal, aparte de un extraño zumbido en los oídos, pero no podía moverme.

El tío recordaba a Lincoln llorando por los muertos en Waterlo. Todavía no había hablado.

La señora Grew dijo alegremente:

–Bueno, ya tenemos aquí reunidita a toda la familia. ¿Está un poco más dispuesto a discutir los asuntos con sentido común, senador?

Tío Tom agitó la cabeza unos milímetros.

Ella insistió:

–¡Oh, vamos! ¡Pero si nosotros queremos que asista a la Conferencia! Sólo deseamos que asista a ella con la mentalidad adecuada. Si no llegamos a un acuerdo... bien, no creo que sea posible permitir que les encuentren de nuevo, ¿verdad? Y eso sería una pena, especialmente por los niños.

–¡Váyase al cuerno! –le espetó tío Tom.

–¡Oh, estoy segura de que no habla en serio!

–¡Pues claro que sí! –gritó agudamente Clark–. ¡Es usted una obscenidad ilegal! ¡Y por mí se puede ir a la mierda!

Comprendí que estaba realmente furioso, porque Clark desprecia las palabras groseras, ya que dice que denotan una mente inferior.

La señora Grew miró plácidamente, incluso tiernamente, a Clark. Luego llamó de nuevo a Bobalicón.

–Llévatelo fuera y consérvalo consciente hasta que muera.

Bobalicón levantó a Clark y se lo llevó. Pero mi hermano tuvo la última palabra:

–¡Y además de todo eso –gritó –, usted hace trampas en los solitarios! ¡Yo lo vi!

Por un segundo la señora Grew pareció realmente enojada. Luego su rostro retornó a la amable expresión habitual y dijo a mi tío:

–Ahora que ya tengo a los dos niños creo que puedo permitirme el lujo de matar a uno de ellos. Especialmente ya que usted le tiene tanto cariño a Poddy. Demasiado cariño, dirían algunos. Los psiquiatras, quiero decir.

Medité en sus palabras y decidí que, si salía de ésta, haría una estera con su pellejo y se la regalaría a mi tío.

Éste no le hizo el menor caso. De pronto se escuchó un sonido horrísono, choque de metal contra metal. La señora Grew sonrió.

–Es un método bárbaro, pero funciona. Se trata de lo que utilizaban como calentador de agua cuando esto era un rancho. Por desgracia, no es lo bastante grande para que puedan sentarse en su interior... aunque un muchachito tan grosero no puede esperar que se le trate con cortesía. Ese sonido que oyen lo produce un trozo de cañería golpeando la parte exterior del recipiente. –Se quedó pensativa unos instantes –. No sé si podremos hablar de lo que nos interesa con ese escándalo. Creo que voy a ordenar que se lleven el tanque más lejos... aunque tal vez nuestra conversación fuera mucho más rápida si lo tuviéramos más cerca y ustedes pudieran oír también los gritos que da el niño en el interior. ¿Qué opina, senador?

Le interrumpí:

–¿Señora Grew?

–¿Sí, querida? Lo siento, Poddy, pero ahora estoy muy ocupada. Más tarde tomaremos juntas una tacita de té. En cuanto a esto, senador...

–Señora Grew, usted no conoce bien a mi tío. Jamás le sacará nada de este modo.

–Creo que exageras, nena. Lo crees así porque quieres creerlo.

–No, no, ¡no! Usted no tiene la menor oportunidad de conseguir que mi tío Tom haga nada contra Marte. Pero si le hace daño a Clark, o a mí, todavía se mostrará más terco. Sí, claro que me quiere a mí, y a Clark también. Pero si trata de vencer su terquedad haciéndonos daño a uno de los dos, está perdiendo el tiempo.

Hablaba rápidamente y con toda la sinceridad que podía. Me parecía oír los gritos de Clark. No era posible, supongo, con aquel ruido infernal. Pero en una ocasión, cuando era un bebé, se cayó en una papelera y estuvo chillando horriblemente hasta que yo le rescaté. Supongo que eso era lo que yo oía en mi mente.

La señora Grew sonrió con amabilidad.

–Poddy, querida, no eres más que una niña y te han llenado la cabeza de tonterías. El senador va a hacer exactamente lo que yo quiera.

–¡No si mata a Clark! ¡No lo hará!

–Cállate, y déjame que te lo explique o habré de darte un par de bofetadas para que te calles. Poddy, yo no voy a matar a tu hermano...

–¡Pero usted dijo...!

–¡Que te calles! Ese nativo que se llevó a tu hermano no entendió lo que dije; apenas conoce el Orto más elemental, unas cuantas palabras, ni siquiera una frase completa. Dije lo que dije en beneficio de tu hermano para que, cuando vuelvan a traerlo, siga gimiendo y pidiéndole a tu tío que haga todo lo que yo le mande... Sonrió calurosamente –. Una de las estupideces que te han enseñado por lo visto es que el patriotismo y otras majaderías semejantes anulan los propios intereses de cualquier individuo. Créeme, no temo en absoluto que un viejo zorro político como tu tío apoye esos conceptos abstractos y estúpidos. Lo que sí le preocupa es su propia ruina política en el caso de que haga lo que yo quiero. Cosa que hará, ¿eh, senador?

–Señora –contestó el tío Tom con voz tensa –, me parece totalmente inútil continuar esta conversación.

–A mí también. Por eso no hablaremos usted y yo. Pero sí puede escuchar mientras se lo explico a Poddy. Querida, tu tío es un hombre muy terco y no quiere contribuir con ligereza a su ruina en la política. Necesito una cuerda para hacerle bailar y en ti tengo esa cuerda, estoy segura.

–¡Pues yo no!

–¿Quieres una bofetada? ¿O prefieres que te amordace? Me gustas, querida. No me obligues a usar la fuerza. Dije que contaba contigo, no con tu hermano. ¡Oh, sin duda tu tío representará muy bien ese solemne embuste de tratar igual a sus dos sobrinos: regalos de Navidad, de cumpleaños y bobaditas de ésas. Pero es indudable que nadie podría querer a tu hermano; me atrevo a decir que ni siquiera su propia madre. Sin embargo, el senador sí te quiere a ti, y mucho más de lo que le gustaría que nadie supiera. Por eso le estamos haciendo ahora un poquito de daño a tu hermano. ¡Oh, casi nada! Todo lo más se quedará sordo, para que tu tío comprenda lo que te pasará a ti. A menos que sea bueno y pronuncie su discurso exactamente como yo se lo ordene. –Miró pensativamente a mi tío –: Senador, no consigo decidir cuál de los dos métodos daría mejores resultados con usted. Verá, yo quiero que usted recuerde, después que haya accedido a cooperar, que me dio su palabra. Porque a veces los políticos olvidan que se han vendido. Una vez le deje en libertad, ¿qué me conviene más? ¿Dejar ir a su sobrino con usted para que le ayude a recordar? ¿O retener al chico aquí y trabajarle un poquito cada día ante los ojos de su hermana... para que ella tenga una idea bien clara de lo que puede ocurrirle si usted me sale con algún truco en Ciudad Luna? ¿Qué le parece, senador?

–Señora, no hay lugar para esa disyuntiva.

–¿Por qué no, senador?

–Porque yo no estaré en Ciudad Luna a menos que los dos niños estén conmigo sanos y salvos.

La señora Grew se echó a reír.

–Esas son las típicas promesas de campaña, senador. Ya razonaré con usted más tarde. Pero ahora –y miró un reloj muy antiguo que llevaba prendido como un broche sobre su grueso seno –, creo que será mejor poner fin a ese escándalo;

Me da dolor de cabeza. Y dudo que su sobrino pueda ya oírlo, como no sea a través de los huesos.

Se puso en pie y se marchó, moviéndose con agilidad y gracia sorprendentes en una mujer de su edad y de su peso.

De pronto se detuvo el ruido.

Me cogió tan de sorpresa que habría pegado un salto si hubiera podido mover algo del cuello para abajo. Pero era imposible.

El tío me miraba.

–Poddy, Poddy... –dijo suavemente. Yo le grité:

–¡Tío, no cedas ni un milímetro ante esa mujer tan horrible!

–Poddy, es que no puedo acceder a lo que quiere. En absoluto. ¿Lo entiendes? ¿Lo entiendes?

–¡Por supuesto que si! Pero, mira, podrías mentir, decirle cualquier cosa. Conseguir que te soltara y llevarte a Clark, como ella sugirió. Luego podrías rescatarme. Yo resistiré. ¡Ya lo veras!

Parecía terriblemente viejo.

–Poddy... Poddy, cariño... me temo mucho... que éste sea el fin. Sé valiente, querida.

–¡Bah!, no he tenido mucha práctica en eso, pero lo intentare. –Me examiné a fondo para ver si estaba asustada, y no lo estaba; no del todo. En cierto modo no podía sentir mucho miedo teniendo a mi tío allí, aun cuando él fuera tan impotente entonces –. Pero ¿qué es lo que ella quiere? ¿Es una especie de fanática?

No contestó porque ambos oímos la risa ronca y alegre de señora Grew.

–¡Fanática! –repitió acercándose a mí y acariciándome la mejilla –. Poddy, querida, no soy una especie de fanática, ni me importa la política más de lo que, en realidad, le importa a tu tío. Pero aprendí hace muchos años, cuando sólo era una niña, y te diré de paso que mucho más atractiva de lo que tú llegarás a ser, que el mejor amigo de una chica es el dinero. No, guapa, yo soy una profesional a sueldo, y muy buena, además. –Continuó con gran animación –; Senador, creo que el chico se ha quedado sordo, pero no puedo estar segura. Acaba de desmayarse en este instante. Lo discutiremos después, ahora me toca dormir la siesta. Quizá sería mejor que descansáramos todos un poco.

Llamó a Bobalicón y éste me metió en la habitación en que sigo ahora. Cuándo me levantó en sus brazos –¡algo que me dio un asco espantoso! descubrí que podía mover un poquito manos y pies y traté de luchar. Pero no me sirvió de nada; acabaron por encerrarme aquí.

Al cabo de un rato se pasaron por completo los efectos de la droga y, aunque muy débil, me sentí casi normal. Poco después descubrí que Titania es en realidad un buen perro guardián, y ya no he vuelto a intentar llegarme a la puerta. Tengo el brazo y el hombro muy doloridos, entumecidos.

En cambio me dediqué a inspeccionar la habitación.. Apenas hay nada en ella. Una cama con colchón pero sin sábanas (aunque no se necesitan en este clima). Una especie de mesa fijada a la pared y una silla unida al suelo. Tubos de luz en los ángulos superiores de la habitación. Lo comprobé todo en seguida después de haber aprendido, y del modo más desagradable, que Titania no era una monadita con alas etéreas. Estaba bien claro que la señora Grew, o quien hubiera diseñado este cuarto, no se proponía dejar nada en él que pudiera utilizarse como arma contra Titania o contra nadie. Y ni siquiera me habían dejado la chaqueta y el bolso.

Lamentaba en especial la pérdida del bolso, porque siempre llevo ciertas cosas útiles en él: una lima de uñas, por ejemplo... Si hubiera tenido siquiera mi lima de uñas habría tratado de atacar a aquel hada sedienta de sangre. Pero no perdí el tiempo pensando en ello. Mi bolso seguiría donde lo dejé cuando me drogaron.

Lo que si descubrí fue una cosa muy interesante: en este cuarto había estado encarcelado Clark antes de que me encerraran a mí: una de sus dos maletas estaba allí. Supongo que yo debería de haberla echado de menos en su habitación la noche anterior, sólo que estaba demasiado deprimida y dejé que el tío terminara el registro. En la maleta había toda una colección de cosas muy extrañas para un caballero errante que se lanza al rescate de una damisela en apuros: algunas ropas (tres camisas deportivas, dos pares de pantalones cortos, un par de zapatos), una regla de cálculo y tres tebeos.

Si hubiera encontrado una pistola, o provisiones, o ciertos productos químicos, no me habría sorprendido... Lo habría encontrado muy propio de mi hermano. Pero, claro, si uno se para pensar en ello, y aunque sea inteligentisimo, Clark no es más que un niño.

Empecé a preocuparme entonces por la posibilidad de que estuviera sordo. Luego dejé de pensar en ello. Si era cierto, no podía evitarlo y de todas formas él no echaría mucho de menos el sentido del oído, ya que casi nunca escucha a nadie. Así que me tendí en la cama y leí los tebeos. No soy aficionada esta lectura pero me resultaron muy entretenidos, especialmente porque los héroes siempre salían victoriosos de circunstancias mucho peores que las mías.

Al cabo de un rato me quedé dormida y soñé con esos héroes.

Me despertó el desayuno, que parecía más bien una cena, pero que estaba muy bueno. Bobalicón se llevó la bandeja: los platos y la cuchara de plástico no parecían buena solución como armas de ataque. Sin embargo me encantó descubrir que me habían devuelto el bolso.

Pero mi gozo sólo duró diez minutos, pues no estaban en él la lima, ni una navaja, ni nada más puntiagudo o letal que el lápiz de labios y el pañuelo. La señora Grew no había tocado mi dinero, ni la pequeña grabadora, pero se había quedado con todo aquello que hubiera podido servirme de algo (algo malo, claro). Así que apreté los dientes y me dediqué a comer y a poner al día este diario que para nada va a servir. Eso es lo que he hecho desde entonces: dormir, comer y hacerme amiga de Ariel. Me recuerda a Duncan. No, no es que se parezcan realmente, pero todos los bebés tienen algo en común, ¿no creen?


Me había echado a dormir por falta de otra cosa mejor que hacer, cuando me despertaron.

–Poddy, querida.

–¡Ah, hola, señora Grew!

–Vamos, vamos, nada de movimientos bruscos –dijo fríante. (Conste que no iba a hacer ninguno con aquella pistola apuntándome al estómago. Me gusta mucho mi estómago, caramba; es el único que tengo.)–. Ahora sé buena chica, date la vuelta y cruza las manos a tu espalda.

Obedecí, y un momento después tenía las muñecas firmemente atadas. Luego anudó la cuerda alrededor de mi cuello, de modo que, si – trataba de soltarme, sólo conseguiría estrangularme. No hice el menor movimiento, claro.

Desde luego, hubo por lo menos un instante en que no me apuntaba con la pistola y todavía no me había atado las manos. Cualquier héroe de los tebeos habría aprovechado aquel feliz instante para dejarla inconsciente y atarla luego con su propia cuerda. Por desgracia ninguno de esos héroes se llama «Poddy Fríes». Mi educación sólo abarca la cocina, la costura, muchas matemáticas, historia y ciencias, y bobadas tan útiles como el dibujo artístico, la fabricación de velas y cómo hacer jabón. Pero todo lo que he aprendido de lucha libre ha sido gracias a mis peleas con Clark. Sé que mamá opina que esto es un gran fallo. Ella domina el karate y el judo, y puede disparar tan bien como papá, pero éste no ha querido enviarme a estas clases. Tengo la impresión de que no desea en realidad que su «neníta» aprenda tales cosas.

Estoy de acuerdo con mi madre: ha sido un fallo. Porque debió de haber un microsegundo en el que hubiera podido darle una patada a la señora Grew, alcanzarla en el plexo solar, romperle el cuello mientras aún seguía inconsciente y correr a izar la Unión Jack como en La isla del tesoro.

La oportunidad sólo se presenta una vez y no estuve a la altura de las circunstancias.

En cambio la señora Grew se me llevó como un cachorrito al extremo de su correa. Titania nos miró cuando cruzábamos la puerta, pero ella le lanzó algo así como un cloqueo y el hada volvió a instalarse de nuevo en su percha abrazando a Ariel.

La señora Grew me obligó a recorrer un pasillo delante de ella y luego cruzamos la sala donde yo viera por última vez a tío Tom y a Clark. Atravesando otra puerta y otro pasillo, llegamos a una gran habitación.

¡Y me quedé boquiabierta, reprimiendo un grito de horror!

La señora Grew dijo alegremente:

–Echa una ojeada, querida. Aquí tienes a tu nuevo compañero de cuarto.

La habitación estaba dividida en dos por una gran reja de hierro de enormes barrotes, como una jaula en el zoológico. Allí estaba encerrado Bobalicón, aunque me llevó un largo momento de horror reconocerlo. Creo que ya habrán adivinado que en ningún momento me pareció guapo. Bien, queridos míos, pues antes era el Apolo de Belvedere comparado con aquella bestia demoníaca de ojos ardientes en que se había convertido.

Desperté tendida en el suelo mientras la señora Grew me aplicaba sales... Sí, amigos, el «capitán Podkayne Fríes», «la famosa exploradora», se había desmayado como una tonta. De acuerdo, adelante, ríanse, no me importa. Pero ninguno de ustedes se ha visto en la perspectiva de compartir su alojamiento un monstruo así.

La señora Grew se reía.

–¿Te encuentras mejor, querida?

–¡No irá usted a meterme ahí con él!

–¿Cómo? ¡Oh, no!, eso fue sólo una bromita. Estoy segura que tu tío no me obligará a recurrir a tales extremos. –Miró pensativamente a Bobalicón, que sacaba un brazo por entre los barrotes tratando una y otra vez de cogernos –. No ha tomado mas que cinco miligramos y, para un adicto al polvo de la felicidad, eso no sirve ni para ponerle nervioso. Si alguna vez he meteros con él, a ti o a tu hermano, le he prometido quince lo menos. Necesito tu consejo, querida. Verás, estoy a punto enviar a tu tío de regreso a Venusberg para que pueda coger nave. Ahora bien, ¿qué crees tú que daría mejor resultado?

–¿Meter ahora mismo, ante los ojos de tu tío, a tu hermano en esta jaula, o esperar a.. .?

–¿Mi tío está observándonos?

–Sí, claro. Ha visto cómo te desmayabas y...

–¡Tío Tom!

–¡Oh, cállate, Poddy! Puede verte, pero no oírte, y, desde luego, le es imposible ayudarte. Hum... eres tan idiota que no necesito tus consejos. ¡Vamos, en pie!

Y me llevó de regreso a mi celda.


Eso fue hace horas y, sin embargo, parece que han pasado años.

Desde luego, muchísimo tiempo, el suficiente para que Poddy pierda el valor. Miren, no tengo por qué decirles esto; nadie lo sabe más que yo, pero he sido completamente sincera en este diario y seguiré siéndolo ahora. He decidido que, en cuanto tenga la oportunidad de hablar con mi tío, le rogaré, le suplicaré que haga lo que sea, para evitar que me encierren con ese nativo drogado. No me enorgullezco de ello. Ni estoy segura de volver a enorgullecerme de mí misma en toda la vida. Pero ésa es la verdad y no me importa que me la echen en cara. He tropezado con algo tan aterrador que me he venido abajo. Ahora, sólo por haberlo confesado, me siento un poco mejor, y espero que, cuando llegue el momento, no gemiré, ni suplicaré. Pero yo..., la verdad..., no lo sé.


De pronto arrojaron a alguien al interior de mi habitación. ¡Era Clark!

Salté del lecho, le eché los brazos al cuello, le levanté en el aíre y empecé a darle besos.

–¡Oh, Clarkie, Clarkie, hermano! ¿Estás herido? ¿Qué te han hecho? ¡Háblame! ¿Estás sordo?

Escuché un susurro junto a mi oreja.

–Déjate de memeces, Pod.

Comprendí que no estaba malherido, aquello sonaba muy típico de Clark. Repetí en voz más baja:

–¿Estás sordo?

Volvió a susurrarme al oído:

–No, pero ella cree que .sí, y de momento dejaremos que lo siga pensando.

Se desembarazó de mí, echó una mirada a su maleta y recorrió pensativamente toda la habitación manteniéndose alejado de Titania sólo lo justo para evitar que se lanzara contra él. Luego volvió, acercó su rostro al mío y me preguntó:

–Poddy, ¿sabes leer en los labios?

–No, ¿por qué?

–¿Cómo que no, si acabas de hacerlo?

Bueno, no era del todo cierto. Un poquito sí había susurrado, pero descubrí que en realidad le «oía» porque le miraba a los labios, no porque me llegara su voz. Tiene gracia, pero Clark dice que casi todas las personas leen en los labios más de lo que creen, y él –que lo había observado – se ha dedicado a practicar hasta hacerlo muy bien, sólo que lo ha mantenido en secreto porque en ocasiones resulta muy útil.

Me obligó a hablar tan bajo que ni yo misma me oía la voz, y otro tanto hizo él. Me dijo:

–Mira, Pod, no sé si la vieja Grew ha llenado de micrófonos esta habitación. No he advertido ningún cambio desde que estuve encerrado aquí. Pero por lo menos hay cuatro puntos donde podría estar oculto un micro. De modo que callemos, porque es lógico que si nos permite estar juntos, es para oír lo que tenemos que decirnos. Así que habla en voz alta de todo lo que quieras, pero sólo para hacer ruido. Di lo muy asustada que estas, qué horrible es que yo ya no oiga nada, y cosas así.

Eso hicimos. Grité, gemí y lloré por mi pobre hermanito, y se quejó de que no oía ni una palabra de lo que le decía; pedía a gritos una y otra vez que buscara un lápiz y escribiera lo que quería decirle... Y mientras tanto hablábamos muy en serio de cosas importantes que Clark no quería que la señora Grew oyera.

Quise saber cómo era que no se había quedado sordo. ¿Le habían metido de verdad en aquel tanque?

–¡Claro que sí! Repuso –, pero no estaba tan desamparado como crees. Llevaba unos papeles en el bolsillo y los mastiqué hasta convertirlos en pulpa. Me taponé los oídos. –Parecía apenado –. ¡Eran billetes de veinte! Apuesto a que han sido los tapones más caros que has visto en tu vida. Luego me envolví la cabeza con la camisa y traté de ignorar el ruido. Pero deja ya eso y escucha.

Todavía se mostró más parco cuando quise saber cómo le habían atrapado.

–De acuerdo, si, me dejé engañar. Tampoco tú y el tío fuisteis muy listos... De todas formas, tú eres responsable.

–¡Yo no soy responsable! –susurré indignada.

–Si no eres responsable, es que eres irresponsable, lo cual es peor. Lógica. Pero déjalo, ahora tenemos cosas más importantes que hacer. Mira, Pod, vamos a salir de aquí.

–¿Cómo? –Observé a Titania. Estaba acunando y alimentando a Ariel, pero no nos quitaba ojo.

Clark siguió mi mirada.

–Ya me ocuparé de ese insecto cuando llegue el momento, no te preocupes. Ha de ser pronto y ha de ser de noche.

–¿Por qué de noche? –No podía por menos que pensar que este «paraíso» cubierto de niebla ya era bastante malo cuando se podía ver algo, pero oscuro como boca de lobo...

–Pod, a ver si te entra en la cabeza que estamos haciendo plan. Tiene que ser mientras diaspar esté encerrado.

–¿diaspar?

–Ese puñado de músculos que trabaja para ella, el nativo.

–¡Oh!, quieres decir Bobalicón.

–Bobalicón, diaspar, Albert Einstein. El drogado. Sirve la cena, luego lava los platos y a continuación ella le encierra dándole su ración de polvo para la noche. Sigue enjaulado hasta que se duerme, porque esa vieja gorda le tiene tanto miedo como nosotros cuando él está drogado. Así que habremos de intentarlo mientras esté enjaulado y ella duerma también. Si tenemos suerte no tropezaremos con el tipo que conduce el coche aéreo, porque no siempre duerme aquí. Sin embargo, no podemos contar con ello y ha de ser antes de que el «Tricornio» salga para Luna. ¿Cuándo se va?

–Doce diecisiete del día ocho.

–¿Y eso es...?

–¿Tiempo local? Nueve dieciséis del miércoles veinte.

–Vamos a comprobar.

–¿Por qué?

–Calla.

Había sacado la regla de cálculo de la maleta y estaba fijándola. Para la conversión, supuse, de modo que le pregunté:

–¿Quieres saber el segundo de Venus para este año terrestre?

Estaba orgullosa de tenerlo en la punta de la lengua, como un auténtico piloto. El señor Clancy no había perdido del todo el tiempo con sus clases, aunque nunca le había permitido que se pusiera tierno conmigo.

–No. Ya lo sé. –Acabó de calcular con la regla, leyó el resultado y anunció –: Ambos recordamos las cifras y sabemos también la conversión. Ahora comprobemos nuestros relojes. –Ambos nos miramos la muñeca –: ¡Marca!

Ibamos de perfecto acuerdo, apenas unos segundos de diferencia, pero no fue eso lo que observé; yo miraba la fecha.

–¡Clark! ¡Hoy es diecinueve!

–¿Creías acaso que era Navidad? –dijo secamente –. Y no grites tanto otra vez. Puedo leer en tus labios aunque no emitas el menor sonido.

–¡Pero eso es mañana! –Ni siquiera susurraba.

–Peor. Faltan menos de diecisiete horas y no podemos hacer un movimiento hasta que ese bruto esté encerrado. Sólo tenemos una oportunidad. Una sola.

–Tío Tom no llegará a la Conferencia.

Se encogió de hombros.

–Tal vez sí, tal vez no. Que decida irse o que se quede por aquí tratando de encontrarnos es algo que nada me importa.

Estaba muy hablador para ser mi hermano, pero suele comerse palabras; por lo menos yo no le entendía.

–¿Qué has querido decir con eso de «que se quede por aquí»?

Al parecer Clark creía que ya me lo había dicho, o que yo ya lo sabía, pero no era así. Tío Tom se había ido. De pronto me sentí perdida y abandonada.

–Clark, ¿estás seguro?

–Claro que estoy seguro. Ella se cuidó muy bien de que yo le viera irse. diaspar le cargó como un saco de maíz y vi cómo el coche se elevaba entre la niebla. Tío Tom está en Venusberg.

De pronto me sentí mucho mejor.

–¡Entonces vendrá a rescatamos! Clark parecía aburrido.

–Pod, no seas tan estúpida.

–Pero lo hará. El tío Tom, y el presidente, y Dexter...

Me interrumpió:

–¡Oh, diablos, Poddy! Recapacita. Eres el tío Tom, estás en Venusberg y cuentas con toda la ayuda posible. Muy bien: ¿cómo encuentras este lugar?

–¡Ah...! –me detuve –. Ah... –dije de nuevo. Luego cerré la boca y la mantuve bien cerrada.

–Ah... –asentí –. Exactamente: «ah». No lo encuentras. ¡Oh!, tal vez en unos ocho o diez años y con unos miles de personas dedicadas a la búsqueda, podría hallarse por eliminación. ¡Pero sí que iba a servirnos eso! Métetelo bien en la cabezota, hermana: nadie va a rescatarnos, nadie puede ayudarnos. O salimos de aquí esta noche o estamos perdidos.

–¿Por qué esta noche? Bueno, no es que me parezca mal, pero si esta noche no tenemos la oportunidad...

–Entonces a las nueve dieciséis de mañana –me interrumpió – habremos muerto.

–¿Por qué?

–Piénsalo por ti misma, Pod. Ponte en el lugar de esa vieja gorda. Mañana sale el «Tricornio». Imagina las dos posibilidades: o el tío Tom se va en él o no se va. Bien, tú tienes a sus sobrinos. ¿Qué haces con ellos? Piensa con lógica. Con su tipo de lógica.

Lo intenté, de verdad que lo intenté. Pero tal vez no me hayan educado bien esta clase de lógica. Era incapaz de imaginarme matando a alguien sólo porque quienquiera que fuese se había convertido en una molestia para mí.

Sin embargo, comprendía que Clark tenía toda la razón: mañana, después de la partida de la nave, no seremos más que un engorro para la señora Grew. Si el tío no se va, la estorbamos, y si se va y ella cuenta con que reteniéndonos puede hacer que obedezca sus instrucciones en Ciudad Luna (él no lo haría, por supuesto, pero de todos modos ella cuenta con eso) cada día que pase es mayor el riesgo de que podamos escapar y ponernos en contado con él.

De acuerdo, tal vez yo no sea capaz de imaginar un sencillo asesinato; está por encima de mi experiencia. Pero supongamos que tanto Clark como yo cogemos la viruela y nos morimos... eso resultaría muy conveniente para la señora Grew, ¿verdad?

–Lo comprendo –dije.

–Bien. Aún tengo que enseñarte unas cuantas cositas, Pod. O lo hacemos esta noche o nos mata a los dos mañana a las nueve. Y también a diaspar, claro, y encima incendia la casa.

–Pero ¿por qué diaspar?

–Poddy, no tiene otro remedio. El polvo de la felicidad. Esto es Venus y sin embargo ha permitido que viéramos que estaba dando droga a un adicto. No dejará testigos.

–Tío Tom es un testigo también.

–¿Y qué, si lo es? Esta vieja gorda cuenta con que mantendrá la boca cerrada hasta que acabe la Conferencia y para entonces ella ya estará de vuelta a la Tierra y se habrá perdido entre ocho billones de personas. ¿Crees que va a quedarse aquí y correr el riesgo de que la cojan? Pod, sólo va a esperar el tiempo suficiente para averiguar si tío Tom ha cogido el «Tricornio» o no. Entonces llevará a cabo el plan A o el plan B, lo que nos es indiferente porque en ambos casos nosotros morimos. ¡A ver si lo entiendes de una vez, idiota!

–De acuerdo, lo comprendo –contesté temblorosa.

–Pero nosotros no esperamos –prosiguió con una sonrisa –. Nosotros ejecutamos nuestro propio plan, mi plan, primero.

–Se mostraba insoportablemente engreído. Añadió –: Metiste la pata y viniste aquí sin hacer nada de lo que te dije; tío Tom lo hizo tan mal como tú, creyendo que todo se arreglaba pagando un rescate. ¡Pero yo sí que vine preparado!

–¿De verdad? ¿Con qué? ¿Con la regla de cálculo? ¿O tal vez con los tebeos?

Clark dijo:

–Pod, tú sabes que nunca leo tebeos. No eran más que el camuflaje perfecto.

(La verdad es que eso es cierto... ¡Y yo que creía haber descubierto su vicio secreto!)

–Entonces, ¿qué? –exigí.

–Ármate de paciencia, mi querida hermanita. Ya lo sabrás todo en el momento oportuno. –Volvió a dejar la maleta en la cama, luego añadió –: Vigila la puerta. Si se acerca Lady Macbeth, estoy leyendo tebeos.

Hice lo que me indicó, pero no pude evitar añadir una pregunta:

–Clark, ¿crees que la señora Grew es parte de la banda que te entregó aquella bomba?

–¿Qué bomba? –Parecía tonto.

–La que subiste al «Tricornio», previo soborno, claro. ¡Vamos! ¡Salirme ahora con esa pregunta!

–¡Oh, eso! Diablos, Poddy, ¡te lo crees todo! Cuando llegues a la Tierra no dejes que nadie te venda las Pirámides, no están en venta. –Siguió trabajando y yo traté de calmar mi enfado.

De pronto dijo:

–No es posible que ella supiera nada de la bomba o no habría viajado en el «Tricornio» como pasajera.

Clark tiene la habilidad de dejarme siempre en ridículo. Esto era tan obvio –después que él lo indicara – que no hice el menor comentario.

–Entonces, ¿qué deduces tú?

–Bueno, tal vez la contratara la misma gente, pero sin que ella supiera que la utilizaban como reserva.

Mi mente discurría a toda velocidad y aún se me ocurrió otro peligro:

–En cuyo caso podría haber un tercer complot para acabar con tío Tom entre Venus y Luna.

–Desde luego hay mucha gente extraordinariamente interesada en él. Pero yo creo que podemos dividirlos en dos grupos. Uno, casi con seguridad de Marte, no quiere en absoluto que tío Tom asista a la Conferencia. Otro, probablemente de la Tierra, al menos la vieja gorda si procede de la Tierra, quieren que esté allí, pero que baile al son que ellos tocan. De otro modo no hubiera dejado en libertad a tío Tom después de tenerle aquí; habría hecho que diaspar le arrojara a un pantano y esperara a que terminaran las burbujitas. –Clark sacó algo y lo miró –. Pod, repite esto: me encuentro exactamente a veintitrés kilómetros de la Puerta Sur, orientación siete grados sudoeste.

Lo repetí.

–¿Cómo lo sabes?

Me mostró un pequeño objeto negro del tamaño de un par de paquetes de cigarrillos.

–Un rastreador automático, modelo de infantería. Aquí puedes comprarlo en cualquier tienda y todo aquel que se mete en la selva lo lleva consigo.

Me lo entregó. Lo estudié con interés. Jamás había visto uno tan pequeño. Los nativos o renegados que viven en la selva los usan, claro, aunque más grandes y montados en sus carros. Conocía más o menos su funcionamiento porque la astronavegación mediante piloto automático con integración vectorial de aceleración y tiempo es algo muy corriente en las naves espaciales y los misiles dirigidos. Pero mientras el rastreador automático del «Tricornio» se supone que tiene una exactitud de un millón a uno, creo que este aparatito no pasaría de mil a uno en su lectura. ¡Sin embargo eso mejoraba nuestras oportunidades por lo menos en mil a uno!

–¡Clark! ¿Tenía tío Tom uno de ésos? Porque, si lo tenía... Negó con la cabeza.

–Aun de haberlo tenido, no creo que pudiera leerlo. Me figuro que le atontaron con gas en seguida; estaba desmayado cuando le sacaron del coche aéreo y nunca he tenido la oportunidad de decirle dónde estamos porque ésta ha sido la primera ocasión en que yo he podido leer el mío. Ahora métetelo en el bolso, ya que vas a utilizarlo para regresar a Venusberg.

–No, en el bolso hará mucho bulto y se notará. Es mejor que sigas guardándolo donde lo tenias. No me perderás, no temas: voy a ir cogida de tu mano todo el camino.

–No.

–¿Por qué no?

–En primer lugar, porque no voy a llevarme la maleta y ahí es donde estaba escondido: le hice un doble fondo. Y en segundo lugar porque no iremos juntos.

–¿Qué? ¿Por qué no? ¡Pues claro que sí! Clark, yo soy responsable de ti.

–Es cuestión de opinión. Tu opinión. Mira, Poddy, voy a sacarte de este terrible lío. Pero no intentes echar mano de tu cerebro, que hace aguas. Utiliza sólo la memoria. Si escuchas lo que voy a decirte y lo haces con toda exactitud, todo irá bien.

–Pero...

–¿Tienes tú un plan para sacarnos de aquí?

–No.

–Entonces cállate. Si pretendes seguir representando tu papel de hermana responsable, sólo conseguirás que nos maten a los dos.

Me callé. Y debo confesar que su plan me pareció muy lógico. Según Clark, no hay nadie en esta casa más que nosotros, la señora Grew, Titania y Ariel, Bobalicón y, a veces, el chófer del coche. Desde luego yo no he visto ni oído a nadie más y supongo que la señora Grew ha tratado de tener el menor número posible de testigos. Sé que yo así lo haría si, ¡Dios no lo quiera!, me viera alguna vez metida en una empresa tan indudablemente criminal.

Nunca le he visto la cara al chófer, ni Clark tampoco, pero mi hermano dice que a veces se queda aquí a pasar la noche. Hemos de estar preparados a enfrentarnos también con él.

De acuerdo, supongamos que conseguimos salir. En cuanto estemos fuera de la casa nos separamos; yo me voy hacia el este y Clark hacia el oeste durante un par de kilómetros en línea recta, todo lo que nos permitan los pantanos y ciénagas que sin duda nos obligarán a desviarnos algo.

Luego ambos nos encaminamos hacia el norte. Clark dice que la vía de circunvalación en torno a la ciudad está a tres kilómetros al norte de nosotros; me hizo un dibujo de memoria de un mapa que había estudiado antes de partir para rescatar a Girdie».

Al llegar a esa vía yo sigo hacia la derecha y él hacia la izquierda, tratando de utilizar el primer medio de transporte que encontremos, o el teléfono de un rancho, o lo que sea, para ponernos en contacto con tío Tom y el presidente Cunha y lograr refuerzos a toda prisa.

Esta idea de separarnos es la táctica más elemental para asegurarnos de que al menos uno de los dos llegue hasta el fin y consiga ayuda. Si la señora Grew está tan gorda que no podría perseguir a nadie ni por una pista de carreras, mucho menos podrá entre las ciénagas. Tenemos planeado hacerlo en un momento en que no se atreva a soltar a Bobalicón por temor a que la asesine a ella. Si alguien nos persigue será probablemente el chófer, y éste no puede correr en dos direcciones a la vez. Tal vez haya otros nativos a los que la señora Grew pidiera ayuda, pero incluso así el dividirnos duplica nuestras posibilidades.

Yo me llevo el rastreador automático porque Clark no cree que pueda valerme en la selva sin él aunque espere a que se haga de día. Probablemente tiene razón. Pero él afirma que sí puede rastrear lo bastante bien para encontrar ese camino utilizando tan sólo su reloj, un dedo mojado en saliva para saber la dirección del aire y las gafas polarizadas que lleva.

No debía haberme burlado de sus tebeos; en realidad sí vino preparado, y de muchos modos. Si no le hubieran dormido con gas mientras iba encerrado en el compartimento de pasajeros del coche aéreo de la señora Grew, creo que les habría hecho pasar un mal rato. Una pistola en la maleta, una Remington oculta en su propia persona, cuchillos, bombas de gas, incluso un segundo rastreador automático bien a la vista en la maleta, junto con las ropas, los tebeos y la regla de cálculo.

Le pregunté por qué llevaba dos rastreadores y adoptó su aire de insufrible superioridad:

–Si algo iba mal y me cogían, todos esperarían que llevara uno. Así que lo dejé bien a la vista sin tomarme la molestia de graduarlo. ¡Pobre pequeñín que no sabe regular un rastreador cuando sale de su posición base! La vieja gorda se rió mucho al verlo –sonrió despectivamente –; piensa que estoy medio chiflado y he hecho todo lo posible para convencerla de que así es.

De modo que con su maleta hicieron lo mismo que con mi bolso: sacaron de ella todo cuanto sospecharon que podía resultar útil para un ataque y le permitieron conservar el resto.

¡Y lo más importante estaba oculto en un doble fondo tan bien hecho que ni el fabricante lo habría advertido!

A excepción, naturalmente, del peso. Se lo indiqué a Clark y se encogió de hombros.

–Un riesgo calculado –dijo –. Si no apuestas, no puedes ganar. diaspar la entró aquí todavía llena, ella la registró sin moverla de la cama y luego no la levantó. Tenía los brazos demasiado llenos con todas esas tonterías que no me importaba que me confiscaran.

(¿Y si ella la hubiese levantado y advertido el peso? Bueno, pues mi hermano aún habría dispuesto de su cerebro y sus manos. Y creo que sería capaz de desmontar una máquina de coser pieza a pieza y convertirla en un arma de artillería. Clark me revienta en ocasiones, pero tengo una gran confianza en él.)

Ahora voy a dormir un poco o a intentarlo al menos –, ya que Bobalicón acaba de llevarse nuestra cena y nos esperan unas horas de gran tensión. Pero primero voy a correr atrás esta cinta y copiarla; me queda una vacía en el bolso. Le entregaré la copia a Clark para que se la dé a tío Tom, por si acaso. Por si acaso Poddy acaba bajo unas burbujitas en un pantano, quiero decir. Pero eso no me preocupa. Es una perspectiva mucho más agradable que verme encerrada en una jaula con Bobalicón. En realidad ya no me preocupa nada. Clark tiene bien dominada la situación.

Pero él insistió sobremanera en un punto:

–Diles que lleguen aquí mucho antes de las nueve dieciséis... o que no se molesten en venir en absoluto.

–¿Por qué? –quise saber.

–Tú díselo.

–Clark, sabes perfectamente que las personas mayores no me harán caso a menos que pueda darles una buena razón.

–De acuerdo. Hay una razón formidable. Una bomba de medio kilotón no es mucho, pero no resultará saludable para quien esté cerca cuando estalle. A menos que consigan llegar aquí y desconectarla antes.

La tiene. La he visto. Perfectamente encajada en ese doble fondo. Los mismos tres kilos de exceso de peso que yo no podía explicarme en Deimos. Clark me mostró el mecanismo de tiempo y las cargas que lo rodeaban para producir la onda explosiva.

Pero no me enseñó a desconectaría. Ahí sí que tropecé con un muro invencible. El confía en escapar, sí, y espera volver aquí con ayuda y con tiempo suficiente para desconectaría. Pero está totalmente convencido también de que la señora Grew se propone matarnos y por tanto, si algo va mal, si no salimos de aquí, si morimos en el intento o lo que sea... bien, se propone llevársela por delante.

Le dije que se equivocaba. Le dije que no debía tomarse la ley por sus propias manos.

–¿Qué ley? –pregunto –. Aquí no hay leyes. Y no eres lógica, Pod. Todo lo que está bien que haga un grupo, está bien que lo haga una persona.

Este razonamiento era demasiado intrincado para que se lo refutara, de modo que me limité a seguir suplicándole hasta que se enfadó.

–¿Preferirías quizá que te metieran en la jaula de diaspar?

–¡No!

–Pues entonces cállate ya. Mira, Pod, yo planeé todo esto cuando me metió en aquel tanque con el propósito de destrozarme los oídos y dejarme sordo. Y sólo conseguí no volverme loco a fuerza de concentrarme en cómo y cuándo la haría pedazos.

Me pregunté si, en realidad, no se habría vuelto completamente loco, pero me guardé mis dudas y me callé. Además, tampoco estoy segura de que se equivoque. Tal vez sea demasiado remilgada ante la idea de un derramamiento de sangre. «Todo lo que está bien que haga un grupo, está bien que lo haga una persona.» Debe de haber algún fallo en esto, porque a mí me han enseñado siempre que es inmoral tomarse la justicia por la propia mano. Pero no puedo encontrar el fallo y la frase suena axiomática, evidente. Digámoslo al revés: si lo que hace una persona no está bien, ¿podrá estar bien porque lo haga todo un grupo, un pueblo, un gobierno, si se ponen de acuerdo para hacerlo juntos? ¿Aunque no haya unanimidad?

Si algo está mal, está mal... y la vox populi no puede alterarlo.

Pues es lo mismo. Y no estoy segura de que pueda dormirme con una bomba atómica bajo la cama.


* * *








Epílogo




Supongo que lo mejor será que termine esto.

Mi hermana se durmió en cuanto repasamos a fondo lo que teníamos que hacer. Yo me tendí en el suelo, pero no dormí. Poddy no es de las que se preocupan, yo sí. Repasé una vez más mis planes al segundo exacto. Luego me dormí.

Tengo uno de esos despertadores internos y me desperté en el momento que deseaba: una hora antes de amanecer. Más tarde habría habido demasiadas horas de oscuridad. Las selvas de Venus son muy traicioneras incluso a plena luz del día; no quería que Poddy cayera donde ya no pudiera salir, o tropezara con algo que se le comiera una pierna. Ni a mí tampoco.

Pero teníamos que arriesgarnos por la selva o quedarnos y dejar que la vieja gorda nos matara cuando quisiera. Lo primero era una posibilidad; lo segundo una certeza mortal, aunque me costó Muchísimos esfuerzos –y tiempo convencer a Poddy de que la señora Grew nos mataría. La principal debilidad de mi hermana –el punto flaco de su cerebro, ya que por otra parte no es nada estúpida – es su incapacidad casi total para admitir que algunas personas sean tan malas como lo son. La maldad... Poddy jamás ha comprendido lo que es el mal. Su imaginación no llega más allá de una simple travesura. Pero yo sí comprendo la maldad. Puedo meterme en el cerebro de una persona como la señora Grew y comprender cómo piensa.

Tal vez ustedes deduzcan de esto que soy malo... al menos en parte. De acuerdo, ¿y qué? Seré lo que seré, pero yo sabía que la señora Grew era mala mucho antes de que saliéramos del «Tricornio», cuando Poddy, ¡e incluso Girdie!, opinaban que la pobre era un encanto, tan buena que resultaba incomprensible.

Yo no confío en una persona que se ríe cuando no hay motivos para ello. O que siempre está de buen humor, pase lo que pase. Si es tan perfecta, es que está actuando, es un fraude. De modo que me dediqué a observarla... y lo de las trampas en los solitarios no fue lo único que vi, ni mucho menos.

En consecuencia, si hay que escoger entre la selva y la señora Grew, prefiero la selva. Para mí y para mi hermana.

A menos que estuviera allí el coche aéreo y pudiéramos cogerlo. Pero eso sería una suerte a medias, ya que entonces habríamos de enfrentarnos a dos personas, estando ellos armados y nosotros no (porque a la bomba no la cuento como un arma; no puedes apuntar con una bomba a la cabeza de nadie).

Antes de despertar a Poddy me ocupé de esta especie de simio que llaman «hada». Una bestia asquerosa. No tenía pistola, pero para acabar con ella no la necesitaba. Estos bichos conocen las armas y es muy difícil acertarles, ya que inmediatamente se lanzan volando contra uno.

En cambio llevaba plantillas metálicas en los zapatos, unos tirantes en la maleta y algunas gomas más en los bolsillos, aparte de unas bolitas de acero de dos centímetros que sacara de unos cojinetes.

Conseguí convertir aquella horma metálica en una especie de horquilla. Si a eso se añaden las tiras de goma, ya tenemos un tirador. Y no se rían de los tiragomas. Me he cargado a más de un renegado de un solo disparo. Los tiragomas son armas silenciosas y además tienen la ventaja de que recuperas las municiones.

Apunté casi tres veces más alto de lo que hubiera hecho en Marte para compensar la diferencia de gravedad y le di limpiamente en el esternón, la derribé de su percha, le aplasté el cráneo con el tacón y aún le di una patada por aquel mordisco tan horroroso que Poddy llevaba en el brazo. El pequeñín empezó a gemir, así que empujé el cadáver a un rincón fuera de la vista y lo tapé con un cubo. Se acabaron los lloros. Me cuidé de todo esto antes de despertar a Poddy porque sé que es muy sentimental con respecto a estas hadas y no quería que empezara a llorar y a retorcerme un brazo. El asunto estaba ya liquidado de modo limpio y rápido.

Mi hermana todavía seguía roncando, así que me quité los zapatos y salí a hacer un reconocimiento.

Las cosas no iban demasiado bien. Nuestra bruja particular ya estaba en pie y buscando su escoba. En unos minutos soltaría a diaspar, si no lo había hecho ya. No tuve la oportunidad de comprobar si el coche aéreo estaba ante la puerta; bastante tuve con evitar que me atrapara. Retrocedí a toda prisa y desperté a Poddy.

–Pod –susurré –, ¿estás despierta?

–Sí.

–¿Despierta del todo? Porque ahora es cuando tienes que actuar, exactamente ahora. A gritar bien fuerte y que parezca de verdad.

–Muy bien.

–Ayúdame a subir a esa percha. ¿Podrás hacerlo con el brazo herido?

Asintió, se bajó rápidamente de la cama y tomó posiciones ante la puerta con las manos dispuestas. Apoyé el pie en sus manos, salté sobre sus hombros, me afirmé. Ella me cogió las pantorrillas cuando yo le solté las manos y ya estaba en la percha sobre la puerta. Le hice un gesto.

Poddy cruzó corriendo la puerta gritando: «¡Señora Grew! ¡Señora Grew! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Mi hermano!» Lo hizo estupendamente y regresó corriendo casi en seguida, con la bruja Grew resoplando tras ella.

Aterricé sobre sus hombros tirándola al suelo y haciendo que el arma le saltara de la mano. Le había retorcido el cuello antes de que pudiera siquiera respirar.

Poddy actuó de modo magnifico, he de admitirlo. Cogió la pistola antes de que ésta llegara al suelo y se quedó con ella en la mano, con aire de desconcierto.

Se la quité cuidadosamente. «Coge el bolso. ¡Nos vamos ya! Manténte bien pegada a mí», le ordené.

diaspar estaba suelto. Habíamos apurado demasiado el tiempo. Estaba en el salón, tratando de averiguar, al parecer, de dónde venía tanto ruido. Le maté de un tiro.

Luego busqué el coche aéreo, con el arma preparada por si tropezábamos con el chófer. Ni señales de ninguno de los dos. No supe si lamentarlo o alegrarme. Estaba dispuesto a matarle, pero quizá me hubiera matado él primero. Claro que hubiera preferido el coche a tener que meternos en la selva.

Casi cambié de plan en aquel instante y ojalá lo hubiera hecho. Me refiero a lo de continuar juntos y dirigirnos en línea recta hacia la vía de circunvalación.

La pistola fue lo que me decidió. Poddy podía protegerse con ella y yo tendría muchísimo cuidado de ver qué pisaba o dónde me metía. Se la entregué y le dije que avanzara lenta y cuidadosamente hasta que hubiera más luz... ¡pero que siguiera adelante!

Ella daba vueltas al arma entre sus manos.

–Pero, Clark, yo nunca he matado a nadie.

–Bien, pero podrás si tienes que hacerlo.

–Supongo que si.

–¡Si no es nada! Sólo les apuntas y aprietas ese botón. Es mejor que uses las dos manos. Y no dispares a menos que sea auténticamente necesario.

–Muy bien.

Le di una palmadita en el trasero.

–1Adelante! Hasta luego.

Me puse en marcha. Miré atrás una vez pero ella casi se había hundido ya en la niebla. Primero me alejé un poco de la casa, por si acaso, y luego me concentré en seguir la dirección hacia el oeste.

Y me perdí. Eso es todo. Necesitaba aquel rastreador, aunque me figuraba que podía pasarme sin él, y además Poddy era la que había de llevarlo. Me perdí sin remedio. No había bastante brisa para que me orientara levantando un dedo mojado en saliva, y ese truco de la luz polarizada para encontrar el sol es más difícil de lo que se imaginan. Cuando ya hacía horas que debía de haber llegado a la vía de circunvalación aún estaba sorteando pantanos y ciénagas y tratando de evitar que algún animal me tomara por su desayuno.

Y de pronto hubo un resplandor espantoso. Me tiré de bruces al suelo y me quedé allí con la cabeza enterrada en los brazos y empecé a contar.

No estaba herido, en absoluto. La onda explosiva me había cubierto de barro y el ruido me había ensordecido, pero estaba muy lejos de su alcance mortal. Una media hora más tarde me recogió un coche de la policía.

Desde luego debía haber desarmado aquella bomba. Tenía el propósito de hacerlo si todo nos salía bien. Porque yo sólo intentaba hacer de aquello una repetición de la historia bíblica de Sansón para el caso de que no pudiéramos huir. Como un último recurso.

Quizá debí ponerme a desarmarla en cuanto le rompí el cuello a la señora Grew, pero tal vez entonces nos hubiera sorprendido diaspar todavía bajo los efectos de la resaca del polvo de la felicidad. De todas formas no lo hice, y luego estuve muy ocupado deshaciéndome de diaspar, enseñándole a Poddy a usar el arma y enviándola por delante. No pensé en la bomba hasta que estaba a varios cientos de metros de la casa, y desde luego no tenía la intención de volver aun en el caso de saber encontrar el camino, lo cual era muy dudoso.

Pero por lo visto eso es lo que hizo Poddy. La encontraron más tarde ese mismo día, poco más o menos a un kilómetro de la casa, fuera del círculo de destrucción total... pero no de la onda explosiva.

Con un hada pequeñita y viva en los brazos. El cuerpo de mi hermana la había protegido; no parecía haber sufrido el menor daño.

Por eso creo que volvió a la casa. No sé con seguridad si esta hadita es la que ella llamaba Ariel. Tal vez sea otra que encontrara en la selva. Pero no me parece probable. Una de esas criaturas en estado salvaje le habría clavado las uñas y los padres la habrían destrozado. Yo creo que ella siempre tuvo la intención de salvar al bebé del hada, pero que no quiso mencionármelo. Es la clásica bobadita sentimental de Poddy. Ella sabía que yo tenía que matar al hada adulta y jamás dijo una palabra en contra. Pod es muy sensata cuando es preciso.

Luego, con el nerviosismo de la huida, se olvidó de cogerla, lo mismo que a mí se me olvidó desarmar la bomba cuando ya no la necesitábamos. Así que volvió a buscarla.

Y además perdió el rastreador automático, por lo menos no se lo encontraron encima ni cerca de ella. Entre la pistola, el bolso y el bebé, el rastreador se le debió de caer en alguna parte. No pudo ser de otra manera, porque tuvo mucho tiempo para volver y alejarse otra vez de la casa. Tenía que haber estado a unos diez kilómetros de distancia para entonces, de modo que sin duda perdió muy pronto el rastreador y estuvo caminando en círculos.

Se lo conté todo a tío Tom y estaba dispuesto a contárselo a los de la Corporación, al señor Cunha y demás, y a aceptar mi castigo. Pero el tío me mandó callar. Estuvo de acuerdo en que yo había metido la pata, ¡y de qué manera!, pero él también... y todos. Se mostró muy amable conmigo. ¡Ojalá me hubiera pegado!

¡Lo siento tanto por Poddy! Más de una vez me harté de ella, con sus aires dominantes y sus ideas tan ilógicas. Sin embargo, lo siento mucho.

Me gustaría saber llorar.

Su pequeña grabadora estaba aún en el bolso y se podía oír parte de la cinta. Aunque no se entiende demasiado; no explica lo que hacía, más bien parecía balbucear:

... muy oscuro donde voy. Ningún hombre es una isla aislada en sí mismo. Recuerda esto, Clarkie. ¡Oh! Siento haber metido la pata, pero recuerda esto, que es muy importante. A todos hay que acunarlos algunas veces. Mi hombro... ¡San Podkayne! San Podkayne, ¿me escuchas? Tío Tom, mamá, papá... ¿Me escucha alguien? Escuchad, por favor, porque esto es importante. Yo amo a...

Y aquí se corta. Así que no sabemos a quién amaba.

A todo el mundo, quizá.


Estoy solo. El señor Cunha obligó al «Tricornio» a demorar la salida hasta que estuviéramos seguros de si Poddy se moría o no. Luego tío Tom se marchó y me dejó aquí solo; es decir, a excepción de los doctores y enfermeros y de Dexter Cunha, que no se mueve para nada del hospital, y de todo un pelotón de guardias. No puedo ir a ninguna parte sin que me acompañe uno y tampoco me dejan ir a los casinos... aunque no es que lo desee; no mucho.

Oí parte de lo que tío Tom contó a papá al respecto. Aunque no se lo dijo todo, ya que una conversación telefónica con una diferencia de tiempo de más de veinte minutos es episódica. Yo no podía oír a papá, sólo el monólogo de mi tío.

–¡Tonterías! No es que quiera sacudirme la parte de culpa que me toca porque no se me olvidará nunca. Tampoco puedo esperar aquí hasta que llegues tú, y lo sabes, y sabes por qué... Y los dos niños estarán más seguros en manos del señor Cunha que conmigo... ¡y eso lo sabes también! Pero tengo que darte un consejo, y se lo debes comunicar a tu esposa. Sólo esto: las personas que no se toman la molestia de criar a sus hijos no deberían tenerlos. Tú con la nariz siempre metida en los libros y tu esposa callejeando Dios sabe por dónde... Entre los dos casi conseguisteis que la niña muriera. No tenéis mérito alguno en que viva. Sólo es cuestión de suerte. Deberías decirle a tu esposa que construir puentes y estaciones espaciales y cosas por el estilo está muy bien, pero que una mujer tiene cosas más importantes que hacer. Intenté sugerírselo hace años y me dijo que no me metiera en lo que no me importaba. Ahora se lo digo otra vez. Vuestra hija se pondrá bien, aunque no gracias a ninguno de los dos. Pero tengo mis dudas acerca de Clark. Con este chico tal vez sea demasiado tarde. Puede que Dios os dé una segunda oportunidad si os dais prisa en remediar el daño. ¡Terminada la transmisión!

Me escondí a toda prisa y no me cogió escuchando. Pero, ¿qué se proponía tío Tom, asustando a papá acerca de mi? No tuve ni un rasguño y él lo sabe. Sólo me cayó un montón de barro encima, pero ni una quemadura... Mientras que Poddy todavía parece una momia y la tienen llena de tubos y de alambres, como si estuviera en una incubadora.

No sé qué se proponía tío Tom, la verdad.

Ahora me dedico a cuidar al hada pequeñita, porque Poddy querrá verla cuando mejore lo suficiente para interesarse por lo que la rodea. ¡Siempre ha sido tan sentimental! Y este bebé me exige mucha atención, porque se siente sola y he de estar acunándola y meciéndola, o llora.

Así que me paso de pie la mayor parte de la noche. Supongo que el hadita se cree que soy su madre. En realidad no me importa. No tengo tantas cosas que hacer.

Y, además, parece que me quiere...


FIN

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"GOTICO"

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